sábado, 31 de marzo de 2007

‘‘Mi pequeña Kraut''


La correspondencia entre Ernest Hemingway y Marlene Dietrich, quienes se conocieron a bordo de un crucero en 1934, detalla una compleja relación de coquetería que no ofrece ninguna evidencia nueva de que hayan sido amantes.
Treinta cartas escritas por Hemingway entre 1949 y 1953 a la actriz y cantante alemana, a quien Hemingway también llamaba ''Mi pequeña Kraut'' (que significa ''alemana'' y también ''cabeza cuadrada'', un término que suele usarse para referirse a los alemanes y que puede ser despectivo), se hicieron públicas por primera vez el jueves durante la exhibición de la Colección Ernest Hemingway en la Biblioteca y Museo Presidencial John F. Kennedy, informó la Associated Press.
En una carta fechada el 19 de junio de 1950, a las 4 de la mañana, el escritor y premio Nobel escribió: ''Te estás poniendo tan hermosa que tendrán que sacar fotografías de tu pasaporte de 9 pies de altura (2.7 metros). ¿Qué es lo que
realmente quieres hacer en tu vida? ¿Romper el corazón de todos por una moneda de diez centavos? Siempre podrías romper el mío por una de cinco centavos y yo pondría la moneda''.
El escritor defendió su amistad con la actriz sueca Ingrid Bergman en una misiva a Dietrich fechada el 23 de mayo de 1950.
''Sigue enojada todo lo que quieras. Pero detente en algún momento hija porque sólo hay una como tú en el mundo, y nunca jamás habrá otra, y me siento muy solo en este mundo cuando tú te enojas conmigo'', escribió.
''Amado Papá'', comenzó Dietrich una carta de 1951, ''creo que ya es hora de que te diga que pienso en ti constantemente. Leo tus cartas una y otra vez y hablo de ti con algunos hombres selectos. He cambiado tu foto a mi alcoba y la mayoría de las veces que la observo me siento bastante impotente'', decía.
Hemingway tenía 50 años y Dietrich 47 cuando comenzaron a escribirse. El le describió la relación a su amigo, el escritor A.E. Hotchner, diciendo que se enamoraron cuando se conocieron a bordo del Ile de France pero ''nunca hemos estado en la cama. Sorprendente pero cierto. Las víctimas de una pasión fuera de sincronía''.
Las cartas, que en ocasiones Hemingway concluía con un ''te mando un beso muy fuerte'', fueron donadas a la biblioteca en 2003 por la hija de Dietrich, María Riva, a condición que no fueran hechas públicas sino hasta ahora. El público puede ver las misivas haciendo una reservación.

Fotografías:
Ernest Hemingway le agradece a Marlene Dietrich, con un telegrama del 5 de marzo de 1955, un artículo que ella escribió sobre él en el Herald Tribune Magazine, titulado El hombre más interesante que he conocido.
Allen Goodrich, archivista de la Biblioteca John Fitzgerald Kennedy, abandona el salón de la Colección Ernest Hemingway, donde se puede ver una fotografía del escritor junto a la artista de cine Marlene Dietrich.
Cartas personales, fotografías y artículos de revistas escritos por y sobre Hemingway y Marlene Dietrich en exhibición como parte de la colección Ernest Hemingway de la Biblioteca John Fitzgerald Keendy, en Boston.
(Todas las fotos Stephan Savoia/AP)

