martes, 30 de diciembre de 2008

La vida feliz del breve Michel Petrucciani



Ha muerto a la edad de 36 años Michel Petrucciani y lo primero que uno recuerda es la imagen entre cómica y patética de este Toulouse-Lautrec del jazz, cuando con tres pies de estatura y ayudado apenas por unas cortas muletas se acercaba al piano para cumplir la hazaña de encaramarse en la banqueta. Siempre supieron los diseñadores de las portadas de sus discos compactos explotar la pequeñez de Petrucciani y su rostro entre payaso y mimo que no llega a serlo, y por momentos, con el CD en la mano, uno tiende a confundirlo con un personaje de una película de Werner Herzog. Pero en eso llega la música para salvarnos del gesto caricaturesco, y la mirada que pretende ser triste y lo es pese a ello, y entramos en el tiempo donde ahora vive para siempre, encerrado entre el sonido y el rayo láser, burlándose de nosotros para nuestro deleite, inquieto y eterno Michel Petrucciani.
Hijo de un guitarrista de jazz, nació en Orange, Francia, el 28 de diciembre de 1962, y estudió piano durante siete años, para brindar su primer concierto a la edad de 13. Dos más tarde ya estaba tocando con el baterista Kenny Clarke y el trompetista Clark Terry. A los 17 años se trasladó a París, donde grabó su primer disco. Por ese tiempo, comenzó a tocar también con el saxofonista Lee Konitz. En 1982 viajó a California y se asoció al saxofonista Charles Lloyd, y juntos recibieron el Premio a la Excelencia en el Festival Internacional de Jazz de Montreux. Pero no fue hasta el año siguiente, cuando se presentó en el Carnegie Hall como parte del Kool Jazz Festival, que su fama se extendió por Estados Unidos.
Considerado como el más destacado seguidor del estilo de Bill Evans, Petrucciani no sólo comparte con éste el lirismo y el enfoque armónico al enfrentar la obra, sino la afinidad con músicos como el guitarrista Jim Hall. Asimismo —y al igual que Keith Jarrett—, en su labor se destaca la interpretación de varias composiciones o standards vinculadas por pasajes transitoriales donde reina la improvisación. Si bien es cierto que Petrucciani nunca alcanza la mezcla de improvisación y creatividad que despliega Jarrett en obras como The Köln Concert, su estilo evidencia una perfección técnica a través de la dinámica de una ejecución acelerada similar a la que solemos encontrar en Oscar Peterson.
Tanto Evans y Jarrett como Petrucciani han aportado un estilo introvertido y elaborado a la interpretación pianística del jazz, en esta segunda mitad del siglo, que a la vez es rico en lirismo. En este sentido, Petrucciani le agrega una afinidad con el impresionismo francés.
Si se quiere disfrutar a Petrucciani en toda su plenitud, lo mejor es escuchar Power of Three, de 1986, no sólo porque a su lado tiene a Hall y ambos son maestros de las improvisaciones corales y poseedores de una técnica que les permite desarrollar una gran riqueza armónica sino porque también el álbum incluye a Wayne Shorter en tres selecciones, donde su saxofón desborda de una creatividad y una pasión que no es fácil encontrar en otros discos suyos de la misma época.
La voluntad sin límites que desplegó Petrucciani para si no vencer al menos convivir con la osteogénesis imperfecta —que padecía desde su nacimiento y que detuvo su crecimiento a edad muy temprana : “Mi enfermedad no tiene nada que ver con el enanismo, tuve una infancia feliz pero fracturada”, solía bromear—, le sirvió también para consagrarse como pianista y compositor. Al morir el 6 de enero de 1999, mientras recibía tratamiento por un padecimiento pulmonar, dejó inconclusa una sinfonía. Lo sobreviven tres hijos y más de una docena de discos donde dejó plasmada su grandeza.
Fotografía: el pianista de jazz Michel Petrucciani en su apartamento de Nueva York, en esta foto de archivo de agosto de 1991 (Mario Suriani/AP).

