jueves, 7 de junio de 2007

El fracaso del guerrillero eterno


Cuando se pueda relatar, con distancia y justicia, el proceso de la revolución cubana, de alguna forma será necesario describir las trayectorias paralelas y entrecruzadas de Fidel Castro y Eloy Gutiérrez Menoyo. Quizá un capítulo, es posible que basten algunos párrafos —aún no hay quien logre definir el alcance— deberán caracterizar dos formas de entender la ejecución política y el apego a la lucha por cambiar un país, donde las ambiciones personales, el protagonismo y la honestidad —o su ausencia— se mezclan en una larga historia de triunfos y fracasos.
En esta recopilación posible, a Menoyo siempre le ha tocado la peor parte. Esquemáticamente podría intentarse como un “tema del traidor y del héroe” en una sala de espejos, donde casi de inmediato Castro pierde su imagen de héroe y ocupa el puesto de traidor, mientras Menoyo va saltando de uno a otro extremo y continúa infatigable sin temor al riesgo de la caída.
Negarle a Menoyo esta historia de cambios es la injusticia mayor que con él comete buena parte del exilio de Miami. Su regreso a Cuba es la justificación de las peores sospechas. Los años de cárcel, los golpes y los maltratos no se mencionan. Se rechaza por principio la posibilidad de que esté equivocado. Al tiempo que se minimiza su impacto político, se agigantan sus defectos.
Bajo este punto de vista, todo lo ha hecho mal el hombre que se anticipó a volver del destierro, por miedo de no llegar a tiempo. Castro es el triunfador, Menoyo el perdedor. Uno el guerrillero que ha sacado provecho de todas las oportunidades, otro el despilfarrador de ocasiones. Astucia en el primero, torpeza en el segundo. Cualquier interpretación que se aparte de este molde, queda desechada de inmediato. Virtudes que se le reconocen a cualquiera con un historial semejante —dedicación, evolución política, respaldo a la lucha pacífica, desprendimiento— quedan a un lado. Enemigos por todas partes, que superan sus diferencias ideológicas en el rechazo a un hombre que ha ganado poco y perdido mucho para ser odiado tan profundamente. Menoyo —en fin— aparece como un mal conspirador, y lo peor es que muchas veces parece conspirar contra él mismo.
Bajo esa óptica, la actuación de Menoyo se limita a hacerle el juego a Castro. Sus palabras en contra del “comportamiento autoritario e inmovilista”, durante la III Conferencia La Nación y la Emigración —celebrada en La Habana en mayo de este año— forman parte de un libreto. Si luego critica a los disidentes, en los días de celebración del XXXVI Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), no hace más que demostrar su entreguismo a La Habana. Su rechazo al embargo repite la postura del régimen. Declararse en favor del aspirante a la presidencia norteamericana por el Partido Demócrata, John Kerry, una prueba más de su alianza con el ala más izquierdista norteamericana y con quienes cerraron los ojos ante el genocidio comunista en Vietnam y otros países asiáticos. Si permanece en la isla, ahí está la confirmación de que cuenta con el beneplácito de las autoridades.
Tales acusaciones, desde Miami, mezclan los reproches justos con los ataques personales; las críticas válidas con la retórica de esquina; la intransigencia política —entendida como el rechazo irracional al punto de vista de otro— con el necesario debate de ideas y estrategias.
Hay más elementos a tomar en consideración que el simple ataque a Menoyo por su deseo de permanecer en Cuba —bajo la forma de un limbo legal de baja intensidad política— y el apoyo a lo que no constituye un desafío a Castro sino más bien una visión demasiado optimista de la posibilidad de abrir un espacio para la “oposición independiente” dentro de la isla. En primer lugar, el rechazo a la acusación de que Menoyo desempeña un papel asignado por Castro. En segundo, considerar que su gestión hasta el momento ha sido poco efectiva con vista a que el pueblo cubano pueda recuperar su soberanía. Por último, señalar que ha contribuido a la división de la disidencia interna, aunque no de forma decisiva. Más bien de cara al exterior y no dentro de la isla.
La disidencia ya estaba bastante fraccionada antes de que Menoyo regresara a la isla. Tampoco se puede decir que se le haya asignado el papel de “disidente permitido”. A Castro no le interesa una disidencia permitida. Lo que siempre ha intentado —y logrado en parte— es controlar el movimiento disidente, mediante la represión e infiltrando sus filas. En ambos casos, Menoyo quedaría fuera del terreno, esperando eternamente en el banco su turno al bate.
Otro punto es la posible utilidad de Menoyo —de cara a Europa y especialmente a España— para que el régimen limpie en cierta medida su imagen represiva. El optimismo del ex comandante se confunde con una justificación de los medios utilizados por el régimen para reprimir la disidencia. Cuando él considera que la supuesta anuencia de La Habana, al permitirle viajar al exterior y regresar a la isla, deja “claro el mensaje de que con un tipo de oposición independiente se puede trabajar”, no da una muestra de ingenuidad sino de complacencia. Al criticar una estrategia internacional de “enfrentamiento” con Castro y abogar por una “política de buena vecindad” confunde de nuevo los términos. Si bien el aislamiento económico a Cuba —léase embargo norteamericano y medidas similares— simplemente contribuye a una situación de “plaza sitiada”, en la cual el gobernante cubano ha demostrado hasta el cansancio su capacidad de resistencia, el cruzarse de brazos a la espera de gestos de buena voluntad del dictador es acogerse al refugio de las telarañas.
El problema es que Menoyo no representa oposición alguna, a los efectos de movilizar un movimiento de disidencia interna en favor del cambio. Hasta ahora no ha podido convertirse en una contrapartida frente al régimen, ampliamente reconocida, similar a la representada por Oswaldo Payá, Vladimiro Roca y Oscar Elías Biscet. No ha conseguido aún representar una alternativa. Es una figura con historia y proyección personal, pero sin peso político en la isla, ni entre los opositores y mucho menos en la población. Atrae a las cámaras y las libretas de los reporteros, pero no a los ciudadanos. De lo contrario, no estaría en Cuba, o al menos caminando por las calles habaneras.
No es un simple instrumento del régimen, pero tampoco alcanza la estatura de “enemigo peligroso”. No le hace el juego a Castro, pero juega a ser un político con una alternativa que hasta el momento se resume brevemente en la inacción que él tanto condena. Menoyo es simplemente Menoyo, ni más ni menos. Y aquí también surgen otros problemas con su línea de conducta.
Pese a su renuncia a la lucha por medios violentos, no ha dejado de ser un guerrillero. Sabe la importancia de asegurar una plaza, y conoce también la necesidad de mantenerse visible. Resistir y realizar escaramuzas. Ponerse a resguardo, pero no permitir que su presencia sea olvidada. Y al no poder contar aún con la fuerza necesaria para librar un pequeño combate —huye por experiencia de cualquier acción que lo convertiría en titular de la prensa mundial por breves días, pero echaría por tierra su campaña— se pierde en refriegas con otros disidentes. Ese es su error. Al tiempo que debe señalarse que no lo hace por orden de Castro, también debe enfatizarse que no es inocente.
Cuando se baja en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y declara a la prensa que quizá Roca y Payá no acuden al Congreso del PSOE porque prefieren celebrar el 4 de julio con James Cason —el jefe de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana— el 4 de julio comete algo más que una injusticia. Se pone de parte de Castro no por convicción ni oportunismo sino por afán protagónico. Vuelve a ser el guerrillero que se enfrenta no sólo al dictador Fulgencio Batista sino al resto de los revolucionarios. Las palabras no son dignas de un hombre que dice haber aprendido a perdonar y a encaminar la lucha por la vía de la reconciliación nacional. Repetir sus ataques a los disidentes en un comunicado, mientras se celebraba el Congreso del PSOE, es equivocar el enemigo y desperdiciar una tribuna por un ansia personal. Aboga por el multipartidismo y la democracia, pero no pierde oportunidad para tratar de asociar a otros disidentes con los intereses norteamericanos, con alegaciones que no hacen más que alinearse con el discurso repetido hasta el cansancio por el régimen para justificar la represión.
Hasta el momento, son declaraciones de este tipo la parte más visible de la gestión de Menoyo en Cuba. Se llega así a la paradoja de tener que defender a Menoyo —en vista de la condena a su persona que realiza una parte del exilio— al tiempo que se rechaza su antagonismo hacia la disidencia interna y se alerta sobre su optimismo injustificado.
Dos hechos justifican esta defensa. Uno está por encima del guerrillero que no se desprende de su coraza. El otro se apoya precisamente en lo que en parte niega el primero: la capacidad de supervivencia en la selva.
Los enemigos de Menoyo siempre acuden en su ayuda. Frente al inmovilismo de La Habana y Washington, éste representa no una esperanza ni una estrategia, pero atacar su permanencia en Cuba es ponerle otro candado a la puerta que nadie ha podido abrir.
La categoría de exiliado político la “otorga” Fidel Castro. Lo viene haciendo desde hace muchos años. Se la ha “conferido” a todo aquél que se ha visto obligado a abandonar la isla, con independencia de motivos, voluntad y aspiraciones. Estados Unidos reconoce esa categoría y ha sido generoso como ningún otro país con los cubanos. La nación norteamericana. No un gobierno específico, republicano o demócrata.
Hay algo que nos une a todos los que partimos de Cuba y nos diferencia del resto de los inmigrantes: no podemos —poco importa el deseo de hacerlo o no— establecernos de nuevo, de forma legal y permanente, en el país en que nacimos. No es un problema de ciudadanías adquiridas, es un derecho de nacimiento. Castro le da permiso a uno para irse definitivamente. Hasta ahora, no ha dado “permiso” para regresar definitivamente. Esta es una batalla que vale la pena librar: la anulación de los “permisos”.
Al regresar a Cuba, Menoyo sentó un precedente. Claro que no se trata de un ciudadano común y corriente, pero intentó abrir una puerta. Por diversas razones, Washington y La Habana han actuado al unísono para aumentar los permisos, en lugar de disminuirlos. La lucha de Menoyo avanza por el camino contrario y justo. Poco ha logrado hasta el momento, pero su permanencia en la isla es la segunda justificación de su defensa.
Defender a Menoyo no quiere decir librarlo de la crítica. Este artículo aspira a dejar clara esa diferencia. Se debe dar un paso más. Ser escéptico en cuanto a su gestión. La involución del proceso cubano no es un simple reflejo de un aparente aumento de tensiones entre Cuba y Estados Unidos. Castro ha sabido aprovechar una situación internacional propicia para aferrarse al poder —y cerrarle la vía a cualquier transición—, como respuesta al resquebrajamiento de su gobierno. Prefiere que la nación se haga pedazos antes de ceder una parcela de mando. Pero esta situación no es inmune al cambio.
Hay dos escenarios posibles donde Menoyo entraría finalmente a jugar un papel. En cualquiera de ellos, hay logros nada despreciable para él: abandonar la imagen de figura aislada, que provoca tanto rechazo en Miami, temor en muchos es la isla y controversia en todas partes. El primero tiene que ver con España, y puede estar comenzando a materializarse. El segundo con Estados Unidos.
¿Qué puede significa Menoyo para Castro? La posibilidad de abrir un canal con el actual gobierno español es una respuesta probable, pero tan tentativa como todo lo que el ex comandante ha hecho en los últimos años. Un tanto en favor del opositor: escogió residir en la isla en momentos en que tal vía estaba más cerrada que nunca. Si en alguna que otra ocasión su astucia política puede ser puesta en duda, su paciencia es infalible. Otro a favor de Castro: la presencia de Menoyo en La Habana es una ficha de reserva que puede utilizar o no, sin que hasta el momento se sienta comprometido en forma alguna. Un tercero que beneficia a ambos: la actual política de Washington hacia Cuba. Una estrategia de cierre total —como el que representan las ya famosas “nuevas medidas”— distancia a Europa de cualquier acuerdo común con Estados Unidos para presionar políticamente a La Habana. Hay que ver que ocurre cuando Menoyo regrese a la isla.
El segundo escenario es probable, pero no de inmediato. Una nueva política norteamericana hacia la isla implicaría un reajuste de posiciones. Menoyo quiere estar en Cuba en caso de que ocurra. El guerrillero solitario, sin detenerse a pensar en el tiempo que conspira en su contra. Incluso un pequeño triunfo cambiaría por completo una historia marcada por más de un fracaso. Menoyo que finalmente logra su definición mejor.
Publicado originalmente el 19 de julio de 2004 en Encuentro en la Red.
Fotografía de archivo de Fidel Castro en 1959, con los entonces comandantes Eloy Gutiérrez (centro) y William Morgan (derecha).