viernes, 30 de marzo de 2007

La cruz de Celia


Affair in Havana es una película que no tiene que ver nada con la canción Havana Affair, donde los Ramones se burlan de la CIA, porque fue realizada en 1957 por un director de oficio como fue Lázló Benedek y sus actores principales son John Cassavetes y Raymond Burr. Sucede que el tema de la cinta es que un autor musical se enamora de la esposa de un inválido y sucede también que se desarrolla en La Habana y que en ella canta Celia Cruz.
Celia ya había participado en el cine antes —Una Gallega en La Habana es de 1955—, pero tuvo que esperar hasta The Mambo Kings, de 1992, para que la dejaran hablar en una película. Sucede también que su medio natural, que era el cine cubano, le estuvo vedado porque fue una exiliada. Así que cuando finalmente Celia pudo hablar en el cine tuvo que hacerlo en inglés, un idioma que siempre le fue ajeno.
Celia habló en la pantalla norteamericana, por primera vez, en un idioma extraño para ella. En este hecho simple se resume una historia de pesar y logros. Si alguien se atrevió a dejarla actuar no lo hizo pensando en sus cualidades interpretativas —cualidades que por otra parte demostró, tanto en el cine como en la televisión, con su naturalidad y carácter histriónico— sino porque era lo suficientemente famosa, y lo suficiente buena como artista, para contar con que el público le perdonaría el acento y cualquier torpeza. Pero podría parecer más extraño aún encontrar su presencia en los lugares más disímiles: en el concierto de Pavarotti y sus amigos en favor de Afganistán, en un programa especial de la serie infantil Sesame Street o en La Venganza de la Momia, una película de 1974. Por su parte, ella volvió al cine estadounidense en The Perez Family, de 1993, y además trabajó en novelas e infinidad de programas de la televisión hispana.
Es imposible encasillar a Celia más allá de decir que fue una gran cantante de música popular. Las etiquetas de “guarachera” y “reina de la salsa” no la definen por completo, porque nunca se negó a otros ritmos y otros ámbitos y al mismo tiempo siguió siendo siempre la misma. Su muerte es un duro golpe para el exilio cubano, ya que representó mejor que nadie lo mejor de ese exilio. Fue intransigente en su esencia más pura, pero al mismo tiempo no fue extremista e intolerante y vivió fuera de su país sin intentar el crossover, aunque manteniéndose al mismo tiempo abierta a los cambios musicales con una frescura y un entusiasmo que impidieron definirla como una voz que recordaba la Cuba de ayer porque lo único que se podía decir de ella sin temor a traicionarla es que era una refugiada cubana cantando por el mundo.
Esa presencia y actualidad de Celia debe disgustar mucho al régimen de Castro. No se lo perdonan ni aún muerta. La nota publicada en la sección Cultura del periódico Granma no puede ser más mezquina: dos párrafos. En uno se destaca su importancia artística. En otro su labor contrarrevolucionaria. Como suele ocurrir, el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba desperdicia palabras. Debían haber escrito: “Murió Celia Cruz. Era una gran artista, pero no era de los nuestros”. Es el mismo empeño de siempre: usurpar la nación a través del Estado. Celia trasciende las fronteras políticas porque es una gloria para Cuba, para el país, no para gobierno alguno. Lo demás es entereza moral: que se averguence Granma. La nota es mezquina además porque limita el papel de la artista a los Estados Unidos. Dice el periódico: “popularizó la música de nuestro país en Estados Unidos”, y por vileza o ignorancia o ambas omite el éxito de la cantante en países tan distantes como Finlandia, Argentina, Japón y España.
¿Por qué ese empecinamiento con Celia? No es sólo porque fue un “icono” del “enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida”. Hay más. Representó al exilio, a la Cuba de los años 50, pero ella misma superó esa imagen. Celia en realidad es un ejemplo de la otra Cuba, o mejor dicho: un ejemplo de la Cuba verdadera, no sólo de la Cuba posible. Durante muchos años su nombre fue borrado del panorama musical reconocido por el gobierno de la isla, y trataron de catalogarla como una figura del pasado, del país desaparecido tras el primero de enero de 1959. Celia, sin embargo, no se anquilosó en la guaracha prerrevolucionaria y saltó a la salsa y a cuanto ritmo surgió posteriormente y extendió su repertorio para incluir piezas latinoamericanas. Resultó el paradigma de las posibilidades de una música popular cubana que no tenía que aferrarse a glorias pasadas. Su muerte, a pocos días de diferencia de la de Compay Seguro, sirve para establecer un contraste que va más allá de las fronteras musicales.
No se trata de comparar artistas, aunque en justicia Celia supera al músico santiaguero en versatilidad, potencia y registros de voz y repertorio. Lo curioso —por no decir patético— es que Compay Segundo alcanzara la fama mundial casi a las puertas de la muerte, luego de vivir olvidado por muchos años, de haber abandonado su carrera musical por el oficio de tabaquero y de malgastar su talento tocando en recepciones protocolares donde nadie le prestaba atención. Su resurrección, que en nada resta valor a sus méritos interpretativos, fue un fenómeno tanto sociológico y político como musical: una vuelta al pasado. Al país que había olvidado a sus intérpretes de antaño —pese a la propaganda oficial en sentido contrario— llega un extranjero capaz de convertir a unas pocas empolvadas piezas de museo en máquinas de hacer dinero. El resto guarda más relación con el mito que con la calidad artística: el triunfo tras largos años de olvido, el camino de la pobreza a la fama, el renacer cuando todo parecía perdido.
La carrera de Celia fue todo lo contrario. No se limitó a ser una figura local. No se encerró en un restaurante o establecimiento de La Pequeña Habana, para cantar nostalgias a exiliados añorando la patria. Ni siquiera vivía en Miami. Era negra y no hablaba inglés y llegó a Estados Unidos y no optó por el camino más fácil que era quedarse en esta ciudad para vivir del recuerdo. Celia será siempre la imagen del exilio, pero de un exilio que mira hacia el futuro. Su verdadera grandeza no fue, sin embargo, triunfar. Su verdadera grandeza fue no olvidar: fue querer regresar a Cuba, pese a ser más famosa en el extranjero de lo que nunca hubiera sido sin tener que abandonar su país. Esa fue su cruz. ¿Debo decir también que su gloria?
Este artículo apareció publicado el viernes 18 de julio de 2003 en el periódico digital Encuentro en la red.