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Rechazos envidiables



Tengo en un pequeño librero junto a la cama una colección de libros que no son enciclopedias, diccionarios o textos de consulta. Se trata de pequeños tomos, que de forma anecdótica cuentan la disparatada y a veces terrible relación entre escritores y editores. Con frecuencia imagino, lleno de envidia, la vida de un poeta como Rilke; escribiendo en bibliotecas y castillos maravillosos, eterno invitado de damas acaudaladas. Pienso en el destino de un Lezama solitario, recreando mil universos y el mismo universo; alejado del ruido y el sol perenne de La Habana Vieja por la intimidad de una casa modesta y el humo de su sempiterno habano. Recuerdo algo leído sobre Marx en Londres, quien mataba de hambre a su familia mientras escribía sobre el capital y el dinero. Sin embargo, lo más cercano a mi vida es el escritor que mira con súplica, odio y desprecio al editor que se niega a publicar su libro, que demora la salida de un artículo o que pospone por años la publicación en una antología de un cuento o poema.
Desde hace años pertenezco al gremio de los que se ganan la vida con la palabra impresa, escribiendo, titulando, traduciendo y editando. Colocando miles de palabras, de las cuales sólo guardo orgullo por unas pocas. Quizá por eso el tema de la contradicción, yuxtaposición y afinidad entre el valor económico y el valor literario de la palabra no cesa de atraerme.
También es por ello que simpatizo con Erle Stanley Gardner, quien en su apogeo como escritor de cuentos y novelas policíacas, cuando escribía cientos de miles de palabras cada mes —y minuciosamente cobraba por cada una de ellas—, practicara la sana costumbre de no matar a los bandidos de sus novelas hasta el preciso momento en que al héroe le quedara una sola bala.
Recuerdo haber leído que, al ser interrogado por su editor, que le reprochaba la mala puntería de sus personajes, Stanley Gardner replicó: “Si usted me paga tres centavos la palabra, cada vez que digo ‘bang’ gano tres centavos más, y está loco si piensa que voy a finalizar un tiroteo cuando a mi héroe aún le quedan 15 centavos en municiones por gastar”.
Otra anécdota similar tiene por protagonista a Mark Twain, que decía: “Nunca escribo ‘metrópolis’ por siete centavos porque gano lo mismo poniendo ‘ciudad’, igual que nunca escribo ‘policía’ cuando obtengo el mismo dinero por ‘cop’”.
Sin embargo, lo que leo y releo con obsesión, en esos pequeños volúmenes junto a mi cama, son las anécdotas de manuscritos rechazados, que luego se convirtieron en obras famosas. No se trata de la tontería del mal alumno de matemáticas, que se consuela pensando en las calificaciones escolares de Einstein, o de dejarme seducir por la industria editorial norteamericana, que produce libros aprovechándose hasta de sus errores. Lo que disfruto es la ironía del hecho, no su torpeza. No compadezco a los autores, no me pongo a su lado. Simplemente los envidio. Tampoco justifico la estupidez de quienes se opusieron, por miopía o prejuicio, a la publicación de los textos. Lo que me entusiasma en todo este asunto es el sin sentido que encierra suponer que hubo otros rechazos, de obras mucho mejores que aquellas despreciadas en un primer momento y que ahora gozan de fama y fortuna, pero que han sido borradas por unos predecesores que nunca las conocieron, conservadas para siempre en el olvido.
Cyril Connolly, un autor cuya agudeza lleva a otros a citarlo sólo por sus comentarios irónicos —de forma similar a lo que ocurre con el pianista Oscar Levant, de quien no se escuchan las grabaciones y sólo se reproducen sus chistes— escribió que al igual que los sadistas reprimidos estaban supuestos a convertirse en carniceros y policías, quienes tienen un temor irracional a la vida terminan siendo editores. Bernard Shaw, que era vegetariano, fue menos crudo: dijo que los editores combinaban la rapacidad comercial con un toque artístico, sin ser buenos empresarios ni críticos literarios de gran sensibilidad.
Muchos rechazos de obras hoy consideradas maestras parecen confirmar el dictamen de Shaw. Poe tuvo que pagarse la edición de Tamerlane, y vendió sólo 40 ejemplares, recibiendo menos de un dólar de ganancia. Cien años más tarde, uno de los ejemplares se vendió por $11,000. Hoy cualquiera de ellos que salga a subasta pública alcanzaría varias veces más ese valor.
Hasta hace pocos años, la mayoría de los rechazos obedecía a dos motivos. Uno era que el libro atentaba contra el orden moral, social y político establecido. Considerar el estilo de la obra contrario a las normas literarias imperantes era el otro. En 1928 un editor devolvió el manuscrito de Lady Chatterley’s Lover con este consejo para D.H. Lawrence: “Por su propio bien, no publique este libro”. La carta de rechazo de Lolita, de Vladimir Nabokov, escrita en 1955, es más explícita. “Esto debe, y probablemente ha sido, dicho a un sicoanalista, y ha sido convertido en una novela que tiene algunas cosas estupendamente bien escritas, pero es tremendamente nauseabunda, incluso para un conocedor de la teoría de Freud. Para el público, resultará repulsiva. No se venderá, y afectará enormemente una reputación en aumento (…) Se trata de una mezcla insegura entre una realidad repulsiva y una fantasía improbable”.
El segundo motivo clásico para el rechazo, la incomprensión de una obra novedosa, la sufrió Flaubert en 1856, cuando el manuscrito de Madame Bovary fue enviado de vuelta con una nota que decía: “La novela está sepultada bajo tan gran cantidad de detalles, que si puede considerarse están bien narrados resultan completamente superfluos”. Faulkner también recibió muestras similares de incomprensión, cuando en 1929 Sartoris fue caracterizada como una obra que carecía de trama y estructura, al extremo que el editor no se atrevía a sugerir una revisión, “porque su principal objeción era que el autor no tenía una historia que contar”.
No todos los responsables de rechazos literarios han sido tan malos lectores como el que pensó que los poemas de Emily Dickinson “carecían de rima”. En 1911 las primeras 800 páginas de lo que sería A la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, fueron rechazadas nada menos que por André Gide, en la Nouvelle Revue Française. Gide posteriormente leyó la novela, cuya edición tuvo que pagar Proust, y escribió una nota al autor disculpándose por su juicio erróneo, al que consideró el “más grave error de la N.R.F. (...) uno de mis más lacerantes remordimientos, algo de lo que me arrepentiré toda la vida”.
Entre los escritores que con mayor fuerza lograron atraer tanto razones morales y sociales como literarias, para el repudio de su obra, se encuentra James Joyce. Al Portrait of the Artist as a Young Man se le consideró “una obras más bien discursiva, cuyo punto de vista no es atractivo”. Dubliners tuvo peor suerte. Fue rechazado por 22 editores antes de ser publicado. Cuando al fin fue impreso, un irlandés irritado compró la primera edición completa y la quemó en Dublín. El Ulysses sufrió una odisea peor. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña no sólo prohibieron su publicación. También mandaron a confiscar y echar al fuego las copias entradas de contrabando de la edición francesa de Shakespeare Press, de Sylvia Beach. El regreso de París con un ejemplar del Ulysses, para ser entrado de contrabando en Estados Unidos, se convirtió en algo común hasta que en 1933 se levantó la prohibición.
Sin embargo, uno de los motivos de rechazo más común en nuestros días es lo difícil que resulta para un nuevo autor el darse a conocer. En 1960, la novela Steps, de Jersy Kosinski, ganó en Estados Unidos el Premio Nacional del Libro. Seis años más tarde, un escritor freelance mecanografió las primeras veintidós páginas del libro. Las envió a cuatro editores, como si fuera la obra de un escritor griego llamado “Erik Demos”. Fueron devueltas sin despertar interés alguno. Dos años más tarde mecanografió la totalidad de la novela y la mandó, bajo el mismo nombre falso, a más editoriales —entre ellas Random House, quien publicó el original, con un resultado similar: rechazo total. Cuando se trata de negativas, el cartero siempre llama dos veces o más. James M. Cain lo sabía muy bien.
Un escritor freelance lo sabe mejor. El término freelance data de la época de las Cruzadas. En el siglo XII los caballeros andantes se aliaban a un señor feudal, a cambio de tierra, dinero y un escudo de armas. Pero en ocasiones caían en desgracia o moría su protector. Entonces, sin tierra y sin escudo, se alquilaban como mercenarios: a lance for hire, a free lance. Casi siempre terminaban con la lanza rota u oxidada.
Siempre un editor tiene a mano dos formas socorridas, a la hora de rechazar ese bulto de páginas que tocan a su puerta. Con el tiempo estas formas se han convertido en fórmulas. La primera fue empleada por Samuel Johnson, quien escribió: “Su manuscrito tiene dos cualidades: es bueno y original. Pero la parte que es buena no es original y la parte que es original no es buena”. La segunda está ejemplificada en una carta enviada a un autor por una revista china: “Hemos leído su manuscrito con un placer sin límites. Pero si fuéramos a publicar su trabajo, sería imposible para nosotros publicar posteriormente textos de una calidad inferior al suyo. Y como resulta inimaginable que en los próximos mil años podamos encontrar nada igual, nos vemos obligados —a nuestro pesar— a rechazar su divino trabajo. Y a rogarle una y mil veces el que nos perdone por lo limitado de nuestros intereses y objetivos”.
Para mayor calamidad de los escritores, en la actualidad ambas fórmulas se reducen a un modelo convencional, impreso en abundancia por las editoriales, en el mejor de los casos. O al silencio impune que protege una guardia carente de imaginación.
15 de agosto de 1995.
Fotografía: Farmacia Sarrá en La Habana. Cuaderno Mayor agradece a Javier Santos, por permitir el uso de esta foto.