jueves, 12 de abril de 2007

El proyecto Vinca



Ocurrió la noche del 22 de agosto de 2002. En una operación combinada —donde participaron varios helicópteros, 1,200 soldados serbios completamente equipados, numerosos francotiradores, una considerable fuerza policial que bloqueó decenas de calles y carreteras, tres camiones (dos usados para engañar a los posibles secuestradores) y diversos observadores internacionales—, Estados Unidos logró el traslado de Serbia a Rusia de unas cien libras de uranio enriquecido. Por más de una década, éste había permanecido en el Instituto Vinca de Ciencias Nucleares de Belgrado.
El material se encontraba en contenedores que hacían fácil su transporte. Durante ese tiempo estuvo protegido apenas por una alambrada y unos pocos guardias mal adiestrados y peor equipados.
Durante más de dos lustros —es decir, bajo los gobiernos de George Bush, Bill Clinton y George W. Bush—, el uranio enriquecido permaneció en un país en guerra, cuya minoría fundamentalista albanesa ha mantenido vínculos con la red terrorista Al Qaida de Osama bin Laden. Diversos informes de inteligencia muestran que durante el régimen de Slobodan Milosevic, hubo intentos por parte de Sadam Husein y Bin Laden de obtener el material. Si hubiera sido comprado o robado por los terroristas, habría resultado fácil elaborar con él dos o tres bombas similares a las arrojadas en Hiroshima. Tras el traslado, los rusos convirtieron el peligroso material en uranio apto para la utilización comercial.
Afirmar que la culminación exitosa del llamado “Proyecto Vinca” fue un logro de la administración Bush es sólo una verdad a medias. Este fue concebido mucho antes del derribo de las torres gemelas de Nueva York, pero incluso después de los atentados terroristas, los trámites burocráticos demoraron la misión por casi un año. Es cierto que es una historia con un final feliz, pero también sirve para ilustrar los peligros y las dificultades tras los intentos de colocar en un lugar seguro los elementos necesarios en la fabricación de bombas nucleares.
Tampoco es correcto cargar a Occidente con toda la culpa en los atrasos en la destrucción de materiales con potencialidad para construir bombas atómicas que están regados por el mundo. Durante años Rusia estuvo renuente a reconocer su responsabilidad en los materiales nucleares distribuidos durante la era soviética. En 1994 Estados Unidos tuvo que llevar a cabo una operación similar a la de Vinca en Kazajstán, pero sin la colaboración rusa. Fueron los ingleses y los norteamericanos los que en 1998 lograron trasladar materiales de ese tipo de la antigua república soviética de Georgia a Gran Bretaña. Hay que reconocer también que las buenas relaciones entre los presidentes norteamericano y ruso, que al comienzo de su primer mandato Bush estableció con Vladimir Putin, permitieron un notable avance en la colaboración para llevar a cabo estas misiones. Pero ello no basta para enfrentar los casos disímiles presentes en diversos países.
El Proyecto Vinca también indica los vínculos complejos entre los gobiernos y las empresas privadas en el mundo actual. En 1993 Estados Unidos estuvo de acuerdo en adquirir, para su uso pacífico, la mayor parte del uranio procedente de los misiles soviéticos desmantelados. Luego pasó a manos privadas el comprar el uranio, transformado en Rusia para su uso comercial. De esta forma, la puesta en práctica de un acuerdo estratégico por 20 años —denominado “De Megatones a Megavatios”— pasó a depender de los afanes lucrativos de un consorcio empresarial.
Si la privatización de la operación de compra del uranio enriquecido durante la época soviética muestra una cara de la intromisión de la industria privada en los asuntos de Estado, en el Proyecto Vinca también estuvo presente otra faceta del capital privado: la ayuda desinteresada a un plan gubernamental. Frente a la obtención de ganancias, el objetivo público.
Los serbios habían estaban de acuerdo desde hace tiempo en entregar el uranio, pero exigían a cambio que Estados Unidos se encargara de la labor de limpieza, a fin de borrar cualquier rastro de radioactividad. Sin embargo, el congreso norteamericano tiene estrictamente prohibido utilizar los fondos asignados a la eliminación de materiales necesarios en la fabricación de bombas nucleares en labores exclusivamente de “protección ambiental”. Fue necesaria la participación de un grupo no lucrativo, la Iniciativa contra la Amenaza Nuclear (NTI), dirigida por Ted Turner y el ex senador Sam Nunn. La NTI donó $5 millones para las labores de limpieza, e hizo posible la salida del uranio para Rusia.
Hay sin embargo, un elemento común que une a ambos tipos de participación privada —la lucrativa y la no lucrativa—en las funciones propias de un gobierno: la dependencia al capital privado, que desvirtúa una labor que el Estado, y sólo el Estado, debe llevar a cabo. Depender de la generosidad de los magnates para evitar un peligro nuclear es un acto suicida.
Más allá de una colaboración entre el sector público y el privado —con sus aspectos favorables y desfavorables— hay otra cuestión de singular importancia puesta de manifiesto por el Proyecto Vinca: las limitaciones que enfrenta la actual administración norteamericana. El establecimiento de un amplio sistema de cooperación internacional que facilite y agilice el colocar en un lugar seguro materiales tan peligrosos.
Estas limitaciones le son impuestas en parte por la legislación existente al respecto, pero también responde a la ideología de varios miembros prominentes de la actual administración. Las leyes vigentes hacen extremadamente difícil que Washington pueda expandir algunos de sus sistemas más efectivos de retirada de materiales nucleares, más allá de los territorios que conformaron la desaparecida Unión Soviética.
Fotografía: una imagen de un proyecto de simulación, creados por los departamento de Defensa y Energía, de una bomba de 10 kilotones que explota cerca de la Casa Blanca (Handout/MCT)

sábado, 31 de marzo de 2007

‘‘Mi pequeña Kraut''


La correspondencia entre Ernest Hemingway y Marlene Dietrich, quienes se conocieron a bordo de un crucero en 1934, detalla una compleja relación de coquetería que no ofrece ninguna evidencia nueva de que hayan sido amantes.
Treinta cartas escritas por Hemingway entre 1949 y 1953 a la actriz y cantante alemana, a quien Hemingway también llamaba ''Mi pequeña Kraut'' (que significa ''alemana'' y también ''cabeza cuadrada'', un término que suele usarse para referirse a los alemanes y que puede ser despectivo), se hicieron públicas por primera vez el jueves durante la exhibición de la Colección Ernest Hemingway en la Biblioteca y Museo Presidencial John F. Kennedy, informó la Associated Press.
En una carta fechada el 19 de junio de 1950, a las 4 de la mañana, el escritor y premio Nobel escribió: ''Te estás poniendo tan hermosa que tendrán que sacar fotografías de tu pasaporte de 9 pies de altura (2.7 metros). ¿Qué es lo que
realmente quieres hacer en tu vida? ¿Romper el corazón de todos por una moneda de diez centavos? Siempre podrías romper el mío por una de cinco centavos y yo pondría la moneda''.
El escritor defendió su amistad con la actriz sueca Ingrid Bergman en una misiva a Dietrich fechada el 23 de mayo de 1950.
''Sigue enojada todo lo que quieras. Pero detente en algún momento hija porque sólo hay una como tú en el mundo, y nunca jamás habrá otra, y me siento muy solo en este mundo cuando tú te enojas conmigo'', escribió.
''Amado Papá'', comenzó Dietrich una carta de 1951, ''creo que ya es hora de que te diga que pienso en ti constantemente. Leo tus cartas una y otra vez y hablo de ti con algunos hombres selectos. He cambiado tu foto a mi alcoba y la mayoría de las veces que la observo me siento bastante impotente'', decía.
Hemingway tenía 50 años y Dietrich 47 cuando comenzaron a escribirse. El le describió la relación a su amigo, el escritor A.E. Hotchner, diciendo que se enamoraron cuando se conocieron a bordo del Ile de France pero ''nunca hemos estado en la cama. Sorprendente pero cierto. Las víctimas de una pasión fuera de sincronía''.
Las cartas, que en ocasiones Hemingway concluía con un ''te mando un beso muy fuerte'', fueron donadas a la biblioteca en 2003 por la hija de Dietrich, María Riva, a condición que no fueran hechas públicas sino hasta ahora. El público puede ver las misivas haciendo una reservación.

Fotografías:
Ernest Hemingway le agradece a Marlene Dietrich, con un telegrama del 5 de marzo de 1955, un artículo que ella escribió sobre él en el Herald Tribune Magazine, titulado El hombre más interesante que he conocido.
Allen Goodrich, archivista de la Biblioteca John Fitzgerald Kennedy, abandona el salón de la Colección Ernest Hemingway, donde se puede ver una fotografía del escritor junto a la artista de cine Marlene Dietrich.
Cartas personales, fotografías y artículos de revistas escritos por y sobre Hemingway y Marlene Dietrich en exhibición como parte de la colección Ernest Hemingway de la Biblioteca John Fitzgerald Keendy, en Boston.
(Todas las fotos Stephan Savoia/AP)