jueves, 22 de marzo de 2007

Es el petróleo, estúpido



No se preocupe por leer las informaciones sobre los preparativos para el conflicto bélico con Irak que aparecen a diario en la primera página de los periódicos. La guerra es inevitable. Olvídese del debate a favor o en contra, que sólo sirve para confundir. No piense que se trata de aniquilar a un enemigo, porque no es ése el objetivo de las bombas. Por ahí no vienen los tiros. Esta nación va a luchar para controlar o reducir el poder de unos cuantos “amigos”. Lo va a hacer de forma obstinada, ilógica e inmoral. Pero lo va a hacer porque no le queda más remedio.
Estados Unidos debe poner un freno a su dependencia del petróleo de Arabia Saudita y tiene que prepararse ante la posibilidad de un incremento en la producción de crudo ruso. Tiene que hacerlo para mantener su hegemonía. El derrocamiento de Saddam Hussein es un paso indispensable en este sentido. El problema radica en que no es el único. Tras la victoria debe venir la consolidación de un régimen democrático en Irak (casi imposible), la privatización de su industria petrolera (no tan difícil) y establecer una cuña para la eliminación de la OPEP (casi un sueño). Los “enemigos” fundamentales en esta guerra van a resultar entonces la propia Arabia Saudita, por supuesto que Irán, Rusia y en cierta medida toda Europa. Lo peor es que estos países lo saben. Lo peligroso es que pocos norteamericanos, incluso en el Gobierno y en el Congreso, están convencidos de ello.
El presidente George W. Bush tiene una oportunidad única con la lucha contra el terrorismo y parece no estar dispuesto a desaprovecharla. Por supuesto que mucho más racional hubiera sido abrir la geografía de la nación a una amplia explotación petrolera o desarrollar formas alternativas de energía y equipos y automóviles mucho más eficientes. Pero la política, la demagogia y el cabildeo lo impiden. Así que la nación está frente a frente ante la disyuntiva de una nueva guerra imperialista. De momento, oponerse a ella no tiene sentido. Primero hay que vender el SUV y apagar todas las luces. De lo contrario se corre el riesgo de ser considerado un hipócrita. Y lo que es peor: de serlo. De esta clase ya tenemos bastante con los ecologistas.
Hay un temor bien fundamentado. Para ganarlas, las guerras imperialistas hay que hacerlas a sangre y fuego. No se puede pensar en mandar a un grupo de rufianes por delante para que abran el camino. Dicha práctica no resultó en las montañas de Tora Bora, en Afganistán. Existe otra solución, que es lanzar un par de bombas atómicas, pero sólo un columnista serio, Carl Thomas, expresó este tipo de opinión meses atrás, por lo que parece que la idea no tiene mucho respaldo.
Este siglo arrastra una de las medidas con consecuencias más graves para la economía mundial adoptadas en el pasado: la nacionalización del petróleo. La Unión Soviética abrió un camino que por casi cien años ha resultado nefasto para el mundo. En 1920 el nuevo gobierno bolchevique, necesitado de divisas, inundó el mercado mundial del crudo, lo que produjo un descenso vertiginoso de los precios. Ello trajo como consecuencia que los grandes financieros y productores de Occidente se reunieran en un castillo escocés y crearan el primer cartel petrolero a nivel mundial. A finales de la década de los 50, la URSS se encontraba de nuevo desesperada por moneda dura, y echó mano al mismo recurso. Los países exportadores reaccionaron ante la amenaza soviética con una reunión en Bagdad, en septiembre de 1960, donde se decidió la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). En enero de 1961 la OPEP quedó oficialmente constituida. La integraron Irán, Irak, Kuwait, Arabia Saudita y Venezuela. Luego se han sumado otras naciones.
No fue hasta 1973 que la OPEP mostró poder para sacar de órbita a la economía mundial. En octubre de ese año se produjo la Guerra del Yom Kippur y los países árabes comenzaron a utilizar el petróleo como un “arma política”, para castigar a los países occidentales por su apoyo a Israel. Ese año el barril de crudo costaba $3.00. En 1980 su precio se había elevado a $30.00.
El petróleo como arma política no ha podido con Israel. Tampoco ha beneficiado a los ciudadanos de las naciones árabes, estancados en regímenes autoritarios que han perpetuado la ignorancia y la miseria de que se nutren los grupos terroristas. Para cambiar esta situación, la lógica indica comenzar la guerra por Arabia Saudita, pero los gobernantes jamás se guían por la lógica. En cualquier caso, Hussein es despreciable salvo como objetivo de un misil. Así que hay que matarlo, privatizar el petróleo y acabar con la OPEP. Si alguien encuentra lo anterior cínico o ilusorio, ¿me podría explicar entonces por qué el Presidente quiere llevar esta nación a la guerra?
Published: Friday, August 30, 2002
Section: Perspectiva
Page: 25A
El Nuevo Herald
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Sangre por petróleo