viernes, 31 de octubre de 2008

La noche que se jodió Estados Unidos



La noche del 2 de noviembre de 2004 se jodió Estados Unidos. O al menos la nación como se ha conocido en los últimos treinta y tantos años, tras la Guerra de Vietnam. No se trata sólo de que el país cambió luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Las razones para explicar el triunfo republicano son más profundas. Acaban de reventar las últimas costuras que quedaban para intentar mantener la unión de una sociedad que desde mucho antes daba muestras evidentes de resquebrajamiento. Culminó la larga etapa en que el Norte se impuso sobre el Sur e impuso una coherencia progresista, industrial y civilizadora a territorios disímiles. Se abre un nuevo período que puede desembocar en una guerra civil, el establecimiento de un estado totalitario de corte fascista y el renacimiento de una izquierda radical. Es posible que estas tendencias extremas nunca se materialicen, pero se ha ampliado la puerta que podría darles salida. A las puertas de la reelección de Bush, es el estilo político del Sur —con su carga de ignorancia y atraso, de la que no ha podido desprenderse pese al avance económico norteamericano— el que ha logrado imponerse como fuerza predominante para regir los destinos de la única superpotencia del planeta.
Basta contemplar un mapa de Estados Unidos para comprobar que el territorio está definido por líneas ideológicas que se han convertido en verdaderas fronteras. Al centro y al sur geográficos domina una mentalidad provinciana, aislacionista por principio, apegada al fanatismo religioso y hostil hacia la inteligencia. A lo largo de la costa oeste y al otro extremo —en la costa noreste— impera el cosmopolitismo, la tolerancia sexual y religiosa y el culto al conocimiento. Es un contorno delineado a brochazos, pero no carente de valor práctico a la hora de juzgar los resultados electorales del 2 de noviembre.
Lo primero que ha quedado demostrado es que los ocho años de gobierno del ex presidente Bill Clinton fueron un paréntesis, logrado por el carisma y la habilidad de un político astuto. La elección que demostró la verdadera tendencia nacional no llevó un nuevo mandatario a la Casa Blanca, sino una serie de legisladores al Congreso, y ocurrió en 1994, con el dominio republicano de ambas cámaras. Desde entonces nada ha sido igual. Hoy el Partido Republicano cuenta con una cifra de gobernadores estatales, senadores y representantes federales apenas imaginados hace cuarenta años.
¿Qué significa que los republicanos mantengan el control ampliado del Congreso, al tiempo que es casi segura la reelección del presidente George W. Bush? Pues que en los próximos meses y años serán nominados por el mandatario —y confirmados en el Capitolio— un gran número de magistrados que convertirán a la Corte Suprema y a las cortes estatales en organismos judiciales conservadores, que revertirán fallos y leyes en favor de los derechos de la mujer, las minorías raciales, los empleados y la protección ambiental. Las reducciones fiscales que benefician a las corporaciones y ciudadanos de elevados ingresos se harán permanentes, ampliándose en muchos casos. Los servicios sociales se reducirán como una justificación para reducir el déficit. La política inmigratoria será más estricta. Los programas de Bienestar Social serán privatizados en gran parte y la Asistencia Social limitada al máximo. La distinción entre la Iglesia y el Estado se volverá mas tenue y la protección del medio ambiente se verá doblegada ante los intereses corporativos. Los controles sobre la vida ciudadana se intensificarán. El presupuesto militar seguirá aumentando y la política internacional norteamericana se caracterizará por el aislacionismo y los planes hegemónicos.
Durante su primer período, Bush no se detuvo para poner en práctica una agenda de un marcado énfasis partidista, donde el fundamentalismo cristiano pasó a un primer plano, el secreto en la actuación gubernamental se convirtió en norma política y la arrogancia en las decisiones no admitieron la menor vacilación y duda. Hizo todo eso y mucho más, pese a que su llegada a Washington estuvo marcada por una decisión cuestionable de la Corte Suprema. Es imposible imaginar que ahora —tras una victoria rotunda de su partido en el Congreso y a un paso de la reelección— cambie de actitud. No se puede negar que aquello por lo que ha sido criticado por muchos —empecinamiento, fervor religioso y aislacionismo en la esfera internacional— ha contribuido en gran medida a su victoria en las urnas.
Pese a que aún no ha concluido el recuento electoral, ya pueden señalarse dos factores que contribuyeron en una medida determinante al triunfo de Bush: logró venderse como el mandatario capaz de garantizar la seguridad del país y movilizó a la base de creyentes cristianos —quienes profesan diversos cultos evangélicos— que se unieron en una cruzada moral y religiosa en favor de un presidente que supuestamente está destinado única y exclusivamente a ejercer un poder terrenal.
El resultado de elegir al gobernante del país más poderoso del planeta valorando sólo su fe religiosa y una imagen de ''hombre duro'' contra el enemigo exterior no es un buen presagio para el futuro de Estados Unidos. Tanto la realidad de que la economía no acaba de despegar —y que la cifra de nuevos empleos no supera al número de despedidos— como el hecho de que la nación fue lanzada a una guerra bajo premisas falsas y el atolladero actual de la situación iraquí pasaron a un segundo plano, frente a la ignorancia, el fanatismo y el miedo,
De confirmarse el triunfo de Bush, en los próximos días se analizarán los errores cometidos por el senador John Kerry a lo largo de su campaña, el papel desempeñado por determinados grupos de votantes —como los hispanos en general y los cubanoamericanos en particular— y otras razones que posibilitaron que durante otros cuatro años continúe una administración que ha dado muestras de una incompetencia que hoy por hoy parece no preocupar a la pequeña mayoría que decidió que todo continuara igual, es decir peor.
Luego de todos esos análisis imprescindibles, será necesario valorar si el Partido Demócrata no debe imitar a Bush y abandonar la política de centro que tan buen resultado dio a Clinton. No cabe duda que este año el país no estaba preparado para un político más radical al estilo de Howard Dean. Durante los próximos cuatro años, Bush hará que esta situación cambie. Esta es la única esperanza que queda en estos momentos.
Este artículo apareció originalmente en el periódico digital Encuentro en la red, el miércoles 2 de noviembre de 2004. Si quiere ver la edición de Encuentro en la red, pinche aquí.
Fotografía: agentes del Servicio Secreto observan, desde la plataforma de un vehículo en el Aeropuerto Internacional de Miami, el despegue del avión presidencial, Air Force One, tras una visita de tres horas y media a esta ciudad del actual mandatario norteamericano, el viernes 10 de octubre de 2008 (John Vanbeekum/The Miami Herald).

jueves, 30 de octubre de 2008

El fin de la partida



Empecinarse, exagerar e insistir son rasgos típicos del exiliado, escribe Edward W. Said, al caracterizar una condición de la que participaba. Mediante ellos el expatriado trata de obligar al mundo a que acepte una visión que le es propia, ''que uno hace más inaceptable porque, de hecho, no está dispuesto a que se acepte''.
Esa negativa a adoptar otra identidad, a mantener la mirada limitada y conservar las experiencias solitarias marca a quienes han sufrido cualquier tipo de exilio, con independencia de raza y nación.
El problema con los cubanos se ha vuelto más complejo con los años, al mezclarse las categorías de exiliado, refugiado, expatriado y emigrado entre los miembros de un mismo pueblo.
El exiliado es quien no puede regresar a su patria —la persona desterrada—, mientras que los refugiados son por lo general las víctimas de los conflictos políticos. El expatriado es aquel que por razones personales y sociales prefiere vivir en una nación extraña y el emigrado es cualquiera que emigra a otro país.
En el caso de Cuba, salvo los expatriados que viven en Europa u otras partes del mundo —por lo general nunca en Miami— y pueden entrar y salir de la Isla sin problema, todos los demás caemos en la categoría de exiliados, porque se nos impide el regreso a la patria, aunque no ''practicamos'' el exilio con igual fuerza. Y todos además, incluidos los expatriados, tenemos que atenernos a un ''código político''. Al mismo tiempo la mayoría podemos reclamar la etiqueta de ''víctimas''.
La existencia de una difusión en las fronteras de estas categorías, la falta de límites, el poder saltar de una a otra sin problema ha sido causa de más de un conflicto y motivo de muchas incomprensiones en Miami y la Isla.
Es un problema que tiene que enfrentar el gobierno cubano, si de verdad está interesado en un mejoramiento de las relaciones con quienes viven fuera del país. No sólo en Miami, o Estados Unidos en general, sino en todo el mundo. No parece dispuesto a hacerlo.
La solución tiene que partir de Cuba y ha de venir sin restricciones. La entrada libre al país y la posibilidad del regreso si alguien lo desea. Abandonar la excusa de repetir una y otra vez las medidas adoptadas por la actual administración. Sin proponer en cambio un plan que se contraponga, de una forma real y efectiva, a las normas creadas para complacer a un sector del exilio.
Washington y La Habana apuestan al statu quo, al tiempo que hacen ''denuncias'' y declaraciones en que se critican mutuamente. Pero ambas comparten un marcado interés en que la inutilidad de sus esfuerzos sea todo un éxito. Lo han logrado.
La Casa Blanca despilfarra millones en planes sin sentido y sostiene organizaciones que justifican sus ingresos con campañas que llaman la atención sólo en Miami.
En la Plaza de la Revolución no hay quien se atreva a proponer un poco de flexibilización, que permita el mejoramiento de las condiciones de vida de los habitantes de la Isla.
Aferrarse a una estrategia sólo se justifica mientras ésta dé resultados. Cuba sigue esgrimiendo el argumento de plaza sitiada y Estados Unidos se empecina en las presiones económicas. Ambas afectan al ciudadano de a pie, no importa donde viva: el que quiere mandar unos dólares más a sus familiares, quienes aspiran a trabajar por su cuenta para contar con dinero suficiente a fin de cubrir sus necesidades, los que se preocupan por los suyos y están hartos de medidas políticas que únicamente les limitan la vida.
Un poco de cordura y sentido común bastaría para cambiar este panorama. Pero cada vez resulta más difícil esperar que pasos elementales sean dados en beneficio de los cubanos, los de aquí y los de allá. O todo o nada. Es la única apuesta en que parecen estar empecinados ambos jugadores. Nadie mueve ficha, como si el más simple cambio significara el fin de la partida y no el comienzo de otra distinta.
Mientras tanto, cubanos, exiliados y refugiados aguardan por ese final prolongado que les permita definirse mejor. Empecinados, exagerados, insistentes.
Fotografía: celebración en La Calle Ocho, el 16 de marzo de 2008 (Ronna Gradus/The Miami Herald).