viernes, 30 de marzo de 2007

La cruz de Celia


Affair in Havana es una película que no tiene que ver nada con la canción Havana Affair, donde los Ramones se burlan de la CIA, porque fue realizada en 1957 por un director de oficio como fue Lázló Benedek y sus actores principales son John Cassavetes y Raymond Burr. Sucede que el tema de la cinta es que un autor musical se enamora de la esposa de un inválido y sucede también que se desarrolla en La Habana y que en ella canta Celia Cruz.
Celia ya había participado en el cine antes —Una Gallega en La Habana es de 1955—, pero tuvo que esperar hasta The Mambo Kings, de 1992, para que la dejaran hablar en una película. Sucede también que su medio natural, que era el cine cubano, le estuvo vedado porque fue una exiliada. Así que cuando finalmente Celia pudo hablar en el cine tuvo que hacerlo en inglés, un idioma que siempre le fue ajeno.
Celia habló en la pantalla norteamericana, por primera vez, en un idioma extraño para ella. En este hecho simple se resume una historia de pesar y logros. Si alguien se atrevió a dejarla actuar no lo hizo pensando en sus cualidades interpretativas —cualidades que por otra parte demostró, tanto en el cine como en la televisión, con su naturalidad y carácter histriónico— sino porque era lo suficientemente famosa, y lo suficiente buena como artista, para contar con que el público le perdonaría el acento y cualquier torpeza. Pero podría parecer más extraño aún encontrar su presencia en los lugares más disímiles: en el concierto de Pavarotti y sus amigos en favor de Afganistán, en un programa especial de la serie infantil Sesame Street o en La Venganza de la Momia, una película de 1974. Por su parte, ella volvió al cine estadounidense en The Perez Family, de 1993, y además trabajó en novelas e infinidad de programas de la televisión hispana.
Es imposible encasillar a Celia más allá de decir que fue una gran cantante de música popular. Las etiquetas de “guarachera” y “reina de la salsa” no la definen por completo, porque nunca se negó a otros ritmos y otros ámbitos y al mismo tiempo siguió siendo siempre la misma. Su muerte es un duro golpe para el exilio cubano, ya que representó mejor que nadie lo mejor de ese exilio. Fue intransigente en su esencia más pura, pero al mismo tiempo no fue extremista e intolerante y vivió fuera de su país sin intentar el crossover, aunque manteniéndose al mismo tiempo abierta a los cambios musicales con una frescura y un entusiasmo que impidieron definirla como una voz que recordaba la Cuba de ayer porque lo único que se podía decir de ella sin temor a traicionarla es que era una refugiada cubana cantando por el mundo.
Esa presencia y actualidad de Celia debe disgustar mucho al régimen de Castro. No se lo perdonan ni aún muerta. La nota publicada en la sección Cultura del periódico Granma no puede ser más mezquina: dos párrafos. En uno se destaca su importancia artística. En otro su labor contrarrevolucionaria. Como suele ocurrir, el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba desperdicia palabras. Debían haber escrito: “Murió Celia Cruz. Era una gran artista, pero no era de los nuestros”. Es el mismo empeño de siempre: usurpar la nación a través del Estado. Celia trasciende las fronteras políticas porque es una gloria para Cuba, para el país, no para gobierno alguno. Lo demás es entereza moral: que se averguence Granma. La nota es mezquina además porque limita el papel de la artista a los Estados Unidos. Dice el periódico: “popularizó la música de nuestro país en Estados Unidos”, y por vileza o ignorancia o ambas omite el éxito de la cantante en países tan distantes como Finlandia, Argentina, Japón y España.
¿Por qué ese empecinamiento con Celia? No es sólo porque fue un “icono” del “enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida”. Hay más. Representó al exilio, a la Cuba de los años 50, pero ella misma superó esa imagen. Celia en realidad es un ejemplo de la otra Cuba, o mejor dicho: un ejemplo de la Cuba verdadera, no sólo de la Cuba posible. Durante muchos años su nombre fue borrado del panorama musical reconocido por el gobierno de la isla, y trataron de catalogarla como una figura del pasado, del país desaparecido tras el primero de enero de 1959. Celia, sin embargo, no se anquilosó en la guaracha prerrevolucionaria y saltó a la salsa y a cuanto ritmo surgió posteriormente y extendió su repertorio para incluir piezas latinoamericanas. Resultó el paradigma de las posibilidades de una música popular cubana que no tenía que aferrarse a glorias pasadas. Su muerte, a pocos días de diferencia de la de Compay Seguro, sirve para establecer un contraste que va más allá de las fronteras musicales.
No se trata de comparar artistas, aunque en justicia Celia supera al músico santiaguero en versatilidad, potencia y registros de voz y repertorio. Lo curioso —por no decir patético— es que Compay Segundo alcanzara la fama mundial casi a las puertas de la muerte, luego de vivir olvidado por muchos años, de haber abandonado su carrera musical por el oficio de tabaquero y de malgastar su talento tocando en recepciones protocolares donde nadie le prestaba atención. Su resurrección, que en nada resta valor a sus méritos interpretativos, fue un fenómeno tanto sociológico y político como musical: una vuelta al pasado. Al país que había olvidado a sus intérpretes de antaño —pese a la propaganda oficial en sentido contrario— llega un extranjero capaz de convertir a unas pocas empolvadas piezas de museo en máquinas de hacer dinero. El resto guarda más relación con el mito que con la calidad artística: el triunfo tras largos años de olvido, el camino de la pobreza a la fama, el renacer cuando todo parecía perdido.
La carrera de Celia fue todo lo contrario. No se limitó a ser una figura local. No se encerró en un restaurante o establecimiento de La Pequeña Habana, para cantar nostalgias a exiliados añorando la patria. Ni siquiera vivía en Miami. Era negra y no hablaba inglés y llegó a Estados Unidos y no optó por el camino más fácil que era quedarse en esta ciudad para vivir del recuerdo. Celia será siempre la imagen del exilio, pero de un exilio que mira hacia el futuro. Su verdadera grandeza no fue, sin embargo, triunfar. Su verdadera grandeza fue no olvidar: fue querer regresar a Cuba, pese a ser más famosa en el extranjero de lo que nunca hubiera sido sin tener que abandonar su país. Esa fue su cruz. ¿Debo decir también que su gloria?
Este artículo apareció publicado el viernes 18 de julio de 2003 en el periódico digital Encuentro en la red.

jueves, 22 de marzo de 2007

Es el petróleo, estúpido



No se preocupe por leer las informaciones sobre los preparativos para el conflicto bélico con Irak que aparecen a diario en la primera página de los periódicos. La guerra es inevitable. Olvídese del debate a favor o en contra, que sólo sirve para confundir. No piense que se trata de aniquilar a un enemigo, porque no es ése el objetivo de las bombas. Por ahí no vienen los tiros. Esta nación va a luchar para controlar o reducir el poder de unos cuantos “amigos”. Lo va a hacer de forma obstinada, ilógica e inmoral. Pero lo va a hacer porque no le queda más remedio.
Estados Unidos debe poner un freno a su dependencia del petróleo de Arabia Saudita y tiene que prepararse ante la posibilidad de un incremento en la producción de crudo ruso. Tiene que hacerlo para mantener su hegemonía. El derrocamiento de Saddam Hussein es un paso indispensable en este sentido. El problema radica en que no es el único. Tras la victoria debe venir la consolidación de un régimen democrático en Irak (casi imposible), la privatización de su industria petrolera (no tan difícil) y establecer una cuña para la eliminación de la OPEP (casi un sueño). Los “enemigos” fundamentales en esta guerra van a resultar entonces la propia Arabia Saudita, por supuesto que Irán, Rusia y en cierta medida toda Europa. Lo peor es que estos países lo saben. Lo peligroso es que pocos norteamericanos, incluso en el Gobierno y en el Congreso, están convencidos de ello.
El presidente George W. Bush tiene una oportunidad única con la lucha contra el terrorismo y parece no estar dispuesto a desaprovecharla. Por supuesto que mucho más racional hubiera sido abrir la geografía de la nación a una amplia explotación petrolera o desarrollar formas alternativas de energía y equipos y automóviles mucho más eficientes. Pero la política, la demagogia y el cabildeo lo impiden. Así que la nación está frente a frente ante la disyuntiva de una nueva guerra imperialista. De momento, oponerse a ella no tiene sentido. Primero hay que vender el SUV y apagar todas las luces. De lo contrario se corre el riesgo de ser considerado un hipócrita. Y lo que es peor: de serlo. De esta clase ya tenemos bastante con los ecologistas.
Hay un temor bien fundamentado. Para ganarlas, las guerras imperialistas hay que hacerlas a sangre y fuego. No se puede pensar en mandar a un grupo de rufianes por delante para que abran el camino. Dicha práctica no resultó en las montañas de Tora Bora, en Afganistán. Existe otra solución, que es lanzar un par de bombas atómicas, pero sólo un columnista serio, Carl Thomas, expresó este tipo de opinión meses atrás, por lo que parece que la idea no tiene mucho respaldo.
Este siglo arrastra una de las medidas con consecuencias más graves para la economía mundial adoptadas en el pasado: la nacionalización del petróleo. La Unión Soviética abrió un camino que por casi cien años ha resultado nefasto para el mundo. En 1920 el nuevo gobierno bolchevique, necesitado de divisas, inundó el mercado mundial del crudo, lo que produjo un descenso vertiginoso de los precios. Ello trajo como consecuencia que los grandes financieros y productores de Occidente se reunieran en un castillo escocés y crearan el primer cartel petrolero a nivel mundial. A finales de la década de los 50, la URSS se encontraba de nuevo desesperada por moneda dura, y echó mano al mismo recurso. Los países exportadores reaccionaron ante la amenaza soviética con una reunión en Bagdad, en septiembre de 1960, donde se decidió la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). En enero de 1961 la OPEP quedó oficialmente constituida. La integraron Irán, Irak, Kuwait, Arabia Saudita y Venezuela. Luego se han sumado otras naciones.
No fue hasta 1973 que la OPEP mostró poder para sacar de órbita a la economía mundial. En octubre de ese año se produjo la Guerra del Yom Kippur y los países árabes comenzaron a utilizar el petróleo como un “arma política”, para castigar a los países occidentales por su apoyo a Israel. Ese año el barril de crudo costaba $3.00. En 1980 su precio se había elevado a $30.00.
El petróleo como arma política no ha podido con Israel. Tampoco ha beneficiado a los ciudadanos de las naciones árabes, estancados en regímenes autoritarios que han perpetuado la ignorancia y la miseria de que se nutren los grupos terroristas. Para cambiar esta situación, la lógica indica comenzar la guerra por Arabia Saudita, pero los gobernantes jamás se guían por la lógica. En cualquier caso, Hussein es despreciable salvo como objetivo de un misil. Así que hay que matarlo, privatizar el petróleo y acabar con la OPEP. Si alguien encuentra lo anterior cínico o ilusorio, ¿me podría explicar entonces por qué el Presidente quiere llevar esta nación a la guerra?
Published: Friday, August 30, 2002
Section: Perspectiva
Page: 25A
El Nuevo Herald
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Sangre por petróleo