No se trata sólo de exterminar a Sadam Husein para poner fin a la amenaza que éste representa para la humanidad. Hay otra justificación de la que el gobierno de George W. Bush no habla. Tiene nombre y no es un nombre grato a los oídos republicanos, pero su vigencia va más allá de su autor. Es la Doctrina Carter.
En 1980 —y durante el Discurso de la Unión que cada año el mandatario norteamericano debe rendir a la nación y al Congreso—, el entonces presidente Jimmy Carter formuló de una manera explícita lo que por largo tiempo había constituido un principio de la política exterior y la estrategia militar del país: cualquier campaña hostil para impedir el flujo del petróleo del Golfo Pérsico sería considerado “un asalto a los intereses vitales de Estados Unidos” y rechazado “por cualquier medio necesario, incluso la fuerza militar”. Tal principio surgió para detener el expansionismo soviético en la región, pero ha perdurado más allá de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS): sirvió para justificar la intervención estadounidense en 1991, así como el mantenimiento de una presencia militar cada vez más poderosa en la zona.
Si el gobierno de Bush no ha recurrido a la Doctrina Carter, en sus explicaciones para justificar la guerra que prepara contra Husein, no es sólo por no invocar el legado demócrata, sino porque le está otorgando una proyección futura. No se trata de que en estos momentos exista una amenaza grave al flujo de crudo; es más bien un peligro latente, que va en contra de la hegemonía mundial norteamericana. Curiosamente, como se verá más adelante, Rusia vuelve a jugar un papel primordial en este peligro.
Hay otras razones. Una discusión al respecto pondría en evidencia lo poco que ha hecho —o piensa hacer— esta nación para limitar su dependencia al combustible que se produce en una de las áreas más explosivas del planeta. Dependencia que no es responsabilidad de la actual administración, pero cuyo análisis descubriría que el conflicto bélico no sólo va a estar dirigido contra un conocido enemigo: varios países amigos también están en la mira. Ambos aspectos, sin embargo, palidecen al lado del peligro político que implica decir a las claras que la nación está dispuesta a pagar una cuota de sangre a cambio de mantener una política energética que hace poco por estimular el ahorro o las formas alternativas de energías, al tiempo que alienta el consumo —y a veces hasta el despilfarro— energético.
La demanda de petróleo aumenta a diario en los Estados Unidos. Más allá de las fluctuaciones temporales —producidas por los cambios climáticos, el estado de la economía, diversos factores bursátiles y la política de precios de la OPEP— no se pronostica una disminución a largo plazo del consumo. Es más, la política energética actual no está enfocada hacia una utilización más provechosa del combustible; se basa en la búsqueda de mayores fuentes del mismo. Para el 2020, de acuerdo a las cifras del Departamento de Energía, la nación necesitará importar 17 millones de barriles de petróleo por día, seis millones más de los que se requieren diariamente en la actualidad. La oposición para aumentar la exploración de nuevos yacimientos y la explotación nacional —una oposición que, hay que decirlo, es utilizada también de forma demagógica e hipócrita por muchos grupos ecologistas— hace que desde el punto de vista político el Presidente prefiera buscar el combustible en el exterior antes que poner aún más en peligro los votos de un segmento de la población que ya de por sí no le es favorable.
Estados Unidos satisface una parte de sus necesidades petroleras de los yacimientos situados en Latinoamérica, Africa, Rusia y el mar Caspio. Pero al igual que ocurre en el seno de la Organización Internacional de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el Medio Oriente continúa marcando la pauta. De acuerdo al informe sobre política energética nacional —emitido en mayo del 2001 y conocido como “Informe Cheney”, por el papel clave que tuvo en su elaboración el vicepresidente—, “bajo cualquier estimado el petróleo producido en el Medio Oriente continuará siendo clave para la seguridad petrolera mundial”, y de esta forma permanecerá como “un foco fundamental de la política energética internacional de Estados Unidos”. Un factor fundamental es que las mayores reservas mundiales se encuentran en Arabia Saudi. Luego viene Irak, que teóricamente ocupa un distante segundo lugar, aunque se especula que sus reservas son mayores que el estimado actual de 112,000 millones de barriles y alcanzan los 330,000 millones. A esto se añade que las vastas áreas de territorios iraquíes no explorados hacen pensar que en su suelo realmente se concentra la mayor cantidad de crudo sin explotar existente bajo tierra.
De hecho, de acuerdo a The Washington Post, en estos momentos Irak suministra a Estados Unidos unos 800,000 barriles por día, o cerca del nueve por ciento de las importaciones norteamericanas (la compra no se hace de forma directa, sino mediante intermediarios que comercian con el crudo de Bagdad bajo la supervisión de las Naciones Unidas, de acuerdo al programa de petróleo por alimentos).
El papel del crudo del Medio Oriente, como un elemento importante a la hora de explicar las intenciones de la administración norteamericana con respecto al régimen de Irak, no se derivan sólo de los estrechos vínculos de la Casa Blanca con la industria petrolera. Tampoco es la razón única para lanzar al ataque, pero si es posible que sea la causa final que yace tras una serie de motivos.
El tema de Irak no alcanzó prominencia en la campaña presidencial. Tras los atentados terroristas de septiembre del año pasado, de inmediato comenzó a especularse sobre la posible vinculación de Husein con los acontecimientos, pero hasta el momento la administración no mostrado pruebas concluyentes, e incluso no hace referencia a ello.