martes, 28 de octubre de 2008

Castrismo y anticastrismo



Una parte del exilio en esta ciudad se aferra a la ilusión de que el gobierno cubano puede sucumbir en un futuro cercano, está a las puertas de una crisis alimenticia catastrófica y agoniza presa de su inmovilismo. No es así. El proyecto revolucionario original parece agotado, pero los mecanismos de supervivencia permanecen intactos. Refugiarse en los extremos nunca es bueno. La isla atraviesa una etapa difícil y el impulso bajo el cual el mandato de Raúl Castro inició una serie de reformas limitadas ha desaparecido. Incluso se especula que una relativa mejoría en la salud de Fidel Castro ha tenido como consecuencia que éste intervenga más directamente en los asuntos de gobierno, lo que explica el freno a las esperadas reformas. Por otra parte, se especula también que en la población el desencanto ha sustituido a una ligera esperanza en los cambios que muchos esperaban —con mayor ilusión que fundamentos reales— introduciría el actual mandatario cubano.
Fundamentar el análisis de la situación cubana a partir de la mayor o menor participación de Fidel Castro, según una aparente recuperación y un estado de salud que hasta el momento es el secreto mejor guardado en la historia del país, resulta un enfoque engañoso en más de un sentido. Cuba sigue siendo una excepción. Se mantiene como ejemplo de lo que no se termina. Su esencia es la indefinición, que ha mantenido a lo largo de la historia: ese llegar último o primero para no estar nunca a tiempo. No es siquiera la negación de la negación. Es una afirmación a medias. No se cae, no se levanta.
Cualquier estudioso del marxismo que trate de analizar el proceso revolucionario cubano descubre que se enfrenta a una cronología de vaivenes, donde los conceptos de ortodoxia, revisionismo, fidelidad a los principios del internacionalismo proletario, centralismo democrático, desarrollo económico y otros se mezclan en un ajiaco condimentado según la astucia de Fidel Castro. No se puede negar que en la Isla existiera por años una estructura social y económica —copiada con mayor o menor atención de acuerdo al momento— similar al modelo socialista soviético. Tampoco se puede desconocer la adopción de una ideología marxista-leninista y el establecimiento del Partido Comunista de Cuba (PCC) como órgano rector del país. Todo esto posibilita el análisis y la discusión de lo que podría llamarse el ''socialismo cubano''.
Durante sus décadas de mando unipersonal y omnipresente, Fidel Castro siempre se sirvió de dos gobiernos para ejercer el poder, ambos propios: uno visible y formado por las estructuras políticas tradicionales; otro paralelo y no oculto y por lo general más poderoso: un gobierno ''formal'' y otro ''informal''.
Quienes apuestan por una transición lo hacen siempre operando dentro de las posibilidades de este gobierno formal. Sus limitaciones están dadas en el hecho de que esta maquinaria gubernamental es corrupta, ineficiente y carente de verdadero poder. No importa que no funcione, si realmente no manda. El otro gobierno, el informal, lleva mucho tiempo apostando sólo a sobrevivir. Y lo ha hecho con un éxito total.
La elección de Raúl Castro como presidente de la nación fue el primer paso, en muchos años, para lograr un acercamiento entre ambas formas de poder, que llevaría paulatinamente a la desaparición del ''gobierno informal'', para el establecimiento pleno de un gobierno o régimen más o menos colegiado. Sólo que desde el inicio se supo que esta supuesta ''sucesión-tradición'' estaba fundamentada en limitaciones que hacían que su desarrollo fuera lento sino imposible.
La primera de estas limitaciones fue evidente en la declaración de que Fidel Castro sería consultado en todas las decisiones importantes, lo que ya de hecho establecía que su retiro del mando era relativo. La segunda, y más importante, tenía que ver con la forma misma de gobierno imperante en la isla, fundamentada en lo que Giorgio Agamben considera un ''Estado de Excepción'', donde Raúl Castro, como nuevo presidente, estaba desde el comienzo limitado a una función administrativa, con Fidel Castro aún manteniendo la posición de soberano, pese a mantenerse alejado de la vida pública.
Este desempeño de papeles, por momentos nebuloso para quien lo ve desde fuera, tiene una claridad meridiana en cuanto a que las dos figuras que definen el panorama político nacional (los hermanos Castro) comparten un objetivo: mantenerse en el poder.
No por ello tal configuración de poder esta libre de contradicciones. Sólo que al tiempo que éstas obran a favor o en contra de los protagonistas, también confluyen en la meta común de mantener en funcionamiento la maquinaria de supervivencia: las diferencias no marcan los límite, sino más bien los límites marcan las diferencias.
De esta forma se explica lo inadecuado de aplicar a la realidad cubana los esquemas de transición a la democracia, tanto los fundamentados en experiencias posteriores al socialismo como aquellos que buscan sus claves en la ecuación caudillismo-democracia (el ejemplo español es el más evidente). En la URSS y los países socialistas existía un solo gobierno, el que desapareció por su ineficacia. Para Fidel Castro, que el Gobierno no funcionara resultó una carta de triunfo, porque le permitía la eficiencia de un mando paralelo. La salud pública podía sufrir un retroceso en la isla. Eso era un problema del gobierno oficial. Al mismo tiempo, el envío de brigadas médicas al exterior resultaba un gran triunfo. Esa era la obra del gobierno paralelo: el poder unipersonal del gobernante. Si el Ministerio de Salud Pública funcionara como un verdadero ministerio, hubiera terminado por convertirse en un obstáculo a la voluntad del mandatario. El mérito de Raúl —por cierto muy limitado— ha sido el tratar de hasta cierto punto subvertir este orden. Intentar un mínimo de eficiencia en el gobierno. Pero aquí hay que tener en cuenta que ya desde antes de su enfermedad, Fidel Castro estaba jugando en ambos polos de un mismo objetivo. De esta manera, la asistencia médica al exterior se ha convertido en una importante fuente de ingreso para la nación. Cubanos trabajan en el exterior de una forma más eficiente, para la economía de la isla, que si lo hicieran dentro del país. Esta evolución, por supuesto, no es un mérito que le corresponda al actual presidente, aunque sin duda esta función se ha incrementado en los últimos tiempo, sino algo que venía gestándose desde un tiempo atrás.
¿Dónde queda entonces la posible influencia que puedan ejercer, por ejemplo, las naciones europeas? En una apuesta más en el tiempo que en el espacio. El establecimiento de un vínculo que de seguro perdurará más allá de la permanencia física de los hermanos Castro. También en la presencia de un modelo comparativo que ayude a que los cubanos definan su realidad alejada de los extremos.