No se trata sólo de exterminar a Sadam Husein para poner fin a la amenaza que éste representa para la humanidad. Hay otra justificación de la que el gobierno de George W. Bush no habla. Tiene nombre y no es un nombre grato a los oídos republicanos, pero su vigencia va más allá de su autor. Es la Doctrina Carter.
En 1980 —y durante el Discurso de la Unión que cada año el mandatario norteamericano debe rendir a la nación y al Congreso—, el entonces presidente Jimmy Carter formuló de una manera explícita lo que por largo tiempo había constituido un principio de la política exterior y la estrategia militar del país: cualquier campaña hostil para impedir el flujo del petróleo del Golfo Pérsico sería considerado “un asalto a los intereses vitales de Estados Unidos” y rechazado “por cualquier medio necesario, incluso la fuerza militar”. Tal principio surgió para detener el expansionismo soviético en la región, pero ha perdurado más allá de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS): sirvió para justificar la intervención estadounidense en 1991, así como el mantenimiento de una presencia militar cada vez más poderosa en la zona.
Si el gobierno de Bush no ha recurrido a la Doctrina Carter, en sus explicaciones para justificar la guerra que prepara contra Husein, no es sólo por no invocar el legado demócrata, sino porque le está otorgando una proyección futura. No se trata de que en estos momentos exista una amenaza grave al flujo de crudo; es más bien un peligro latente, que va en contra de la hegemonía mundial norteamericana. Curiosamente, como se verá más adelante, Rusia vuelve a jugar un papel primordial en este peligro.
Hay otras razones. Una discusión al respecto pondría en evidencia lo poco que ha hecho —o piensa hacer— esta nación para limitar su dependencia al combustible que se produce en una de las áreas más explosivas del planeta. Dependencia que no es responsabilidad de la actual administración, pero cuyo análisis descubriría que el conflicto bélico no sólo va a estar dirigido contra un conocido enemigo: varios países amigos también están en la mira. Ambos aspectos, sin embargo, palidecen al lado del peligro político que implica decir a las claras que la nación está dispuesta a pagar una cuota de sangre a cambio de mantener una política energética que hace poco por estimular el ahorro o las formas alternativas de energías, al tiempo que alienta el consumo —y a veces hasta el despilfarro— energético.
La demanda de petróleo aumenta a diario en los Estados Unidos. Más allá de las fluctuaciones temporales —producidas por los cambios climáticos, el estado de la economía, diversos factores bursátiles y la política de precios de la OPEP— no se pronostica una disminución a largo plazo del consumo. Es más, la política energética actual no está enfocada hacia una utilización más provechosa del combustible; se basa en la búsqueda de mayores fuentes del mismo. Para el 2020, de acuerdo a las cifras del Departamento de Energía, la nación necesitará importar 17 millones de barriles de petróleo por día, seis millones más de los que se requieren diariamente en la actualidad. La oposición para aumentar la exploración de nuevos yacimientos y la explotación nacional —una oposición que, hay que decirlo, es utilizada también de forma demagógica e hipócrita por muchos grupos ecologistas— hace que desde el punto de vista político el Presidente prefiera buscar el combustible en el exterior antes que poner aún más en peligro los votos de un segmento de la población que ya de por sí no le es favorable.
Estados Unidos satisface una parte de sus necesidades petroleras de los yacimientos situados en Latinoamérica, Africa, Rusia y el mar Caspio. Pero al igual que ocurre en el seno de la Organización Internacional de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el Medio Oriente continúa marcando la pauta. De acuerdo al informe sobre política energética nacional —emitido en mayo del 2001 y conocido como “Informe Cheney”, por el papel clave que tuvo en su elaboración el vicepresidente—, “bajo cualquier estimado el petróleo producido en el Medio Oriente continuará siendo clave para la seguridad petrolera mundial”, y de esta forma permanecerá como “un foco fundamental de la política energética internacional de Estados Unidos”. Un factor fundamental es que las mayores reservas mundiales se encuentran en Arabia Saudi. Luego viene Irak, que teóricamente ocupa un distante segundo lugar, aunque se especula que sus reservas son mayores que el estimado actual de 112,000 millones de barriles y alcanzan los 330,000 millones. A esto se añade que las vastas áreas de territorios iraquíes no explorados hacen pensar que en su suelo realmente se concentra la mayor cantidad de crudo sin explotar existente bajo tierra.
De hecho, de acuerdo a The Washington Post, en estos momentos Irak suministra a Estados Unidos unos 800,000 barriles por día, o cerca del nueve por ciento de las importaciones norteamericanas (la compra no se hace de forma directa, sino mediante intermediarios que comercian con el crudo de Bagdad bajo la supervisión de las Naciones Unidas, de acuerdo al programa de petróleo por alimentos).
El papel del crudo del Medio Oriente, como un elemento importante a la hora de explicar las intenciones de la administración norteamericana con respecto al régimen de Irak, no se derivan sólo de los estrechos vínculos de la Casa Blanca con la industria petrolera. Tampoco es la razón única para lanzar al ataque, pero si es posible que sea la causa final que yace tras una serie de motivos.
El tema de Irak no alcanzó prominencia en la campaña presidencial. Tras los atentados terroristas de septiembre del año pasado, de inmediato comenzó a especularse sobre la posible vinculación de Husein con los acontecimientos, pero hasta el momento la administración no mostrado pruebas concluyentes, e incluso no hace referencia a ello.
El giro del gobierno norteamericano —que ahora tiene centrada su atención en Irak mientras aún continúan muchos problemas pendientes en Afganistán y otros frentes de la lucha antiterrorista— parece obedecer a varios factores: una forma de encubrir los errores de una guerra en que no produjo la captura o la muerte confirmada de los principales cabecillas, el fracaso en poder determinar la ubicación y el destino de Osama bin Laden, las presiones en favor del ataque de grupos neoconservadores, tanto republicanos como demócratas, la alianza entre el fundamentalismo cristiano y los radicales sionistas, y hasta la necesidad sicológica de terminar un asunto pendiente (resuelto a medias por el padre del actual mandatario y en el que participaron prominentes figuras cuyo poder y preponderancia en el gobierno se ha fortalecido).
Ninguno de estos factores omite un hecho real: hay una diferencia fundamental entre Husein y otros dictadores, que también merecen ser derrocados: él ha demostrado una falta total de escrúpulos a la hora de usar armas de exterminio masivo, prohibidas por los acuerdos internacionales. Lo hizo en la guerra contra Irán y volvió a hacerlo contra los kurdos. Cuando el presidente Bush dice que Husein representa un peligro real para la humanidad está en lo cierto. Pero a la hora de analizar la forma de llevar a cabo las acciones contra Bagdad, y de medir las consecuencias de una invasión a gran escala, las opciones se tornan sumamente complejas y peligrosas.
Peligrosas porque una guerra con Irak puede tener consecuencias catastróficas. El gobierno de Ariel Sharon favorece la guerra, pero los habitantes de Israel estarían entre las víctimas más afectadas. Si en 1991 Husein no se detuvo a la hora de lanzar 39 misiles Scud contra Israel (e incluso se cree, según la revista The New Republic, que tenía preparados otros 25 con cabezas portadoras de gérmenes letales), ahora cuenta con la alianza de los grupos terroristas palestinos, lo que le abre la posibilidad de lanzar una guerra química y bacteriológica contra ese país sin tener que recurrir a los cohetes. No es difícil imaginar los resultados de una acción de este tipo bajo el gobierno guerrero de Sharon. La respuesta justificada de Israel, que incluso posee armas nucleares, podría extender la guerra a toda la región.
Complejas porque hay en juego otros intereses, además de la seguridad de la zona y el suministro de crudo a los Estados Unidos. Irak ha firmado acuerdos para el desarrollo de su industria petrolera con varias firmas de diversos países. Entre las compañías involucradas con la explotación de yacimientos, en una zona donde se cree hay 44,000 millones de barriles de crudo, están las europeas ENI y TotalFinaElf, así como Lukoil de Rusia y la Compañía Nacional de Petróleo de China.
El 18 de agosto se anunció que Irak y Rusia están a punto de firmar un plan de cooperación por $40,000 millones. Dicho plan podría enfrentar a Moscú con Washington, de producirse una guerra. Por su parte, el presidente ruso Vladimir Putin ha afirmado la intención de su país de volver a ocupar un lugar prominente en el mercado de armas. Según un cable de abril de la Agence France Presse, para aumentar sus ventas Moscú “debe consagrase a países como Irán, Irak y Libia”, de acuerdo al experto militar Alex Vatanka, del Jane’s Defense Reaserch Group, de Londres.
Todo ello coloca a la administración de Bush en una posición sumamente delicada: ante la posibilidad de una guerra donde los aliados como Israel pueden verse implicados de forma peligrosa, y los países “amigos” como Rusia colocados en una disyuntiva difícil, en que sus intereses económicos terminarán por enfrentarlos a los Estados Unidos (si no militarmente al menos desde el punto de vista político). Hasta el momento, y salvo Gran Bretaña, las naciones europeas tampoco demuestran ser fáciles de convencer a la hora de sumarse a la lucha.
Nada garantiza tampoco, en este panorama sombrío, que tras la derrota de Husein, los Estados Unidos logren de forma permanente un suministro estable de crudo procedente de Bagdad, a no ser que convierta al país en un protectorado, con las consecuencias políticas que ello implica. Por lo pronto, y en el mejor de los casos, la recuperación del mercado petrolero iraquí no se logrará hasta el 2008. Y aunque los expertos vaticinan que si el conflicto no se extiende el alza inmediata que se producirá en el combustible disminuirá en pocos meses, la situación de inseguridad creada en torno al debate sobre la guerra ya ha aumentado, en un promedio de 15 centavos de dólar, el precio de la gasolina. Como consecuencia, ya el ciudadano norteamericano ha comenzado a pagar con su sudor el precio del conflicto. Cada día hay menos esperanzas de que no llegue el día de que pague también con su sangre.
Fotografía superior: el soldado Pablo Rivas, de origen cubano, a su regreso de Irak junto a otros 104 marines. Rivas es abrazado por su mama Maricela Vitón y su herrmana Jessica Arzola, durante el encuentro realizado en el Reserve Cennter de la 18650 NW 62 Ave. (Roberto Koltún/El Nuevo Herald).
Fotografía medio izquierda: niños iraquíes limpian la calle después de que un proyectil de mortero estallara el viernes 24 de septiembre de 2004 en una concurrida plaza del centro de Bagdad, Irak. (Mohamed Messara/EFE)
Fotografía inferior: una niña con inscripciones en sus manos participa de una manifestacion en Ciudad de Mexico, el 15 de marzo de 2003, en dirección a la embajada de Estados Unidos en Mexico. Miles de personas se manifestaron entonces contra una posible guerra de Estados Unidos y sus aliados a Irak, congregados por el segundo llamado por la paz del Foro Social Mundial. (Jorge Uzón/AFP)
Este artículo apareció originalmente el 17 de septiembre de 2002 en Encuentro en la red, con el título
Sangre por oro... negro.