El giro del gobierno norteamericano —que ahora tiene centrada su atención en Irak mientras aún continúan muchos problemas pendientes en Afganistán y otros frentes de la lucha antiterrorista— parece obedecer a varios factores: una forma de encubrir los errores de una guerra en que no produjo la captura o la muerte confirmada de los principales cabecillas, el fracaso en poder determinar la ubicación y el destino de Osama bin Laden, las presiones en favor del ataque de grupos neoconservadores, tanto republicanos como demócratas, la alianza entre el fundamentalismo cristiano y los radicales sionistas, y hasta la necesidad sicológica de terminar un asunto pendiente (resuelto a medias por el padre del actual mandatario y en el que participaron prominentes figuras cuyo poder y preponderancia en el gobierno se ha fortalecido).
Ninguno de estos factores omite un hecho real: hay una diferencia fundamental entre Husein y otros dictadores, que también merecen ser derrocados: él ha demostrado una falta total de escrúpulos a la hora de usar armas de exterminio masivo, prohibidas por los acuerdos internacionales. Lo hizo en la guerra contra Irán y volvió a hacerlo contra los kurdos. Cuando el presidente Bush dice que Husein representa un peligro real para la humanidad está en lo cierto. Pero a la hora de analizar la forma de llevar a cabo las acciones contra Bagdad, y de medir las consecuencias de una invasión a gran escala, las opciones se tornan sumamente complejas y peligrosas.
Peligrosas porque una guerra con Irak puede tener consecuencias catastróficas. El gobierno de Ariel Sharon favorece la guerra, pero los habitantes de Israel estarían entre las víctimas más afectadas. Si en 1991 Husein no se detuvo a la hora de lanzar 39 misiles Scud contra Israel (e incluso se cree, según la revista The New Republic, que tenía preparados otros 25 con cabezas portadoras de gérmenes letales), ahora cuenta con la alianza de los grupos terroristas palestinos, lo que le abre la posibilidad de lanzar una guerra química y bacteriológica contra ese país sin tener que recurrir a los cohetes. No es difícil imaginar los resultados de una acción de este tipo bajo el gobierno guerrero de Sharon. La respuesta justificada de Israel, que incluso posee armas nucleares, podría extender la guerra a toda la región.
Complejas porque hay en juego otros intereses, además de la seguridad de la zona y el suministro de crudo a los Estados Unidos. Irak ha firmado acuerdos para el desarrollo de su industria petrolera con varias firmas de diversos países. Entre las compañías involucradas con la explotación de yacimientos, en una zona donde se cree hay 44,000 millones de barriles de crudo, están las europeas ENI y TotalFinaElf, así como Lukoil de Rusia y la Compañía Nacional de Petróleo de China.
El 18 de agosto se anunció que Irak y Rusia están a punto de firmar un plan de cooperación por $40,000 millones. Dicho plan podría enfrentar a Moscú con Washington, de producirse una guerra. Por su parte, el presidente ruso Vladimir Putin ha afirmado la intención de su país de volver a ocupar un lugar prominente en el mercado de armas. Según un cable de abril de la Agence France Presse, para aumentar sus ventas Moscú “debe consagrase a países como Irán, Irak y Libia”, de acuerdo al experto militar Alex Vatanka, del Jane’s Defense Reaserch Group, de Londres.
Todo ello coloca a la administración de Bush en una posición sumamente delicada: ante la posibilidad de una guerra donde los aliados como Israel pueden verse implicados de forma peligrosa, y los países “amigos” como Rusia colocados en una disyuntiva difícil, en que sus intereses económicos terminarán por enfrentarlos a los Estados Unidos (si no militarmente al menos desde el punto de vista político). Hasta el momento, y salvo Gran Bretaña, las naciones europeas tampoco demuestran ser fáciles de convencer a la hora de sumarse a la lucha.
Nada garantiza tampoco, en este panorama sombrío, que tras la derrota de Husein, los Estados Unidos logren de forma permanente un suministro estable de crudo procedente de Bagdad, a no ser que convierta al país en un protectorado, con las consecuencias políticas que ello implica. Por lo pronto, y en el mejor de los casos, la recuperación del mercado petrolero iraquí no se logrará hasta el 2008. Y aunque los expertos vaticinan que si el conflicto no se extiende el alza inmediata que se producirá en el combustible disminuirá en pocos meses, la situación de inseguridad creada en torno al debate sobre la guerra ya ha aumentado, en un promedio de 15 centavos de dólar, el precio de la gasolina. Como consecuencia, ya el ciudadano norteamericano ha comenzado a pagar con su sudor el precio del conflicto. Cada día hay menos esperanzas de que no llegue el día de que pague también con su sangre.
Fotografía superior: el soldado Pablo Rivas, de origen cubano, a su regreso de Irak junto a otros 104 marines. Rivas es abrazado por su mama Maricela Vitón y su herrmana Jessica Arzola, durante el encuentro realizado en el Reserve Cennter de la 18650 NW 62 Ave. (Roberto Koltún/El Nuevo Herald).
Fotografía medio izquierda: niños iraquíes limpian la calle después de que un proyectil de mortero estallara el viernes 24 de septiembre de 2004 en una concurrida plaza del centro de Bagdad, Irak. (Mohamed Messara/EFE)
Fotografía inferior: una niña con inscripciones en sus manos participa de una manifestacion en Ciudad de Mexico, el 15 de marzo de 2003, en dirección a la embajada de Estados Unidos en Mexico. Miles de personas se manifestaron entonces contra una posible guerra de Estados Unidos y sus aliados a Irak, congregados por el segundo llamado por la paz del Foro Social Mundial. (Jorge Uzón/AFP)
Este artículo apareció originalmente el 17 de septiembre de 2002 en Encuentro en la red, con el título
Sangre por oro... negro.