La anterior pregunta todavía es más engorrosa si se refiere al exilio que vive en Miami, donde está radicada la mayor comunidad de cubanos que reside fuera de la isla y que por su número y en especial su importancia económica debería desempeñar una labor mucho más importante, para el futuro de la isla, al que por años viene ejerciendo. En ese sentido, el aislamiento de la mayoría de los círculos de poder, que hasta ahora han ejercido su poderío sobre esta comunidad, es casi absoluto. Hay una paradoja que se quiere pasar por alto a diario: nunca un gabinete y un congreso estadounidenses han contado con una mayor participación e influencia de cubanoamericanos, pero al mismo tiempo ninguna administración anterior ha sido tan clara en dejar bien establecido que los actores políticos del futuro cubano se encuentran en la isla.
Cualquier proyección sobre el futuro de la isla debe hacerse desde el presente. No intentando un regreso a los años cincuenta. La nostalgia ha servido para enriquecer a unos cuantos en Miami. No tiene sentido como programa de gobierno. El régimen castrista no es un paréntesis en la historia de la nación, un apéndice que se puede eliminar sin el menor rastro. ¿Quiénes de los tantos que repiten a diario su discurso estéril en la radio exiliada conocen la realidad cubana? El ejercicio de desconsuelo —el intento de vender el pasado bajo una forma de futuro— sólo ha logrado edificar altares de ignorancia y fabricar líderes de pacotilla. En un futuro que nadie es capaz de precisar, Cuba iniciará una nueva etapa. No volverá la vista a un pasado de cinco décadas. Será imposible borrar tantas huellas y tampoco hay una voluntad nacional e internacional de que así sea.
Si inoperante es el modelo imperante en la isla, igual de obsoletas resultan las ideas de los anticastristas de café de esquina. Catalogar de demonio a Castro es un ejercicio estéril para el futuro de la nación. No se trata de negarse a condenarlo. Es resaltar la necesidad de mirar más allá. La ceguera política, una terquedad sin tregua de mantener al día la industria de la glorificación del pasado republicano, alimenta a unos cuantos y proporciona alivio emocional a quienes se niegan a escuchar y ver un mundo que ya no les pertenece, del que han quedado fuera por soberbia y desprecio.
Los que sólo se preocupan por echar a un lado las opiniones contrarias y mirar hacia otro lado, frente a una nación que lleva años transformándose para bien y para mal, no tienen grandes dificultades en Miami. La radio del exilio y algunos programas de televisión siguen alentando rumores y dedicando su espacio a satisfacer el odio, la venganza y las quimeras de quienes entretienen su vida con fábulas y sueños torpes.
Este atrincheramiento se justifica en frustraciones y años de espera, pero ha contribuido a brindar una imagen que no se corresponde con la realidad de esta ciudad. Por décadas, un sector del exilio miamense se ha identificado con las causas y los gobiernos más reaccionarios de Latinoamérica. Al contar con los medios y el poder para destacar estas posiciones, no sólo se han manifestado en favor de las más sangrientas dictaduras militares, sino defendido y glorificado a quienes colaboraron con estos regímenes, incluso en los casos de terroristas condenados por las leyes de este país.
En un intercambio de recriminaciones y miradas estereotipadas, en muchos casos la prensa norteamericana sólo ha querido mostrar las situaciones extremas y destacar las acciones de los personajes más alejados de los valores ciudadanos de este país. Al mismo tiempo, los exiliados han observado esa visión con ira y rechazo, pero también con un sentimiento de reafirmación. Ni Miami es siempre tan intransigente como la pintan, ni en ocasiones tan tolerante como debiera. Sin embargo, olvidar que es una ciudad generosa con exiliados de los más diversos orígenes resulta una injusticia.
Quizá la clave del problema radica en esa tendencia a los extremos que aún domina tanto en Cuba como en el exilio, donde falta o es muy tenue la línea que va del castrismo al anticastrismo, palabras que por lo demás sólo adquieren un valor circunstancial.
De esta forma, ser de izquierda en esta ciudad se identifica con una posición de apoyo a Castro, mientras que los derechistas gozan de las ''ventajas'' de verse libres de dicha sospecha. No importan los miles de derechistas, reaccionarios y hasta dictadores de ultraderecha que en Latinoamérica, Europa y el resto del mundo se han manifestado partidarios del régimen de La Habana y colaborado con éste. En Miami estas distinciones no se tienen en cuenta.
En igual sentido, cualquier posición neutral o de centro es vista con iguales reservas. Resulta curioso que mientras en Cuba se ha perdido parte de esta retórica ideológica —no en la prensa oficial pero sí en las opiniones diarias y hasta en los discursos de los funcionarios del gobierno, sobre todo a partir de la enfermedad de Fidel Castro— aquí nos mantenemos anclados en nuestro fervor “anticastrista”.
El problema con estos patrones de pensamiento es que resultan poco útiles a la hora de plantearse el futuro de Cuba. La figura de Fidel Castro —no importa si se lo ve débil y enfermo o en proceso de recuperación— actúa como un espejo en que aún reflejamos nuestras acciones y actitudes. En realidad, es un espejismo. Cierto las conclusiones del momento son que poco o nada cambiará en Cuba hasta su muerte. Pero confundir un paréntesis con un objetivo final resulta engañoso.
Durante meses, una secuencia singular se repitió tras el anuncio del 31 de julio de 2006: en Miami ''mataban'' a Castro y en Caracas lo ''resucitaban''. Sin importan las fechas y el lugar de la puesta en escena, estas representaciones no se realizan sin la presencia de actores extranjeros. Para un observador distante, sólo quedaba la conclusión de que el castrismo y el anticastrismo se habían marchado de Cuba. Ahora de nuevo acontecimientos fuera de la realidad cubana están a punto de definir un nuevo panorama de la realidad del exilio. En pocas partes como en Miami se puede afirmar de forma tan clara que lo que estará en las urnas de aquí a una semana es la posibilidad de un cambio: una nueva visión de la realidad local, nacional o internacional. Un paso hacia un enfoque diferente de las relaciones de esta comunidad con la isla o la repetición del viejo discurso por otros cuatro años.
Fotografías: superior, Plaza de Armas; izquierda y derecha, superior e inferior, la Plaza de San Francisco de Asís. Cuaderno Mayor agradece a agradece a Javier Santos por la autorización para poder usar estas fotos.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Miami y el fin del castrismo