Oro negro, oro nazi


“Irak no pondrá el petróleo en manos extranjeras”. Lo dice Kamir M. al-Gailani, el ministro de Finanzas del gobierno provisional iraquí creado por Estados Unidos. La declaración parece destinada a silenciar las voces que afirman que los soldados norteamericanos fueron enviados a luchar y a morir por las reservas petroleras del país árabe, las mayores después de Arabia Saudí. “Nuestro objetivo es simple: promover el crecimiento de la economía y elevar el nivel de vida de todos los iraquíes a la mayor brevedad posible”, agrega el flamante funcionario según un cable de la Associated Press.
No tan simple.
Los hechos y la historia hacen dudar de una visión tan esperanzadora. Hasta el momento, todo apunta hacia una realidad completamente opuesta. Las mayores ganancias de la guerra en Irak irán a manos de las grandes corporaciones. No resultarán en beneficio de los ciudadanos norteamericanos, las clases media baja y trabajadora, que continúan poniendo los muertos y tendrán que pagar por varias generaciones los gastos excesivos de la reconstrucción. Tampoco redundarán en un futuro promisorio para el pueblo iraquí, que si bien se ha librado de un tirano enfrenta un futuro de caos e incertidumbre.
Basta con mirar a los nombres de las principales compañías que han logrado acuerdos millonarios luego de la invasión. El historial de dos de ellas deja poco espacio a la esperanza. Mediante un procedimiento de licitación limitada a unas cuantas empresas, la corporación Bechtel recibió un contrato de $680 millones para reconstruir Irak. A otra firma, Halliburton, se le ha asignado un papel clave en la puesta en marcha de la deteriorada industria petrolera, además de concesiones a sus subsidiarias para brindar apoyo logístico a las tropas. Ello permitirá que esta última compañía —de la que el vicepresidente Dick Cheney formó parte del consejo de dirección antes de trasladarse a la Casa Blanca— reciba $7,000 millones en contratos petroleros y unos cuantos millones de dólares adicionales para el abastecimiento militar de unos fondos del gobierno —que cada vez dependen más de quienes trabajan por un salario y menos de los ingresos de la clase acomodada, la principal beneficiada de las reformas fiscales impuestas por la administración republicana durante los dos últimos años. La afirmación anterior puede parece populista, pero no por ello deja de ser cierta: la guerra la han hecho y la van a pagar los asalariados a beneficio de los ricos.
Se ha hablado mucho de los vínculos de Halliburton con el gobierno actual. El historial de la Bechtel es menos conocido, aunque en determinados momentos el nombre de esta compañía ha aparecido en la prensa asociado a las altas esferas de Washington. Recordar ahora uno de los casos más notorios en que se vio envuelta esta corporación sirve de ejemplo del afán de manipulación política que ha caracterizado al gobierno de George W. Bush desde su llegada al poder.
Al igual que el resto de las grandes corporaciones norteamericanas, la historia de la Bechtel ejemplifica el modo de vida norteamericano a la hora de hacer negocios. La firma que desempeñará un papel fundamental en la creación de un nuevo Irak tuvo un origen humilde. Fundada en 1898 por Warren A. Bechtel, un arriero contratado para brindar servicio al sistema ferroviario en el territorio de Oklahoma, la compañía ha crecido hasta convertirse en un consorcio multinacional con 900 proyectos en unas 60 naciones y 47,000 empleados.
La entrada de Bechtel en Irak se remonta a 1950, cuando sus servicios fueron requeridos por la Compañía Petrolera Iraquí para construir un oleoducto de 556 millas, que trasladara el crudo de los campos en Kirkuk hasta el puerto de Baniyas en Siria. Luego, en los años 80, fue el principal contratista para la edificación de PC1 y PC2, dos plantas petroquímicas con capacidad dual para fabricar armamentos. En marzo de 1982, el gobierno sirio cerró el oleoducto como una muestra de solidaridad con Irán, cuyo gobierno fundamentalista islámico se encontraba enfrascado en una guerra sangrienta con Sadam Husein. A partir de agosto de 1981, la agencia de noticias iraní comenzó a informar de que Husein estaba empleando armas químicas en el conflicto. Los aviones iraquíes arrojaron al menos 13,000 bombas químicas desde 1983 a 1988. Entre los meses de octubre y noviembre de 1983, el gobierno iraní denunció que Irak estaba realizando ataques aéreos y terrestres con bombas químicas. Nada de esto detuvo al Departamento de Estado norteamericano en la negociación de un acuerdo para construir otro oleoducto, desde Irak hasta Jordania. El presidente en aquel entonces era Ronald Reagan. La compañía encargada de realizar la obra era la Bechtel. El enviado norteamericano para negociar el acuerdo fue Donald Rumsfeld.
Lo ocurrido entonces aparece documentado en una investigación dirigida por Jim Vallette: Crude Vision: How Oil Interests Obscured US Government Focus On Chemical Weapons Use by Saddam Hussein, realizada con documentos que se encuentran en el Archivo Nacional y en el Archivo Nacional de Seguridad, que he utilizado como fuente de datos, al igual que informaciones aparecidas en el periódico The New York Times y divulgadas por la Associated Press.
Para un hombre que ha afirmado en reiteradas ocasiones que la guerra de Irak no tuvo nada que ver con el petróleo, sino con la capacidad y la intención de Husein de usar armas de destrucción masiva —algo que ya había hecho con anterioridad, incluso contra su propio pueblo— la visita de Rumsfeld a Irak en 1983 arroja una sombra de duda. El ha insistido que se trató de una misión de paz, pero los documentos muestran que la construcción del oleoducto fue el objetivo principal. “Saqué a colación el asunto del oleoducto hasta Jordania, [el primer ministro Tariq Aziz] dijo que estaba familiarizado con la propuesta”. Estas son palabras del ahora secretario de Defensa, y artífice de la invasión, según aparecen citadas en un documento del Departamento de Estado sobre la reunión.
La realización de un oleoducto que llevara el crudo iraquí hasta el golfo de Aqaba, en Jordania, era de importancia fundamental para Estados Unidos, ya que esta ruta, que pasaba a través del mar Rojo, dejaba fuera al golfo Pérsico y al estrecho de Hormuz, donde se estaba desarrollando la “guerra de tanqueros”, que amenazaba el flujo de combustible con el hundimiento de buques petroleros por parte de Irak e Irán. Rumsfeld se reunió con Husein y también con Aziz, pero en ninguno de estos encuentros dijo una palabra sobre el empleo de armas químicas por parte del régimen iraquí. La cita con Aziz se celebró el mismo día que un panel de Naciones Unidas concluyó, de forma unánime, que Irak había atacado con municiones químicas a las tropas iraníes. Aunque cuatro días después el Departamento de Estado condenó oficialmente a Irak por el uso de armas químicas, presionó al Banco de Exportación-Importación de Estados Unidos para que se le otorgaran préstamos a corto plazo a esta nación para la construcción del oleoducto. En la práctica, la crítica se limitó a pedirle a los iraquíes que no adquirieran más armamento químico para no colocar a Estados Unidos en “una situación embarazosa”. La conclusión que arroja la lectura de los documentos y memorandos de aquellos años es clara: El oleoducto nunca se construyó. Algunos consideran que fue un error que posteriormente le costó muy caro a Husein. El dictador iraquí rechazó la idea ante el temor de que éste fuera blanco de un ataque israelí. También consideró excesivo el precio de $2,000 millones que pedía Bechtel, y se limitó a establecer conexiones con oleoductos en Turquía y Arabia Saudí para evitar el estrecho de Hormuz.
Para solucionar el temor iraquí ante un ataque israelí, el millonario Bruce Rapador, amigo del primer ministro Simón Peres, trató de negociar un acuerdo con Bechtel que le garantizara un diez por ciento de descuento en el precio del petróleo y que estas ganancias fueran destinadas al partido laborista. Peres estuvo de acuerdo en garantizar que Israel no atacaría la obra si no mediaba una “agresión no provocada”. A Irak no le bastó con ello y quiso obtener una confirmación irrestricta de Washington. Rapador trató de buscar el apoyo norteamericano a través del secretario de Justicia, Edwin Meese. Los promotores del oleoducto contrataron a James Schlesinger —ex secretario de Energía, ex secretario de Defensa durante las administraciones de Ford y Nixon y ex director de la CIA— y a William B. Clark —ex asesor de Seguridad Nacional bajo el gobierno de Reagan. La renuncia de Robert McFarlane como asesor de Seguridad Nacional fue otro golpe contra el financiamiento de la obra. El 31 de diciembre de 1985, Irak y Jordania rechazaron definitivamente la construcción del oleoducto. Tres años después, bajo escrutinio entre otros aspectos por su participación en los arreglos para financiar la obra, Meese se vio obligado a renunciar. En febrero de 1998, Rumsfeld, McFarlane y Clark, entre otros, firmaron una declaración condenando el uso de armas químicas por parte del régimen de Husein.
El dictador iraquí rechazó el plan para la construcción del oleoducto de Aqaba dos años después de que Rumsfeld le presentara la propuesta. Fue el último intento por parte de las compañías norteamericanas de participar en la industria petrolera iraquí. Pero hasta la invasión de Kuwait, en 1990, Bechtel continuó colaborando en proyectos con el gobierno de Husein. En 1988, la compañía firmó un contrato con “Alí el Químico” —acusado de gasear a miles de kurdos— para construir un complejo industrial petroquímico al sur de Bagdad. Este complejo, también poseía la capacidad dual de las plantas anteriores, De hecho, en su informe a Naciones Unidas del pasado año, Husein señaló a Bechtel como una de las principales corporaciones suministradoras de tecnología para la fabricación de armamento químico. La construcción se interrumpió cuando las tropas iraquíes entraron en Kuwait, y las fuerzas de seguridad de Husein detuvieron y luego deportaron a cientos de empleados de la firma, cuyo último empleado abandonó Irak en diciembre de 1990.
Bechtel no está sola en este terreno. Entre 1998 y 1999, y bajo la dirección de Cheney, Halliburton realizó ventas a Irak por valor de $23 millones a través de sus subsidiarias en Europa, según un informe publicado en el Financial Times de noviembre de 2000.
De todas las conexiones que Bechtel ha mantenido con la cúpula del poder estadounidense, sus vínculos con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) son quizá los más importantes. En Friends in High Places: The Bechtel Story, Leon McCartney presenta los estrechos lazos surgidos entre la CIA y Bechtel en los años 50. Steve Bechtel, ex CEO de la firma, mantuvo una estrecha relación con el entonces subdirector de la CIA, Allen Dulles, quien actuó como enlace entre la agencia y el Consejo Empresarial.
Hay que tener en cuenta estas relaciones estrechas con la CIA para comprender el poderoso vínculo entre Bechtel y la actual administración. La relación de la familia Bush con la agencia de inteligencia norteamericana no se limita al hecho de que el ex presidente George Bush fue director de ésta. Fue precisamente Allen Dulles el abogado contratado por el abuelo del actual mandatario para ocultar sus negocios con el nazismo. Bush padre pagaría por este error: hizo lo posible por distanciarse de ese pasado y salvar el honor familiar: abandonó sus planes para entrar en Yale y se enlistó en el ejercito norteamericano poco antes de que parte de la fortuna familiar fuera intervenida por el gobierno de Franklin D. Roosevelt, bajo la ley de comercio con el enemigo.
La “mala fortuna” de Prescott Bush fue que su suegro lo hiciera vicepresidente de la Union Banking Corporation, una firma que vendió más de $50 millones de bonos alemanes a inversionistas norteamericanos. No fue la única empresa norteamericana dedicada a financiar la Alemania nazi, pero tuvo una característica muy especial: uno de sus fundadores fue el empresario en la industria del acero Fritz Thyssen, el hombre que donó $25,000 a Adolf Hitler cuando éste no era más que un bullero y cuyo dinero permitió la supervivencia del naciente Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (Thyssen más tarde escribiría un libro sobre el tema: Yo financié a Hitler).
Según la obra George Bush: The Unauthorized Biography, de Webster G. Tarpely y Anton Cheitkin, Thyssen se incorporó al partido nazi y se convirtió en un de los miembros más poderosos de la maquinaria de guerra del nazismo, lo que derivó en grandes utilidades para los inversionistas norteamericanos. Cuando Hitler invadió Polonia, una acería que Thyssen poseía en el país pasó a ser operada con fuerza de trabajo esclavo procedente de Auschwitz. Luego Thyssen se retiró de las dos corporaciones financieras de las que Prescott Bush era vicepresidente (Union Banking Corporation y Harriman Investment). El abuelo del presidente Bush prosiguió con estos negocios hasta octubre de 1942. Si bien nunca fue encausado, el gobierno norteamericano confiscó sus acciones. Continuó al frente de las firmas, pero bajo estrecha supervisión gubernamental. En 1943, Prescott Bush renunció a su puesto y se convirtió en chairman del Fondo Nacional para la Guerra. Con la caída del nazismo, Thyssen fue arrestado y tuvo que pagar una indemnización por sus delitos. A su muerte, en 1951, el gobierno de Estados Unidos levantó la confiscación y los inversionistas norteamericanos pudieron vender tranquilamente sus acciones.
Espero que quien haya resistido hasta aquí la lectura se quede con un sabor amargo. Los negocios no tienen ideología o tienen simplemente la ideología de hacer negocios. Bechtel, Halliburton y los Bush no están solos. No es un problema de partido político. Si las principales compañías beneficiadas con los contratos de reconstrucción se encuentran entre los mayores contribuyentes al Partido Republicano, es porque los republicanos están en el poder. Nada garantiza que los demócratas no hubieran hecho lo mismo. Tampoco Estados Unidos es el único país que hace negocios con dictadores. En el caso de Irak, Francia, Rusia y China mantuvieron acuerdos con Husein a sabiendas de su predilección por las armas químicas. Pero lo que sí debería cambiar es el comportamiento del votante. El impulso banal a votar por el candidato que mejor luce ante las cámaras, “el tipo con el que saldría de pesquería o me tomaría una cerveza” y el guiarse por unos anuncios políticos machacones y el apoyo de un actor o vedette son parte de la indolencia que acarrea toda democracia. Una indolencia que contribuye a la riqueza y a la miseria.
Fotografía superior: el presidente George W. Bush se reúne con el príncipe saudita Abdullah Monday, en el rancho de Bush en Crawford, Texas, el 25 de abril de 2005. (Eric Draper/AP/Casa Blanca)
Fotografía medio derecha: un marine pasa junto a una estatua destruida de Sadam Husein en Bagdad, el 10 de abril de 2003. (Patrick Baz/AFP)
Fotografía medio izquierda: el entonces presidente George Bush saluda a las tropas en un campamento del desierto, en la zona oriental de Arabia Saudita, el 23 de noviembre de 1990, durante una visita por el Día de Acción de Gracias, (J. Scott Applewhite/AP)
Fotografía inferior derecha: el ex presidente George W. Bush saluda después de un lanzamiento en paracaídas en Yuma, Arizona, el 25 de marzo de 1997. (Mike Nelson/AP)
Este artículo apareció originalmente y con el mismo título en
Encuentro en la red, el 26 de enero de 2004.