Oro negro, oro nazi


“Irak no pondrá el petróleo en manos extranjeras”. Lo dice Kamir M. al-Gailani, el ministro de Finanzas del gobierno provisional iraquí creado por Estados Unidos. La declaración parece destinada a silenciar las voces que afirman que los soldados norteamericanos fueron enviados a luchar y a morir por las reservas petroleras del país árabe, las mayores después de Arabia Saudí. “Nuestro objetivo es simple: promover el crecimiento de la economía y elevar el nivel de vida de todos los iraquíes a la mayor brevedad posible”, agrega el flamante funcionario según un cable de la Associated Press.
No tan simple.
Los hechos y la historia hacen dudar de una visión tan esperanzadora. Hasta el momento, todo apunta hacia una realidad completamente opuesta. Las mayores ganancias de la guerra en Irak irán a manos de las grandes corporaciones. No resultarán en beneficio de los ciudadanos norteamericanos, las clases media baja y trabajadora, que continúan poniendo los muertos y tendrán que pagar por varias generaciones los gastos excesivos de la reconstrucción. Tampoco redundarán en un futuro promisorio para el pueblo iraquí, que si bien se ha librado de un tirano enfrenta un futuro de caos e incertidumbre.
Basta con mirar a los nombres de las principales compañías que han logrado acuerdos millonarios luego de la invasión. El historial de dos de ellas deja poco espacio a la esperanza. Mediante un procedimiento de licitación limitada a unas cuantas empresas, la corporación Bechtel recibió un contrato de $680 millones para reconstruir Irak. A otra firma, Halliburton, se le ha asignado un papel clave en la puesta en marcha de la deteriorada industria petrolera, además de concesiones a sus subsidiarias para brindar apoyo logístico a las tropas. Ello permitirá que esta última compañía —de la que el vicepresidente Dick Cheney formó parte del consejo de dirección antes de trasladarse a la Casa Blanca— reciba $7,000 millones en contratos petroleros y unos cuantos millones de dólares adicionales para el abastecimiento militar de unos fondos del gobierno —que cada vez dependen más de quienes trabajan por un salario y menos de los ingresos de la clase acomodada, la principal beneficiada de las reformas fiscales impuestas por la administración republicana durante los dos últimos años. La afirmación anterior puede parece populista, pero no por ello deja de ser cierta: la guerra la han hecho y la van a pagar los asalariados a beneficio de los ricos.
Se ha hablado mucho de los vínculos de Halliburton con el gobierno actual. El historial de la Bechtel es menos conocido, aunque en determinados momentos el nombre de esta compañía ha aparecido en la prensa asociado a las altas esferas de Washington. Recordar ahora uno de los casos más notorios en que se vio envuelta esta corporación sirve de ejemplo del afán de manipulación política que ha caracterizado al gobierno de George W. Bush desde su llegada al poder.
Al igual que el resto de las grandes corporaciones norteamericanas, la historia de la Bechtel ejemplifica el modo de vida norteamericano a la hora de hacer negocios. La firma que desempeñará un papel fundamental en la creación de un nuevo Irak tuvo un origen humilde. Fundada en 1898 por Warren A. Bechtel, un arriero contratado para brindar servicio al sistema ferroviario en el territorio de Oklahoma, la compañía ha crecido hasta convertirse en un consorcio multinacional con 900 proyectos en unas 60 naciones y 47,000 empleados.
La entrada de Bechtel en Irak se remonta a 1950, cuando sus servicios fueron requeridos por la Compañía Petrolera Iraquí para construir un oleoducto de 556 millas, que trasladara el crudo de los campos en Kirkuk hasta el puerto de Baniyas en Siria. Luego, en los años 80, fue el principal contratista para la edificación de PC1 y PC2, dos plantas petroquímicas con capacidad dual para fabricar armamentos. En marzo de 1982, el gobierno sirio cerró el oleoducto como una muestra de solidaridad con Irán, cuyo gobierno fundamentalista islámico se encontraba enfrascado en una guerra sangrienta con Sadam Husein. A partir de agosto de 1981, la agencia de noticias iraní comenzó a informar de que Husein estaba empleando armas químicas en el conflicto. Los aviones iraquíes arrojaron al menos 13,000 bombas químicas desde 1983 a 1988. Entre los meses de octubre y noviembre de 1983, el gobierno iraní denunció que Irak estaba realizando ataques aéreos y terrestres con bombas químicas. Nada de esto detuvo al Departamento de Estado norteamericano en la negociación de un acuerdo para construir otro oleoducto, desde Irak hasta Jordania. El presidente en aquel entonces era Ronald Reagan. La compañía encargada de realizar la obra era la Bechtel. El enviado norteamericano para negociar el acuerdo fue Donald Rumsfeld.
Lo ocurrido entonces aparece documentado en una investigación dirigida por Jim Vallette: Crude Vision: How Oil Interests Obscured US Government Focus On Chemical Weapons Use by Saddam Hussein, realizada con documentos que se encuentran en el Archivo Nacional y en el Archivo Nacional de Seguridad, que he utilizado como fuente de datos, al igual que informaciones aparecidas en el periódico The New York Times y divulgadas por la Associated Press.
Para un hombre que ha afirmado en reiteradas ocasiones que la guerra de Irak no tuvo nada que ver con el petróleo, sino con la capacidad y la intención de Husein de usar armas de destrucción masiva —algo que ya había hecho con anterioridad, incluso contra su propio pueblo— la visita de Rumsfeld a Irak en 1983 arroja una sombra de duda. El ha insistido que se trató de una misión de paz, pero los documentos muestran que la construcción del oleoducto fue el objetivo principal. “Saqué a colación el asunto del oleoducto hasta Jordania, [el primer ministro Tariq Aziz] dijo que estaba familiarizado con la propuesta”. Estas son palabras del ahora secretario de Defensa, y artífice de la invasión, según aparecen citadas en un documento del Departamento de Estado sobre la reunión.
La realización de un oleoducto que llevara el crudo iraquí hasta el golfo de Aqaba, en Jordania, era de importancia fundamental para Estados Unidos, ya que esta ruta, que pasaba a través del mar Rojo, dejaba fuera al golfo Pérsico y al estrecho de Hormuz, donde se estaba desarrollando la “guerra de tanqueros”, que amenazaba el flujo de combustible con el hundimiento de buques petroleros por parte de Irak e Irán. Rumsfeld se reunió con Husein y también con Aziz, pero en ninguno de estos encuentros dijo una palabra sobre el empleo de armas químicas por parte del régimen iraquí. La cita con Aziz se celebró el mismo día que un panel de Naciones Unidas concluyó, de forma unánime, que Irak había atacado con municiones químicas a las tropas iraníes. Aunque cuatro días después el Departamento de Estado condenó oficialmente a Irak por el uso de armas químicas, presionó al Banco de Exportación-Importación de Estados Unidos para que se le otorgaran préstamos a corto plazo a esta nación para la construcción del oleoducto. En la práctica, la crítica se limitó a pedirle a los iraquíes que no adquirieran más armamento químico para no colocar a Estados Unidos en “una situación embarazosa”. La conclusión que arroja la lectura de los documentos y memorandos de aquellos años es clara: El oleoducto nunca se construyó. Algunos consideran que fue un error que posteriormente le costó muy caro a Husein. El dictador iraquí rechazó la idea ante el temor de que éste fuera blanco de un ataque israelí. También consideró excesivo el precio de $2,000 millones que pedía Bechtel, y se limitó a establecer conexiones con oleoductos en Turquía y Arabia Saudí para evitar el estrecho de Hormuz.