Todos los días se escuchan y se leen en Miami comentarios, opiniones y declaraciones dirigidas a formular, alentar y desear el fin del sistema que en la actualidad impera en Cuba. Pero, ¿realmente se beneficiaría esta ciudad en el supuesto caso que ello ocurriera? Lanzo la interrogante desde una perspectiva económica. No es una pregunta que debe hacerse a los patriotas, verdaderos o falsos. Comprendo además que es imposible en esta ciudad, encontrar una respuesta que no implique asumir una posición política. Pero no deja de ser una inquietud que habrá que enfrentarse más tarde o más temprano. Hemos visto celebrar con júbilo la enfermedad de Fidel Castro y una y otra vez los rumores de su posible muerte. Rumores nunca materializados, pero acogidos siempre con entusiasmo. Con una ceguera total, aquí se ha asistido a un cambio de gobierno en la isla y a una renuncia, por voluntad propia, del que por casi cincuenta años fuera Comandante en Jefe y presidente de los consejos de Estado y de Ministros, sin un deterioro radical de la situación política cubana. Los que en esta comunidad constituyen el llamado “exilio de línea dura” continúan pensando y actuando como si Fidel Castro continuara en el ejercicio pleno del poder. Pese a las pruebas evidentes que se han dado al contrario en la isla. Son los fidelistas perfectos. Pero hasta que punto esa fidelidad refleja sólo un aspecto emocional, de personas que saben que cualquier posible cambio radical en Cuba va a alterar poco sus vidas. Porque, por el contrario, los cambios radicales en Miami ocurrirían si realmente desaparece no sólo el actual gobierno, sino también la ideología y la práctica que mueve a quienes gobiernan a noventa millas de nosotros, con independencia de las simpatías o rechazos que aquí se pueden tener al respecto.
La respuesta optimista a la pregunta que encabeza este comentario es que la reconstrucción de Cuba será de provecho mutuo para la isla y el sur de la Florida. La creación de un puente estable de intercambio empresarial, de capital y tecnología permitirá a muchas empresas de esta ciudad establecer filiales en el territorio cubano y así aumentar sus operaciones, con el consecuente beneficio para quienes laboran en ellas y tienen a su cargo las labores de dirección.
La situación de deterioro económico en Cuba —a consecuencia del obsoleto modelo que por décadas ha impedido el desarrollo nacional— que tendrá que enfrentar cualquier gobierno encargado de una transición radical implicará la adopción de medidas de incentivo para atraer las inversiones extranjeras, que inevitablemente tienen que tomar en cuenta la existencia de los capitales idóneos para esta tarea que se encuentran en Miami.
La necesidad de una especie de Plan Marshall a la cubana, enunciado a medias como parte del supuesto proyecto creado por la actual administración republicana, es un principio fundamental —y también un instrumento de propaganda que no ha logrado penetrar el escepticismo de los habitantes de la isla— acatado por la mayoría de las organizaciones de la comunidad exiliada.
Por un período de tiempo más o menos largo, Miami y el sur de la Florida tendrían que darle mucho a Cuba, más de lo que recibirán de ella en cualquier intercambio económico entre dos naciones. No hay que olvidar (aunque a veces resulta difícil) que Miami forma parte de Estados Unidos y que no estamos en una situación similar a la ocurrida durante la unión de las dos Alemanias. Más allá de una supuesta y prometida ayuda norteamericana, la contribución fundamental tendría que venir de capitales privados. Pero por muchas declaraciones patrióticas que escuchemos aquí, se sabe —y los empresarios del exilio han dado muestras sobradas de ello— que en este caso la realidad económica se impondría sobre cualquier ideal manifestado desde un micrófono, una tribuna o ante una cámara de televisión. Esta realidad —repito que aceptada sin rechazo por los exiliados de esta cuidad, pero hasta ahora sin que haya podido manifestarse en la práctica— no tiene necesariamente que ser del beneplácito del resto de los grupos poblacionales que viven aquí. ¿Surgirán entonces nuevas tensiones raciales, étnicas y políticas?
Mucho depende de la ayuda que también esté dispuesta a aportar la administración norteamericana de turno. Pero es indudable que el fin lógico de ciertas prerrogativas migratorias, que en la actualidad benefician a los cubanos, será la primera exigencia a enfrentar cuando ocurra el cambio.
Terminados los beneficios migratorios —y sin que se produzca un pronto desarrollo económico en la isla que atenúe la ilusión de abandonar el país para buscar una vida mejor en Miami— esta ciudad se vería amenazada con una entrada sistemática y sin límites de inmigrantes ilegales procedentes de Cuba, que buscarían establecerse en ella gracias a las facilidades de los viajes turísticos y la existencia aquí de una infraestructura familiar, de intereses comunes y similitud de origen.
Esto implicaría el surgimiento de una población flotante dedicada a la economía informal, que perjudicaría notablemente los servicios educacionales y de asistencia pública, al tiempo que no contribuiría tributariamente a las arcas locales y del estado.
En otras palabras, que en Miami se reproduciría la situación que existe en la actualidad en las grandes ciudades latinoamericanas.
Por otra parte, las características económicas del sur de la Florida —especialmente de esta ciudad— no permiten ser optimistas respecto a la posibilidad de un cambio en Cuba que implique a mediano plazo una mejora económica notable en la isla, que repercuta favorablemente en estas tierras. Incluso suponiendo que esta mejora se produzca —algo que de por sí requiere una fuerte dosis de optimismo—, la zona se vería afectada con el traslado hacia La Habana de algunas de las fuentes de empleo tradicionales del área.
Esta ciudad depende en gran medida de la esfera de servicios. Miami, Miami Beach y Fort Lauderdale como destinos turísticos nacionales, que tendrían que enfrentar la competencia cubana —una industria que ya cuenta con una estructura hotelera en crecimiento, notables atracciones y el incentivo adicional de precios más bajos— y que en poco tiempo podría incrementarse aún más y substancialmente.
Por ejemplo, las empresas de cruceros establecidas aquí podrían ver con buenos ojos el contar con la alternativa del puerto de La Habana como centro de operaciones. No es difícil imaginar que cualquier gobierno cubano de transición sería más permisivo que el norteamericano, en cuanto a muchas de las regulaciones que tienen que cumplir estas compañías en la actualidad.
El traslado de la relativamente importante industria del entretenimiento de Miami hacia La Habana es también muy probable. Las firmas disqueras y la reducida industria fílmica y de vídeo contarían en la isla con una fuente casi inagotable de talento local y un personal capacitado. La estructura tecnológica no sería difícil de establecer en breve tiempo, luego que se eliminen las trabas que imposibilitan su creación en la actualidad.
A todo ello se une el hecho de que, a la vuelta de unos pocos años, Cuba podría contar con una industria bancaria mucho más permisiva también que la norteamericana, que favorecería la creación de paraísos fiscales y el establecimiento de sedes “virtuales” de corporaciones, con el objetivo de evadir los impuestos que tienen que pagar en este país.