jueves, 8 de marzo de 2007

¿Cambio o fin de la radio cubana?




Para la radio del exilio ha llegado la hora decisiva. El momento no es de cambio sino de renovación o fin, y todo parece indicar que lo que se avecina es quizá la palabra más repudiada por algunos de los protagonistas del micrófono: una revolución.
Pero no será una transformación para alterar el justo valor de las cosas sino todo lo contrario. Lo que está experimentando la radio exiliada en estos momentos es un proceso de ajuste que terminará por colocarla en su justa dimensión, y que pondrá fin a una función hipertrofiada, que por años cumplió ese medio de difusión, más por las condiciones especiales en que surgió, al servicio de una audiencia exiliada en un país con una cultura y un idioma diferentes, y con un marcado carácter militante de lucha política, que por su desarrollo y capacidad orientadora e informativa propia.
Mal o bien, o mal y bien, la radio cubana ya cumplió su papel como factor aglutinador de un exilio monolítico que ha dejado de serlo, y como propagandista de una lucha armada que desde hace años es prácticamente inexistente. Su crisis actual es sobre todo una crisis de identidad, porque ya no refleja la diversidad que caracteriza al exilio actual. Una serie de factores --su propio éxito en un momento dado, lo que atrajo a los grandes inversionistas; la diversificación étnica de Miami; la disminución, por envejecimiento y muerte, de su principal audiencia-- han contribuido a su crisis actual, pero la razón principal de la debacle es su incapacidad para renovarse: el aferrarse a su imagen tradicional se ha convertido en su talón de Aquiles, y el hecho es simple: nos guste o no nos guste, el anticastrismo ha dejado de ser rentable.
Despojos de un enclave
De The Jazz Singer (1927) a La Bamba (1987), la lección del cine norteamericano es la misma: el triunfo del inmigrante o hijo de inmigrante es mayor a medida que más se integra al país de adopción. Cuando un visitante recorre La Pequeña Habana en la actualidad, asiste a los despojos de un enclave cubano, donde los nombres de los establecimientos pretendieron perpetuar una ciudad perdida. Pero no son ruinas producto del fracaso sino del triunfo. Los logros de los cubanos, su expansión a toda la ciudad, ha significado en parte la pérdida de una identidad estereotipada y generalizada. El comercio o negocio que nació orientado a brindar servicios a sus compatriotas recién llegados se ha convertido en parte de una red más amplia, sobrevive gracias a otros inmigrantes, posiblemente provenientes de otros países, o desapareció. Estos cambios han afectado a la radio cubana, no sólo en su base de anunciantes (como los enfermos, ésta cada vez depende más de los servicios médicos, y en última instancia del Medicare y Medicaid), sino también en su audiencia: en su mayoría, tanto los nuevos inmigrantes como los hijos y nietos de los que llegaron primero no se ven reflejados en estas emisoras. Pero más que nada, la radio del exilio ha sido víctima de su propia soberbia, al pretender imponer una visión idealizada de la Cuba de los años 50 en la amplia gama de refugiados que en la actualidad viven en la Florida. Algún que otro programa, como el de Agustín Tamargo, constituye la excepción de la regla, pero por la cultura, la vitalidad y la independencia de su director.
Mundo irreal
Hasta hace pocos años, varias emisoras del exilio vivían en un mundo irreal: podían permitirse el lujo de enviar corresponsales cuando surgía un conflicto internacional, al igual que las grandes cadenas periodísticas; nunca se detenían mucho en las diferencias imprescindibles que existen entre una información y una opinión; fabricaban rumores y manipulaban a su antojo a los oyentes; eran capaces de organizar en breves horas actos de rechazo a diversos artistas según los consideraran favorables o no a su línea de pensamiento e imponían candidatos políticos. La radio fue y todavía será por un tiempo la gran fuente de catarsis, donde se descargan odios, envidias, frustraciones y todo tipo de ansiedades en un exilio demasiado largo. Por muchos años, trató de acomodar las noticias sobre Cuba a su conveniencia, y atacar al mensajero cuando el mensaje no era de su agrado.
Era agradable oírla: el fin de nuestras vicisitudes como exiliados estaba cerca y aquello se hundía irremediablemente: en parte acertaban, pero al final la victoria ha resultado sorpresiva e imprecisa y el triunfo final sobre el castrismo es una larga agonía. Todo esto está cambiado, y ello no significaba una conspiración en contra del exilio o una pérdida de poder de los cubanos. Es más bien otro reflejo de lo logrado por una comunidad que, tanto en aquéllos que desean asimilarse como en quienes quieren conservar su identidad, se independiza del control de unos pocos que pretendieron -y aún pretenden- dominarla a su antojo. Es parte de una crisis de crecimiento, en un medio que irremediable, con el tiempo ha tenido que convertirse en más profesional y menos dogmático.
En el futuro la radio cubana no sólo expresará los intereses e ideales de los que persisten en un enfrentamiento armado con el gobierno cubano -y bienvenidos sean para ellos nuevos maratones- o de quienes hacen de la perorata en contra de Castro el pan nuestro de cada día. Es posible que tendrá programas de orientación anodinos y tontos como los de todas las emisoras radiales norteamericanas, programas deportivos y de entretenimiento. En fin, contribuirá a embobecernos entre jornada y jornada laboral. Es un destino mediocre y poco glorioso para un medio de difusión, pero preferible a escuchar a toda hora esos generales de micrófono y todo ese odio e ignorancia incubados a media noche. Que aún no se han puesto las botas los que tanto arengan a las marchas.
Publicado el lunes 24 de Noviembre de 1997.
Fotografía de Pedro Portal.
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martes, 27 de febrero de 2007

Cuba corrupta



Tres corrientes conforman el desarrollo de Cuba como nación desde la Colonia hasta nuestros días: una actitud intelectual y antidogmática, que de los primeros afanes independentistas a hoy siempre se ha propuesto la creación de un país libre de los males que afectan a las naciones vecinas; una capacidad empresarial y pragmática capaz de sacarle provecho a cualquier situación, que irremediablemente ha sabido vadear las situaciones de inestabilidad social y sacar provecho de ellas, asegurándose de tener colocadas sus fichas en ambos lados del tablero político, y una vocación emocional siempre dispuesta a la acción, que se guía por principios o prejuicios, y que ha producido las páginas más heroicas y los errores más costosos de nuestra historia.
Estas tres corrientes confluyen en dos de los elementos que con mayor fuerza van a caracterizar la marcha cotidiana de los acontecimientos en el país desde los años de su formación: la corrupción política y económica y el sacrificio del ciudadano promedio.
Desde la colonización de Cuba, la corrupción se expresa en dos formas determinantes que son los ejes sobre los que va a girar todo el conflicto independentista: corrupción económica dada por la necesidad de explotación de una fuerza de labor esclava que realice la tarea fundamental sobre la que se basa la vida económica, y que a la vez se mantenga al margen de la escena nacional, y por otra parte corrupción administrativa derivada de una situación de rígido control económico, y de una virtual bancarrota del país. La lucha contra la corrupción colonial va a confundirse en muchas ocasiones con los afanes independentistas. El proceso de independencia cubano no es nunca una lucha contra los españoles al estilo de las guerras anticoloniales de América Central y del Sur, sino un combate por la purificación del país y la abolición de los frenos al desarrollo económico.
Los intelectuales cubanos del siglo XIX comprenden esta situación y se sienten impulsados por una fuerte necesidad de cambio, pero al principio no aprueban la vía armada. Realizan su labor en dos grandes frentes: el análisis social y la enseñanza. Su labor es admirable en ambos. Aspiran a una evolución no a una revolución. Al final, son empujados al independentismo por la incapacidad de renovación de España, pero tendrán que arrastrar su propia culpa: la antigua incapacidad de asimilar en toda su plenitud el papel del negro en la formación de la nación. José Martí es en este sentido el paradigma y la excepción: el líder político que lanza la lucha independentista bajo una plataforma política de participación popular, con plena integración de los negros y mulatos; el patriota que logra organizar la insurrección en el exilio y que crea las bases de un cabildeo eficaz en Washington en favor de la causa cubana; el intelectual que abandona la labor literaria por la lucha armada para en esos momentos precisamente escribir su mejor libro, que es su Diario de campaña; el político que concibe la lucha con astucia y sagacidad para lanzarse al combate a morir con inocencia torpe; el intelectual que rompe el molde de la espera y la lucubración teórica para entregarse a una febril labor conspirativa; el héroe que desde su muerte nos entregan todos los días en forma de molde único y que en realidad es una figura escurridiza como pocas.
Frente a la agudeza de los intelectuales del siglo XIX cubano y el heroísmo de los combatientes, los intereses comerciales, sobre todo los dueños de grandes plantaciones e ingenios azucareros, colocan con acierto sus fondos aquí y allá, impidiendo en la primera contienda que la guerra se extienda al occidente de la isla y consiguiendo que nunca la zafra azucarera se interrumpa por completo en la segunda. Las apariencias son buenas para la literatura y el arte, pero no para la historia, la independencia de Cuba fue un largo proceso en que a la población le tocó la peor parte, sobre todo a partir del 24 de febrero de 1895, que sirvió para el enriquecimiento de la oligarquía peninsular por las emisiones de bonos de guerra, y que fue financiada en su mayor parte no por los sacrificios de los tabaqueros de Tampa, seducidos por la elocuencia de Martí, sino por los grandes intereses azucareros, cuyo principal mercado no se encontraba en España sino en Estados Unidos. Una guerra en que las tropas españolas sufrieron enormes bajas por la capacidad de los generales cubanos no de enfrentarlas sino de rehuirlas, y de lograr que el agotamiento y las enfermedades diezmaran al enemigo. Una contienda en que la heroicidad mayor fue el vulgar sacrificio cotidiano de seguir viviendo.
La corrupción no desaparece cuando desciende la bandera española del Morro, sino que florece con la segunda intervención estadounidense, y es en sí la verdadera expresión de frustración republicana que posibilita el surgimiento de las revoluciones del 30 y del 59, para adaptarse con nuevos rostros por encima de la ejemplar Constitución del 40, reinar a sus anchas en los gobiernos auténticos y la dictadura batistiana, y resurgir con más fuerza que nunca desde las primeras medidas revolucionarias, hasta regir el actual destino de Cuba. Es también la peor amenaza en su futuro.
En los años republicanos, la lucha contra la corrupción continúa expresándose en pensadores como Enrique José Varona, pero cristaliza en la figura histriónica de Eduardo Chibás. Su “último aldabonazo” fue un llamado a la conciencia cubana pero entre sus ecos tocó a la puerta de Palacio el general Fulgencio Batista. El daño mayor que Batista le hizo a Cuba no fue ser un tirano cruel sino ser un dictador a medias. Entre la salida emocional del disparo de Chibás y la entrada calculada de Batista al poder media la tragedia de la isla. A partir de entonces, los intelectuales se refugian tras sus obras, las hazañas heroicas (reales o míticas) se hacen cotidianas y los intereses económicos caen víctimas de su propio juego. El heroísmo es en muchos casos sólo la salida desesperada ante la mediocridad y la estulticia, pero un gesto condenado a consumirse en su propio esplendor, incapaz de dejar huella duradera en la vida del país salvo en el reino de lo anhelado y ausente. Con su vida fundamentada sobre el principio de la escasez, tanto económica como sicológica, tras la revolución el cubano vive presa de la corrupción, que detesta y practica con igual fuerza. De los primeros fusilamientos a la Causa No 1, la corrupción ha sido justificación y vía de escape; motivo de envidia y rencor. Como gemelos separados por el mar, vemos iguales prácticas entre algunos funcionarios de origen cubano aquí en Miami, Luchar contra ella no es sólo un deber moral sino nuestra razón de supervivencia.