Para solucionar el temor iraquí ante un ataque israelí, el millonario Bruce Rapador, amigo del primer ministro Simón Peres, trató de negociar un acuerdo con Bechtel que le garantizara un diez por ciento de descuento en el precio del petróleo y que estas ganancias fueran destinadas al partido laborista. Peres estuvo de acuerdo en garantizar que Israel no atacaría la obra si no mediaba una “agresión no provocada”. A Irak no le bastó con ello y quiso obtener una confirmación irrestricta de Washington. Rapador trató de buscar el apoyo norteamericano a través del secretario de Justicia, Edwin Meese. Los promotores del oleoducto contrataron a James Schlesinger —ex secretario de Energía, ex secretario de Defensa durante las administraciones de Ford y Nixon y ex director de la CIA— y a William B. Clark —ex asesor de Seguridad Nacional bajo el gobierno de Reagan. La renuncia de Robert McFarlane como asesor de Seguridad Nacional fue otro golpe contra el financiamiento de la obra. El 31 de diciembre de 1985, Irak y Jordania rechazaron definitivamente la construcción del oleoducto. Tres años después, bajo escrutinio entre otros aspectos por su participación en los arreglos para financiar la obra, Meese se vio obligado a renunciar. En febrero de 1998, Rumsfeld, McFarlane y Clark, entre otros, firmaron una declaración condenando el uso de armas químicas por parte del régimen de Husein.
El dictador iraquí rechazó el plan para la construcción del oleoducto de Aqaba dos años después de que Rumsfeld le presentara la propuesta. Fue el último intento por parte de las compañías norteamericanas de participar en la industria petrolera iraquí. Pero hasta la invasión de Kuwait, en 1990, Bechtel continuó colaborando en proyectos con el gobierno de Husein. En 1988, la compañía firmó un contrato con “Alí el Químico” —acusado de gasear a miles de kurdos— para construir un complejo industrial petroquímico al sur de Bagdad. Este complejo, también poseía la capacidad dual de las plantas anteriores, De hecho, en su informe a Naciones Unidas del pasado año, Husein señaló a Bechtel como una de las principales corporaciones suministradoras de tecnología para la fabricación de armamento químico. La construcción se interrumpió cuando las tropas iraquíes entraron en Kuwait, y las fuerzas de seguridad de Husein detuvieron y luego deportaron a cientos de empleados de la firma, cuyo último empleado abandonó Irak en diciembre de 1990.
Bechtel no está sola en este terreno. Entre 1998 y 1999, y bajo la dirección de Cheney, Halliburton realizó ventas a Irak por valor de $23 millones a través de sus subsidiarias en Europa, según un informe publicado en el Financial Times de noviembre de 2000.
De todas las conexiones que Bechtel ha mantenido con la cúpula del poder estadounidense, sus vínculos con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) son quizá los más importantes. En Friends in High Places: The Bechtel Story, Leon McCartney presenta los estrechos lazos surgidos entre la CIA y Bechtel en los años 50. Steve Bechtel, ex CEO de la firma, mantuvo una estrecha relación con el entonces subdirector de la CIA, Allen Dulles, quien actuó como enlace entre la agencia y el Consejo Empresarial.
Hay que tener en cuenta estas relaciones estrechas con la CIA para comprender el poderoso vínculo entre Bechtel y la actual administración. La relación de la familia Bush con la agencia de inteligencia norteamericana no se limita al hecho de que el ex presidente George Bush fue director de ésta. Fue precisamente Allen Dulles el abogado contratado por el abuelo del actual mandatario para ocultar sus negocios con el nazismo. Bush padre pagaría por este error: hizo lo posible por distanciarse de ese pasado y salvar el honor familiar: abandonó sus planes para entrar en Yale y se enlistó en el ejercito norteamericano poco antes de que parte de la fortuna familiar fuera intervenida por el gobierno de Franklin D. Roosevelt, bajo la ley de comercio con el enemigo.
La “mala fortuna” de Prescott Bush fue que su suegro lo hiciera vicepresidente de la Union Banking Corporation, una firma que vendió más de $50 millones de bonos alemanes a inversionistas norteamericanos. No fue la única empresa norteamericana dedicada a financiar la Alemania nazi, pero tuvo una característica muy especial: uno de sus fundadores fue el empresario en la industria del acero Fritz Thyssen, el hombre que donó $25,000 a Adolf Hitler cuando éste no era más que un bullero y cuyo dinero permitió la supervivencia del naciente Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (Thyssen más tarde escribiría un libro sobre el tema: Yo financié a Hitler).
Según la obra George Bush: The Unauthorized Biography, de Webster G. Tarpely y Anton Cheitkin, Thyssen se incorporó al partido nazi y se convirtió en un de los miembros más poderosos de la maquinaria de guerra del nazismo, lo que derivó en grandes utilidades para los inversionistas norteamericanos. Cuando Hitler invadió Polonia, una acería que Thyssen poseía en el país pasó a ser operada con fuerza de trabajo esclavo procedente de Auschwitz. Luego Thyssen se retiró de las dos corporaciones financieras de las que Prescott Bush era vicepresidente (Union Banking Corporation y Harriman Investment). El abuelo del presidente Bush prosiguió con estos negocios hasta octubre de 1942. Si bien nunca fue encausado, el gobierno norteamericano confiscó sus acciones. Continuó al frente de las firmas, pero bajo estrecha supervisión gubernamental. En 1943, Prescott Bush renunció a su puesto y se convirtió en chairman del Fondo Nacional para la Guerra. Con la caída del nazismo, Thyssen fue arrestado y tuvo que pagar una indemnización por sus delitos. A su muerte, en 1951, el gobierno de Estados Unidos levantó la confiscación y los inversionistas norteamericanos pudieron vender tranquilamente sus acciones.
Espero que quien haya resistido hasta aquí la lectura se quede con un sabor amargo. Los negocios no tienen ideología o tienen simplemente la ideología de hacer negocios. Bechtel, Halliburton y los Bush no están solos. No es un problema de partido político. Si las principales compañías beneficiadas con los contratos de reconstrucción se encuentran entre los mayores contribuyentes al Partido Republicano, es porque los republicanos están en el poder. Nada garantiza que los demócratas no hubieran hecho lo mismo. Tampoco Estados Unidos es el único país que hace negocios con dictadores. En el caso de Irak, Francia, Rusia y China mantuvieron acuerdos con Husein a sabiendas de su predilección por las armas químicas. Pero lo que sí debería cambiar es el comportamiento del votante. El impulso banal a votar por el candidato que mejor luce ante las cámaras, “el tipo con el que saldría de pesquería o me tomaría una cerveza” y el guiarse por unos anuncios políticos machacones y el apoyo de un actor o vedette son parte de la indolencia que acarrea toda democracia. Una indolencia que contribuye a la riqueza y a la miseria.
Fotografía superior: el presidente George W. Bush se reúne con el príncipe saudita Abdullah Monday, en el rancho de Bush en Crawford, Texas, el 25 de abril de 2005. (Eric Draper/AP/Casa Blanca)
Fotografía medio derecha: un marine pasa junto a una estatua destruida de Sadam Husein en Bagdad, el 10 de abril de 2003. (Patrick Baz/AFP)
Fotografía medio izquierda: el entonces presidente George Bush saluda a las tropas en un campamento del desierto, en la zona oriental de Arabia Saudita, el 23 de noviembre de 1990, durante una visita por el Día de Acción de Gracias, (J. Scott Applewhite/AP)
Fotografía inferior derecha: el ex presidente George W. Bush saluda después de un lanzamiento en paracaídas en Yuma, Arizona, el 25 de marzo de 1997. (Mike Nelson/AP)
Este artículo apareció originalmente y con el mismo título en
Encuentro en la red, el 26 de enero de 2004.