Estoy hablando de negocios “lícitos”, aunque reprobables desde el punto de vista fiscal y ético. No me refiero al lavado de dinero producto del narcotráfico u otras prácticas fraudulentas, sino a una práctica que llevan a cabo muchas grandes corporaciones norteamericanas, de nombre prestigioso, que incluso cuentan con gran número de contratos con el gobierno norteamericano y de cuyos consejos de dirección han formado o forman parte figuras destacadas en el quehacer político nacional, con independencia de su pertenencia a uno u otro de los dos partidos que se alternan en el poder en esta nación.
La subsidiada industria azucarera floridana entra —hablando en igual sentido especulativo— entre las que podrían encontrar en la isla un ambiente más propicio: con menos regulaciones ambientales y sin tener sus propietarios que invertir grandes sumas, como hacen en la actualidad, en las labores de cabildeo.
Es más, es posible que sea precisamente esta industria floridana una de las instituciones claves —la otra podría ser la dedicada a la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas— a la hora de formar nuevas alianzas entre los gobernantes cubanos de turno y la empresa privada.
La paradoja es que a la larga los mayores beneficiarios con un cambio de sistema en Cuba serán los estados norteamericanos donde la presencia de cubanos es casi ínfima o nula. Aquellos donde se encuentran los grandes graneros del país o las granjas de producción de cerdos y aves. Hasta los puertos de otros estados, o de otras áreas de la Florida tendrán un mayor comercio con Cuba que el puerto de Miami.
Como es imposible que en general la población cubana incremente en un corto plazo su nivel adquisitivo de forma apreciable —y estén en capacidad de disfrutar de viajes turísticos al extranjero—, el flujo de visitantes será hacia la isla y no en el sentido inverso.
Aunque todo el que vive en Cuba sueña con conocer Miami, en algún momento de su vida, el supuesto fin del actual sistema político cubano podría alejarle la posibilidad de cumplir ese anhelo. Es más —paradoja de las paradojas—, transformarlo en un imposible. Muchos familiares y amigos, que en la actualidad no visitan la isla por motivos políticos, preferirán hacerlo antes que mandarle el dinero a sus parientes, como ocurre ahora, para que sean éstos los que viajen a Miami. Ir a Cuba a verlos resultará más barato que traerlos aquí.
Cabe entonces otra pregunta más realista: ¿Cómo debe enfrentar esta ciudad la nueva situación, en por ahora supuesto caso también, de que se produzca en la isla un cambio no traumático y paulatino, pero que implique una transformación básica de los requerimientos, actitudes y actuaciones que hasta el momento determinan los nexos de las dos comunidades separadas por el estrecho de la Florida?
De producirse los cambios anunciados —y lo más importante, otros no mencionados pero que forman parte de los deseos y aspiraciones de buena parte de la comunidad de exiliados e inmigrantes que viven en el sur de la Florida— llevaría a un reacondicionamiento de los objetivos y aspiraciones de una comunidad que no ha dejado de cambiar desde la llegada del primer exiliado.
Al tiempo que la poderosa clase empresarial de origen cubano pueda lograr, de forma directa e indirecta, cierta influencia en la isla, el cubanoamericano común y corriente mantendrá sus vínculos afectivos, pero la política pasará a ser un aspecto menos importante en su vida (una transformación que ya viene ocurriendo).
Pero aunque Cuba lleve a cabo una transformación larga y compleja de forma pacífica —garantizando un clima de seguridad al establecimiento de capitales procedentes del exterior—, el sur de la Florida no dejará de ser un factor clave a la hora de tomar las decisiones que determinen la política exterior norteamericana con respecto a la isla.
Al igual que ocurre en el caso de Israel, estas decisiones tendrán que tomar en cuenta dos aspectos fundamentales: las consecuencias para Estados Unidos y las consecuencias dentro de esta nación. Miami no perderá su carácter cubano, pero los que llegaron y los que lleguen atravesando el estrecho de la Florida no podrán ejercer esa disyuntiva borrosa, entre ser exiliados e inmigrantes, que se practica a diario en esta ciudad. El exilio ha resultado un gran negocio para unos pocos. Para la mayoría una vida de frustraciones y esperanzas.
Durante muchos años Miami ha sido un refugio, con las ventajas de una isla desierta y sin los inconvenientes de una isla desierta. Una ciudad que se convirtió de resort en la “capital del exilio cubano”, pero que para la mayoría de los turistas que la visitan y alimentan una de las industrias principales de la zona no deja de ser un sitio de veraneo: la dualidad que define la ciudad. Un lugar escindido, que refleja la bipolaridad afectiva, la conducta dividida, la personalidad por momentos esquizoide de gran parte de sus habitantes de origen cubano.
De ahí que muchos miembros de esta comunidad, sobre todo los que llegaron en las primeras décadas, se nieguen con razón o sin ella a ser catalogados de inmigrantes, y reclamen siempre el título de exiliado, acosados por las disyuntivas entre ambos modelos, aunque a veces, por su actuación y vida diaria, esta disyuntiva parezca no preocuparles mucho. Por eso actúan como si tuviera múltiples personalidades. La publicidad y la propaganda se mezclan indisolubles en su vida. La arenga y la discusión política con la tarjeta de negocios y el comercial. Acuden a los actos políticos y están pendiente de las noticias de la radio, pero no despega el ojo de la caja contadora y sus hijos y nietos son norteamericanos por nacimiento y cultura.
La vida en un país libre, aunque uno sea un desterrado, implica una flexibilidad en las decisiones que va más allá de la posibilidad de elegir entre las diversas marcas de pasta de diente y jabón de baño. En una ciudad donde cada cual (negro, anglo, latinoamericano, caribeño) tira para sí, el exiliado cubano pasa los días ocupado en un tira y encoge que al mismo tiempo jala con fuerza hacia el pasado, el presente y el futuro de una Cuba que existe sólo para él. Lo ideal sería que pudiera acomodar mejor la realidad y el deseo. Pero para lograrlo sería necesario un esfuerzo mayor al que en este momento realizan tanto Washington como La Habana.
Nada de lo anterior significa un olvido suave o una renuncia paulatina. En muchos casos, el país de origen llega a estar más cercano a una carga emocional y económica que una esperanza perdida, pero no se abandonará el empeño de influir en su destino pese a la distancia. Una condición irracional, que no depende de cifras demográficas. Los cubanos y los hebreos estamos destinados a ser una minoría que hace sentir su presencia, nunca silenciosa. Ningún cubano estará nunca dispuesto a dejar a un lado la algarabía y la isla renunció a un destino plácido cuando surgió de entre las aguas. Pero es posible, vale la esperanza, de que en un futuro no muy lejano se pueda lograr un mayor acercamiento y entendimiento, que no será un destino común, sino más bien dos esferas con muchos puntos de contactos.
Fotografía: una artista del Circo Nacional de Cuba realiza ejercicios de calentamiento antes de su actuación en el Festival Circuba, que se realiza en La Habana, en esta foto del 5 de agosto de 2008 (Javier Galeano/AP).