30 de diciembre de 1996 - 2 de octubre de 1997.

Los culpables


Nietzsche, Hegel y Marx estaban errados. La historia no se repite sino se multiplica, poliédrica y contradictoria.
Alemania se integra y los alemanes se dividen. Europa marcha hacia la unificación mientras los nacionalismos resurgen con fuerza. La cultura occidental domina el planeta, pero al mismo tiempo los fanáticos musulmanes (con armas occidentales) tratan de destruirla.
Años atrás imaginé el argumento de una novela. Se desarrollaba en una Cuba donde Fidel Castro había muerto, víctima de un atentado, a los pocos meses de tomar el poder en 1959. La Habana era una gran ciudad, al estilo de Caracas, donde el narcotráfico, el lavado de dinero y el turismo habían creado una megalópolis dueña y señora del país: rodeada de grandes barrios marginales, con casi cuatro millones de habitantes e infestada de supercarreteras que conectan con centros turísticos en ambas costas. Más allá de la capital, pueblos empobrecidos con algunas áreas privilegiadas de maquiladoras libres de impuestos. Varios puertos comerciales y aeropuertos para turistas y playas exclusivas. La ganadería, la minería y los cultivos reducidos a una pequeña porción de la economía nacional.
Como protagonista, la obra tendría un escritor que intenta desarrollar una novela, cuya trama gira en torno a un Castro (en la realidad del texto un personaje secundario de la historia de Cuba, al igual que Antonio Guiteras Holmes) que habría sobrevivido al atentado que le costó la vida, manteniéndose en el poder desde entonces. El dilema del protagonista era darle verosimilitud a lo escrito por él, que en resumidas cuentas no sería otra cosa que estrictamente lo ocurrido en Cuba. Mientras, yo tendría que luchar por rodearlo de un entorno lo menos irreal posible, pero completamente imaginario.
Por la misma época una revista de Miami me pidió un artículo sobre la novela Fatherland, de 1992, escrita por el columnista británico Robert Harris, que imagina la victoria de Adolfo Hitler, tras la cual los productos, la cultura y la política nazi dominan en 1964 a una Europa que se prepara para celebrar el cumpleaños 75 del Führer y a recibir al presidente norteamericano, Joseph K. Kennedy, después de largos años de guerra fría entre el bloque alemán y Estados Unidos.
En la búsqueda de información sobre Fatherland, descubrí la existencia de un antecedente, The Man in the High Castle, del escritor de ciencia ficción norteamericano Philip K. Dick, publicada en Estados Unidos en 1962 y en España, con el título de El Hombre en el Castillo, en 1968. Dick, fallecido en 1982, es más conocido por los relatos que sirvieron de argumento a dos célebres películas, Blade Runner, protagonizada por Harrison Ford, y Total Recall, con Arnold Schwarzeneger.
El hombre en el Castillo parte de la victoria del Eje sobre los Aliados. Japón y Alemania se han repartido el mundo. Africa es una gran reserva de ganado y cultivos. En Europa no queda un judío. Los líderes del Tercer Reich están vivos. Uno de ellos, Goebbels, encargado de la opinión pública de todo el planeta, está preocupado por la existencia de un libro. Se trata de una novela que circula clandestinamente. Su título, La Langosta Se Ha Posado. La obra insurgente plantea otra realidad, que aterra a los hitlerianos: el fascismo se desmoronó en Italia, los norteamericanos derrotaron al Japón y los Aliados vencieron en Alemania. La novela clandestina es furiosamente perseguida por los nazis, que intuyen que el libro posiblemente contenga otra cara de los hechos.
La narración de Dick está escrita con la ayuda del I Ching, o Libro de las Mutaciones, un texto clásico de la cultura china usado con fines adivinatorios y que consiste en una serie de hexagramas. El hexagrama al que arriban los personajes de la novela, al final del libro, es el referido a la verdad interior. El texto clandestino se torna real: Japón y Alemania perdieron la guerra.
Es posible que Harris esté en deuda con Dick. Hay, sin embargo, un texto de Borges que antecede a ambos: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de 1944, en que el mundo, tal como lo conocemos, es suplantado poco a poco por un laberinto creado por una asociación mundial de conspiradores intelectuales. Una realidad omitiendo a la otra.
Desde hace tiempo me pierde una superstición que creo malsana, pero que no puedo evitar: tras tantas conjeturas se esconde otra idea, que es, a su vez, una nueva realidad. Quizá a Fidel Castro lo mantenemos vivos nosotros, hablando constantemente de él. Es por ello que yo, y tú que has llegado hasta este punto, somos también culpables.
Miamenses y más

Lisandro Otero y ''Hitler Reivindicado''


Lisandro Otero, escritor cubano radicado en México y director de las páginas de opiniones del periódico Excelsior, escribió recientemente dos artículos y una aclaración en que intenta ofrecer otra visión de la historia: aquélla en la que Adolfo Hitler es descrito como un protagonista positivo. En su aclaración Otero se defiende y dice que los criterios expuestos no son suyos, pero antes, en su primer artículo, Hitler Reivindicado, ha ido tan lejos sin añadir una palabra crítica, que no resulta extraño que sus palabras provoquen indignación.
¿Es justificada esta indignación o se exagera en la interpretación de una columna que simplemente intenta dar a conocer una corriente de pensamiento? Lo mejor es volver al texto original. El columnista se refiere a una tendencia en la historiografía contemporánea que se inclina a la reivindicación de Hitler: “Sin Hitler no hubiera existido el movimiento de descolonización ni la emancipación de los mundos árabe y africano. Tampoco hubiera ocurrido la división de Alemania y su consiguiente reunificación, con mayor potencia que nunca antes. Sin Hitler no existiría el estado de Israel ni el auge de la identidad de la cultura negra''.
En realidad, lo correcto es decir: sin la caída de Hitler no existiría el estado de Israel, sin la II Guerra Mundial, desencadenada y perdida por Hitler, el ascenso de Estados Unidos a primera potencia mundial hubiera sido mucho más lento, y sin el fin del colonialismo inglés y francés a consecuencia de esa guerra, algunos países árabes y africanos se habrían visto envueltos en sangrientos e interminables
conflictos para lograr su emancipación. Es curioso que Otero excluya a la Unión Soviética de su lista: sin Hitler, su invasión a la URSS y su posterior derrota, no se habría expandido de forma fulminante el poderío soviético por Europa.
Pero con ello sólo estamos dando una explicación a posteriori de los hechos históricos, no juzgándolos por su valor. El querer asignarle un valor positivo o negativo a algunas de estas circunstancias depende de la ideología del autor. Otero va aún más lejos: “El estado totalitario, del cual tanto se le acusa, no lo era para la mayoría de los alemanes. Según sus ensalzadores, solamente los judíos, los gitanos y los homosexuales tenían algo que temer bajo el nacionalsocialismo”.
Incluir un párrafo de esta naturaleza en una columna de opinión, sin agregar un comentario que aclare al lector desprevenido la realidad del fascismo, carece de justificación, salvo que de alguna manera se intente justificar al régimen.
Porque si la intención fue simplemente dar a conocer una corriente dentro de la historiografía contemporánea, el autor peca de ignorante.
Otero caracteriza de “fuerte” tendencia historiográfica a una corriente revisionista con una visión “novedosa” en que incluye a estudiosos como John Luckacs, Sebastian Haffner y Konrad Heiden. Pero es que ninguno de los tres autores citados intentan una reivindicación de Hitler. En algunos casos, como el de Heiden, el enfoque tampoco resulta novedoso. Heiden fue un periodista que emigró de Alemania luego de la ascensión al poder del nazismo. En 1936 publicó el primer estudio sustancial sobre Hitler, en que advertía que el líder alemán era subestimado de forma peligrosa, tanto por sus aliados como por sus opositores.
Respecto a Luckacs, su libro más reciente, The Hitler of History, no es una biografía más sobre el dictador alemán sino una obra en que se analiza el tratamiento que la figura de Hitler ha recibido por los historiadores. Luckacs no es un revisionista, no justifica a Hitler.
Pero donde el equívoco es más evidente es la cita textual de Otero al comienzo de esta columna, en que valora la importancia de Hitler para el surgimiento del estado de Israel. Otero la atribuye a The Hitler of History de Luckacs. Es un error. La afirmación original se encuentra en The Meaning of Hitler, de Haffner, de donde la recoge Luckacs en una nota al pie de página. A continuación reproducimos el texto completo, situando entre corchetes las partes omitidas por Otero: “El mundo actual [nos guste o no nos guste] es obra de Hitler. Sin Hitler no hubiera existido división de Alemania [y Europa; sin Hitler no hubieran habido norteamericanos y rusos en Berlín]; sin Hitler no existiría Israel; sin Hitler no hubiera existido descolonización [,al menos no de forma tan rápida]; no se hubiera producido la emancipación [asiática,] árabe y africana, y no se habría producido una disminución de la preeminencia europea. [O más precisamente, no se hubiera producido nada de esto sin los errores de Hitler. El realmente no quería que nada de ello ocurriera]''.
Las omisiones se expresan por sí solas. ¿Es tan torpe Otero como para eliminar de una cita cuestiones claves, como las que aparecen al final de la misma, o deliberadamente está tratando de tergiversar la obra de historiadores de reconocido prestigio internacional? Hay que preguntarse entonces si al detener su atención sobre el tema del totalitarismo, Otero no estaba tratando al mismo tiempo de responderse una cuestión igualmente grave: ¿se intentará reivindicar a Fidel Castro el día de mañana? ¿Querrá alguien algún día poner al dictador cubano como la razón para que el neoliberalismo y la privatización se extendieran por el continente? Siempre llama la
atención la ironía de la historia, los logros alcanzados por fines no propuestos o las consecuencias inversas de un acto premeditado, pero ello no libra a la figuras históricas de las consecuencias morales de sus actos. En este sentido, Hitler ni Castro tienen reivindicación. Y a estas alturas, Lisandro Otero debería saberlo.