jueves, 8 de marzo de 2007

¿Cambio o fin de la radio cubana?




Para la radio del exilio ha llegado la hora decisiva. El momento no es de cambio sino de renovación o fin, y todo parece indicar que lo que se avecina es quizá la palabra más repudiada por algunos de los protagonistas del micrófono: una revolución.
Pero no será una transformación para alterar el justo valor de las cosas sino todo lo contrario. Lo que está experimentando la radio exiliada en estos momentos es un proceso de ajuste que terminará por colocarla en su justa dimensión, y que pondrá fin a una función hipertrofiada, que por años cumplió ese medio de difusión, más por las condiciones especiales en que surgió, al servicio de una audiencia exiliada en un país con una cultura y un idioma diferentes, y con un marcado carácter militante de lucha política, que por su desarrollo y capacidad orientadora e informativa propia.
Mal o bien, o mal y bien, la radio cubana ya cumplió su papel como factor aglutinador de un exilio monolítico que ha dejado de serlo, y como propagandista de una lucha armada que desde hace años es prácticamente inexistente. Su crisis actual es sobre todo una crisis de identidad, porque ya no refleja la diversidad que caracteriza al exilio actual. Una serie de factores --su propio éxito en un momento dado, lo que atrajo a los grandes inversionistas; la diversificación étnica de Miami; la disminución, por envejecimiento y muerte, de su principal audiencia-- han contribuido a su crisis actual, pero la razón principal de la debacle es su incapacidad para renovarse: el aferrarse a su imagen tradicional se ha convertido en su talón de Aquiles, y el hecho es simple: nos guste o no nos guste, el anticastrismo ha dejado de ser rentable.
Despojos de un enclave
De The Jazz Singer (1927) a La Bamba (1987), la lección del cine norteamericano es la misma: el triunfo del inmigrante o hijo de inmigrante es mayor a medida que más se integra al país de adopción. Cuando un visitante recorre La Pequeña Habana en la actualidad, asiste a los despojos de un enclave cubano, donde los nombres de los establecimientos pretendieron perpetuar una ciudad perdida. Pero no son ruinas producto del fracaso sino del triunfo. Los logros de los cubanos, su expansión a toda la ciudad, ha significado en parte la pérdida de una identidad estereotipada y generalizada. El comercio o negocio que nació orientado a brindar servicios a sus compatriotas recién llegados se ha convertido en parte de una red más amplia, sobrevive gracias a otros inmigrantes, posiblemente provenientes de otros países, o desapareció. Estos cambios han afectado a la radio cubana, no sólo en su base de anunciantes (como los enfermos, ésta cada vez depende más de los servicios médicos, y en última instancia del Medicare y Medicaid), sino también en su audiencia: en su mayoría, tanto los nuevos inmigrantes como los hijos y nietos de los que llegaron primero no se ven reflejados en estas emisoras. Pero más que nada, la radio del exilio ha sido víctima de su propia soberbia, al pretender imponer una visión idealizada de la Cuba de los años 50 en la amplia gama de refugiados que en la actualidad viven en la Florida. Algún que otro programa, como el de Agustín Tamargo, constituye la excepción de la regla, pero por la cultura, la vitalidad y la independencia de su director.
Mundo irreal
Hasta hace pocos años, varias emisoras del exilio vivían en un mundo irreal: podían permitirse el lujo de enviar corresponsales cuando surgía un conflicto internacional, al igual que las grandes cadenas periodísticas; nunca se detenían mucho en las diferencias imprescindibles que existen entre una información y una opinión; fabricaban rumores y manipulaban a su antojo a los oyentes; eran capaces de organizar en breves horas actos de rechazo a diversos artistas según los consideraran favorables o no a su línea de pensamiento e imponían candidatos políticos. La radio fue y todavía será por un tiempo la gran fuente de catarsis, donde se descargan odios, envidias, frustraciones y todo tipo de ansiedades en un exilio demasiado largo. Por muchos años, trató de acomodar las noticias sobre Cuba a su conveniencia, y atacar al mensajero cuando el mensaje no era de su agrado.
Era agradable oírla: el fin de nuestras vicisitudes como exiliados estaba cerca y aquello se hundía irremediablemente: en parte acertaban, pero al final la victoria ha resultado sorpresiva e imprecisa y el triunfo final sobre el castrismo es una larga agonía. Todo esto está cambiado, y ello no significaba una conspiración en contra del exilio o una pérdida de poder de los cubanos. Es más bien otro reflejo de lo logrado por una comunidad que, tanto en aquéllos que desean asimilarse como en quienes quieren conservar su identidad, se independiza del control de unos pocos que pretendieron -y aún pretenden- dominarla a su antojo. Es parte de una crisis de crecimiento, en un medio que irremediable, con el tiempo ha tenido que convertirse en más profesional y menos dogmático.
En el futuro la radio cubana no sólo expresará los intereses e ideales de los que persisten en un enfrentamiento armado con el gobierno cubano -y bienvenidos sean para ellos nuevos maratones- o de quienes hacen de la perorata en contra de Castro el pan nuestro de cada día. Es posible que tendrá programas de orientación anodinos y tontos como los de todas las emisoras radiales norteamericanas, programas deportivos y de entretenimiento. En fin, contribuirá a embobecernos entre jornada y jornada laboral. Es un destino mediocre y poco glorioso para un medio de difusión, pero preferible a escuchar a toda hora esos generales de micrófono y todo ese odio e ignorancia incubados a media noche. Que aún no se han puesto las botas los que tanto arengan a las marchas.
Publicado el lunes 24 de Noviembre de 1997.
Fotografía de Pedro Portal.
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