Copyright © 1998 El Nuevo Herald

lunes, 19 de febrero de 2007

Cine en color, cine gris, cine en blanco y negro

—La primera vez que estuve en casa de Fraga —dijo Rine Leal con sonrisa maliciosa—, vi que tenía todo un librero con las obras clásicas de la filosofía universal: Platón, Aristóteles, La Fenomenología del Espíritu, La Critica de la Razón Pura, hasta El Ser y la Nada de Heidegger. Entonces pensé: este hombre es un sabio o un cretino. Y resultó ser...
—Un cretino —respondí.
Rine asintió con esa cara de pícaro y mirada juvenil, casi adolescente, que todavía conservaba a ratos en 1973.
Pero en 1971 Jorge Fraga no era un cretino. No para mi y tampoco para Eugenio. Fraga era un director de cine. Eugenio y yo miembros del grupo que había formado un cine-club en la Universidad de La Habana. También queríamos hacer una revista de cine. En realidad no éramos creadores de nada, porque el cine-club existía antes de que naciéramos y el único mérito fue reavivar la programación y organizar debates y cambiarle el nombre. Pero entonces no había quién nos dijera que no habíamos fundado el cine-club.
Tampoco la idea de la revista era de nosotros y sí de Alberto Mora. Pero Alberto insistía en que la revista era de todos y todos lo creíamos más que Alberto que lo decía. Alberto era miembro de una familia revolucionaria. Tenía grados de comandante, ganados en la lucha contra Batista. Pero para nosotros Alberto —Mora, como lo llamábamos al principio— no era un revolucionario hijo de un héroe, salvo cuando recordábamos que sólo él podía editar la revista. Y la revista era más importante que los cine-clubs, los debates y las películas. Más importante que el cine. Así pensábamos Eugenio y yo.
La revista era de nosotros. Eso decía Alberto. Todos lo creíamos y todos los días estaba Alberto para repetirlo.
“Todos teníamos veintidós años”.
Eso también lo repetía Alberto. La frase era de Gertrude Stein, de la Autobiografía de Alice B. Toklas. Mora nos lo había enseñado.
Alberto no tenía veintidós años, pero yo sí y Eugenio uno más y acabábamos de descubrir a Godard.
También habíamos puesto Made in USA en la Universidad y logrado que cientos de estudiantes asistieran. No estaba mal. Aunque no nos importaba. Porque lo de nosotros era la revista y el cine algo secundario.
Lo que Eugenio y yo queríamos era ser teóricos marxistas y descifrar los mecanismos de comunicación del cine godariano.
Fue Eugenio quien propuso invitar a Fraga para que nos ayudara.
Fraga tampoco tenía veintidós años. Mucho menos el interés de guiarnos en la interpretación marxista de Godard. Una interpretación que sólo era un pretexto más para escribir en una revista.
El grupo no era bien visto por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica. No le hacía gracia a Alfredo Guevara.
Alfredo era el director del ICAIC y otro que no tenía veintidós años. El sí sabía quien era Alberto Mora. Eso tampoco le hacía gracia.
“De todas las artes, el cine es la más importante”.
Era una buena frase y era de Lenin.
A los funcionarios del ICAIC les gustaba repetirla.
Estaba escrita en un gran cartel a la entrada de su edificio blanco de la calle 23, al lado de la Cinemateca de Cuba. La Cinemateca era un cine con unas 1,200 butacas, que aún en la década del 70 contaba con un excelente aire acondicionado. Los lunes daba una función para los empleados del ICAIC. El martes otra para los estudiantes universitarios. El resto de la semana la programación era abierta al público.
El grupo consiguió que le dejaran organizar la función del martes. Lo logró Alberto, pero él repetía que era obra del grupo. Nosotros lo creíamos porque lo decía Alberto y porque nos gustaba pensar que así era.
En las mañanas se veía a los directores de cine en la puerta de su edificio. No parecían funcionarios. No eran igual que el resto de los trabajadores del país. No había forma de confundirlos con los pintores, los escritores y los músicos.
Eso sí le gustaba a Alfredo.
Eran diferentes.
La diferencia se reducía a llevar todos una combinación única: chaqueta y pantalones vaqueros. A los blue jeans les decían pitusas en esa época en Cuba y mezclilla a la tela con que estaban hechos. Para ser un verdadero intelectual de izquierda, había que tener un pantalón y una chaqueta de mezclilla.
No sólo los aspirantes a intelectuales de izquierda. Cada joven quería tener su pantalón pitusa. Pero no los había en las tiendas. Tampoco chaquetas y ni siquiera la tela. Los directores los compraban cuando viajaban a presentar sus películas en los festivales internacionales.
Durante el año se celebraban festivales y semanas de cine cubano por todo el mundo. El ICAIC nunca dejaba de enviar una delegación.
En la Universidad no eran bien vistos los pitusas. Despertaban sospechas. Un pitusa significaba una compra en la bolsa negra o un vínculo con un extranjero. Un estudiante universitario no podía permitirse ese tipo de relaciones.
Para el realizador cinematográfico, un pitusa cumplía varias funciones. Le permitía distanciarse del burócrata, del funcionario y del burgués. Una trilogía abolida gracias a unos tijeretazos y un pedazo de tela. Lo convertía también en miembro de una elite especial, que tenía acceso a la ropa de afuera. El revolucionario de la calle estaba obligado a vestir igual que el trabajador manual: pantalones y camisas hechos en el país y jamás llevaba chaqueta de mezclilla. Parar ser revolucionario —y andar con un pitusa y una chaqueta— había que ser miembro del ICAIC. Porque de todas las artes, el cine era la más importante.
La protección que daba la frase de Lenin era muy importante. La de Alfredo más. Permitía ser diferente.
Gracias a Alfredo, los cineastas cubanos iban de pantalla por el mundo. Cuando en cualquier parte un extranjero miraba la pantalla, no sólo veía lo mejor de la producción fílmica revolucionaria. También un cartel que decía que, de todas las revoluciones, la cubana era la más importante. Por ser diferente.
Un director de cine cubano no era igual que cualquier otro.
Era más: teórico, intelectual, propagandista, educador, agitador político, intrigante nacional e internacional, funcionario astuto y experto en relaciones públicas. Hacía todo eso, y además lograba dirigir una película. Tantas ocupaciones le impedían dominar su oficio. Pero casi siempre lograba arreglárselas, con una arenga ideológica y vanguardista.
Fraga demostró dominar su oficio un sábado al mediodía: “Particularmente el análisis de Made in USA es el eterno problema, quizá de siglos de historia, entre la significación lingüística y la eficacia de la cinematografía”.
No nos perdíamos un detalle. Lo escuchábamos sentados alrededor de una mesa redonda. Acentuaba sus palabras tamborilleando sobre un ejemplar de nuestra revista, la que le habíamos entregado apenas entró. En dos o tres ocasiones llegó a golpearla. Porque si estaba con nosotros no era por su gusto sino en misión preventiva, luego de consultarlo con Alfredo. Y el énfasis resultaba imprescindible.
“Godard es un caso muy claro de una muy obstinada y muy terca voluntad de renovación del lenguaje, y no se trata de una voluntad sino de un resultado en el cual efectivamente Godard ha dado su postura y ha encontrado nuevos vínculos, nuevas formas de lenguaje”, nos explicaba Fraga. De un golpe había convertido al director de cine francés en una gallina.
Eugenio hizo la primera pregunta sobre el cine de Godard. Al realizador cubano, aquello de responder una pregunta sobre otro francés le parecía muy poco. Habló de terapia lingüística; de consideraciones extralingüísticas, que estaban relacionadas con el lenguaje; de la utilización de la iconografía en la sociedad; del lenguaje convencional; de la problemática cinematográfica abordada por medios extracinematográficos; del llamado sociologismo vulgar; de la dialéctica de las paradojas y del general Máximo Gómez —un patriota de la guerra de independencia cubana que había nacido en la República Dominicana. Fraga no dejó de mencionar el detalle, aunque todos lo sabíamos desde la escuela primaria.
“Ejemplo de internacionalismo”, recalcó de nuevo con el puño.
Siguió hablando por dos horas sin volver a mencionar a Godard, el cine francés y la importancia de la Nueva Ola.
Siguió hablando incansable, para eludir mencionar una película. Habló no como el cretino definido por Rine —que lo conocía desde antes de la revolución— sino como un funcionario convertido.
Sólo hubo otra pregunta. Yo mencioné a Bergman y Antonioni. Fraga apenas me miró.
Si respondió fue para demostrar que en ocasiones no necesitaba tantas palabras.
—Bergman es todo lo grande que tú quieras, pero es sueco. Es decir: “¿Es cubano?: No. ¿Es revolucionario?: No”.
Esta vez el puño dejó una marca sobre la portada.
Ninguno de nosotros lo notó, porque estábamos pendientes de sus palabras y de su rostro, que de pronto mostraba la contrariedad que le ocasionaba estar reunido con nosotros esa tarde de sábado.
Eso era todo.
Lo que le preocupaba al ICAIC no era que fuéramos revolucionarios.
Eso se daba por sentado, puesto que estudiábamos en la Universidad. Tampoco que quisiéramos poner cine norteamericano y francés. Ellos tenían el poder para dar o negar las películas.
Era fácil acabar con un grupo que sólo quisiera poner “películas capitalistas”. Lo habían hecho ya en varias ocasiones. A nadie en el ICAIC le pasaba por la cabeza que alguno de nosotros intentara hacer cine. Para hacer un largometraje había que pertenecer al ICAIC. ¿De dónde íbamos a sacar la película virgen? ¿Dónde exhibirla? ¿Con qué proyector?
No entraba en el campo de los asuntos a tratar por el ICAIC si un grupo de estudiantes se pasaba el día hablando de cine, mencionando a Godard, Bergman y Antonioni. Allá la Universidad, la Unión de Jóvenes Comunistas y el Partido, si no le prestaban la atención requerida al problema.
Al ICAIC, lo único que le preocupaba era el interés que teníamos en hacer una revista. Un ejemplar de la cual, aquella tarde Fraga había golpeado con insistencia, casi con furia. La prueba escrita de que sus anfitriones intentaba hacerle la competencia.
Porque para analizar el cine estaba el ICAIC.
(Continuará)