martes, 17 de junio de 2008

Cine e imagen



Hasta hace unos años, al analizar el producto cinematográfico nos encontrábamos dos características fundamentales: era un lenguaje y al mismo tiempo una mercancía. Como lenguaje cumplía la función de comunicar a través de la proyección de imágenes. Pero para ello tenía que existir como mercancía. Incluso cuando supuestamente rechazaba su valor comercial, era un producto: un artículo creado gracias a una base material e industrial.
Cuando hablábamos de producto cinematográfico, la película, lo abordábamos en un sentido general y no sólo como producto cultural o artístico. De hecho el cine no nació como forma artística y tampoco fue esa posibilidad lo que atrajo a los primeros espectadores, que asistían no a “representaciones artísticas” sino a exhibiciones de actualidades, actos de ilusionista, trucos o como quiera llamárselos.
En breve tiempo, la película se impuso no sólo como obra de ficción. Desde el inicio, surgieron otras formas narrativas que no podían ser excluidas del fenómeno cinematográfico, desde el documental en todas sus manifestaciones hasta el cine didáctico y científico, además del simple “cine de aficionado”, que en su dimensión más hogareña sólo pretendía conservar la imagen de una familia o la del desayuno de un bebé.
Movimiento de la imagen, imagen del movimiento. Esta era y continúa siendo la esencia del lenguaje cinematográfico, lo que entusiasmó a los primeros espectadores —con independencia de los temas tratados— y lo que aún hoy atrae al público las salas oscuras. Para lograrlo son indispensables dos cualidades intrínsecas del cine:
-La fotografía como imagen-reflejo en un plano bidimensional de las características de los objetos reales.
-La sucesión de las imágenes en el tiempo, aportando así la dimensión temporal al espacio.
De ambas se desprenden las cualidades de la imagen cinematográfica: es realista en el sentido de que está dotada del poder de captar y trasmitir las “apariencias” o características visibles de la realidad, y al mismo tiempo posee la cualidad de otorgarle “realidad” a los hechos más fantásticos. Esta cualidad, que desde la época de Melies posibilitó la existencia del cine fantástico, de horror y ciencia ficción, está presente también en el documental, tanto en su valor testimonial —hechos y personas reviven ante nuestros ojos—, como descriptivo —gran parte del conocimiento actual acerca de naciones, ciudades y culturas se lo debe al cine, y científico: el drama del crecimiento de una planta se desarrolla en varios minutos en nuestra sala.
Ello permite enunciar otro aspecto de la imagen cinematográfica, y es el hecho de que ésta se encuentra siempre en presente, lo que constituye a su vez uno de los pilares sobre los que se asienta la narrativa fílmica.
Esta cualidad de presente artístico o expresivo no es sólo propia del cine. Por ejemplo, aparece también en la música. Pero es la pantalla —por su aspecto realista—, donde se brinda con mayor fuerza al espectador.
A lo anterior hay que agregar que la imagen tiene un “papel significativo”. Todo lo que aparece en la pantalla tiene un valor o sentido. Desde el punto de vista dramático, la estética cinematográfica descansa en la convención fundamental de la supresión del tiempo —carente de acción significativa— mediante la sucesión de acontecimientos sin aparente relación con la trama.
Sobre esta base se fundamenta el arte, y cuando nos salimos de esta definición, corremos el riego de apartamos de éste, al menos en su definición más tradicional. Bajo este principio podemos analizar toda la historia del cine, y ver como el concepto de “acción significativa” ha ido evolucionando a través de los llamados “movimientos cinematográficos”. Un ejemplo es el Neorrealismo Italiano, cuyos realizadores no hicieron otra cosa que otorgarle otra dimensión al concepto.
Incluso en películas carentes de una narrativa, en el sentido convencional del término, hay una sucesión de “actos significativos”, que el director desarrolla para lograr la comunicación cinematográfica.
Lo anterior no sólo está presente en películas que en mayor o menor grado responden a cánones estéticos, sino que es su condición de producto cinematográfico, por cuanto descansa en el hecho de ofrecer una visión elegida y depurada de la naturaleza del objeto fílmico y no una simple copia.
Ya en los orígenes del cine, donde lo que importaba era el fenómeno de la “impresión de realidad” que aportaba el espectáculo y no el tema elegido, existía la tendencia de filmar temas “móviles”, como trenes, caballos al galope, olas chocando contra las rocas y buques avanzando hacia el horizonte.
Esto nos lleva a enunciar una cuarta cualidad de la imagen cinematográfica: su carácter de realidad escogida, recreada y elaborada. Todo filme nos presenta un punto de vista, determinado por las creencias, sentimientos y valores de sus creadores y productores.
Como quinta característica está el hecho de que, al igual que temporalmente el cine responde al tiempo presente, espacialmente es un hecho determinado o de unicidad representativa.
Por su realismo científico, inherente a la cámara, el cine sólo capta aspectos propios y exactamente determinados de la naturaleza de las cosas. En el cine, la imagen tiene un significado preciso y limitado: “tal casa”, “tal árbol”, “tal hombre”.
Estas cualidades espaciales y temporales, a la vez que brindan grandes posibilidades al cine, serán sus mayores limitaciones a la hora de considerarlo como lenguaje, si no existieran los aspectos de contexto entre las imágenes.
De ahí el “valor relativo” de la imagen cinematográfica, ya que está determinada por:
-El contexto cinematográfico. Su valor con relación a la precedente y sucesiva. Hecho que a partir del surgimiento del montaje posibilitó la existencia de un lenguaje y de una estética del cine.
-El contexto mental del espectador, que al relacionarse con el filme adecua los contenidos de la imagen a sus valores y viceversa, lo que lleva a la formación de los fenómenos de acondicionamiento cultural que ayudan a explicarnos el gusto cinematográfico.
Es precisamente esta sexta cualidad de la imagen cinematográfica la que posibilitó —es más, exigió— la existencia del montaje
El recurso del montaje, como expresión de continuidad de diversos planos de acción era un recurso conocido y utilizado por los narradores del siglo XIX. Está presente en las historietas gráficas que a partir de los siglos XVI y XVII comienzan a desarrollarse por toda Europa.
Desde el surgimiento del cine, el montaje forma parte de la esencia del medio. Se evidencia en uno de los filmes presentados en la primera exhibición del Cinematógrafo Lumiere. En La llegada del tren a la estación central podemos observar, gracias a la posición en que fue colocada la cámara, el primer plano secuencia de la historia del cine. Desde que aparece la locomotora en la lejanía hasta los rostros de los pasajeros ocupando toda la pantalla, el espectador establece múltiples relaciones con las imágenes que se suceden, gracias al valor relativo de éstas y su sucesión en un breve intervalo de tiempo. El tren de pronto adquiere vida, no sólo en su presencia cercana, el humo de la maquina, etc., sino también porque se nos ofrece en su dimensión de medio de transporte de seres humanos. Personas que hasta un instante anterior eran desconocidas ahora se encuentran frente al espectador, para mostrarnos, gracias a su presencia en la pantalla, sus temores, trajines y destinos.
A esta cualidad del montaje interior, que posibilitó la existencia de un lenguaje cinematográfico desde las primeras películas silentes, se unió luego, tras la aparición del sonido, no sólo la presencia de un lenguaje visual, sino también sonoro, que abrió las puertas para que este medio sea la vez lenguaje cinematográfico y mezcla de lenguajes.
Mediante imágenes sucesivas, desarrolladas en un tiempo dado, el cine nos muestra su contenido. Al igual que la música, el cine es un arte temporal, ya que se desarrolla en el tiempo, pero a diferencia de ésta —que se trasmite directamente al espectador mediante el sonido, en un espacio determinado (los efectos de espacialización en la música comenzaron a desarrollarse cerca de la mitad del siglo XX)—, el cine utiliza un medio espacial cambiante: nos brinda el tiempo no sólo por medio de una percepción directa (la duración de la película), sino mediante la utilización de la característica primordial de esta dimensión: la duración del espacio fílmico. Así, operando sobre la longitud de las imágenes, los recursos de la toma desde diferentes ángulos con diversos lentes y el empleo del montaje, el tiempo de la sucesión cinematográfica impone su propia cronometría sobre el espectador.
Pero a su vez, el espacio fílmico, ese espacio de aquí y ahora al que se hizo referencia al hablar de la imagen, es un espacio temporal. Mediante la utilización del montaje, el cine nos traslada de un escenario a otro, y acorta o alarga su contemplación.
Esto nos lleva al análisis de la segunda característica de la sucesión cinematográfica: su relativismo. En el cine, tanto el tiempo como el espacio tienen un carácter relativo. Un hecho que ocurre en minutos puede ser alargado mediante el recurso del montaje —utilizado desde los primitivos realizadores ingleses hasta nuestros días, y hecho famoso por el norteamericano David W. Griffith con su rescate “en último minuto”. De igual forma, un espacio puede ser descrito con mayor o menor precisión según la velocidad de movimiento de la cámara o la aceleración de las imágenes. Pero este relativismo no sólo está presente como recurso narrativo en el llamado “cine artístico” o incluso de aventuras, sino que ha sido utilizado con sentido didáctico por las películas científicas, y aun el simple aficionado lo emplea.
Como tercera característica de la sucesión cinematográfica, se puede señalar que el cine no es sólo es la imagen del movimiento. Más bien podemos hablar de una imagen que es una mezcla de movimientos. No sólo tenemos la duración de los fragmentos de filmes determinados por el montaje, sino los movimientos de la cámara —la que además puede realizar un “montaje” en su trayectoria, en los conocidos planos-secuencia—, así como los desplazamientos de los personajes dentro del set y la frecuencia de filmación —ya que, como se ha mencionado, la velocidad estándar de proyección de 24 cuadros por segundo puede alterarse para lograr efectos dramáticos y científicos—, la utilización de la música, que contribuye a imponer determinado tempo, así como las voces, y los efectos sonoros, que juegan también un papel fundamental en el desarrollo temporal.
De aquí que señalemos, como cuarta y última característica de la sucesión fílmica la existencia en el cine de dos medios fundamentales, uno visual y otro auditivo. Ambos medios son igualmente importantes, aunque, en la mayoría de los casos, gran parte del contenido cognoscitivo y afectivo viene dado a través de la imagen.
Fotografía: filmación la cinta Melodrama, de Rolando Díaz, en La Habana (foto de archivo).

sábado, 5 de abril de 2008

''Tallibanes'' en Tallahassee




Hay un interés creciente en Miami, que se extiende a toda la Florida, en mantener una política hacia Cuba mucho más rígida que la acordada en Washington.
La meta no es sólo ir un paso más allá de las normas establecidas por el gobierno del presidente George W. Bush -quien precisamente se ha caracterizado por favorecer una estrategia afín al llamado ''exilio histórico''-, sino convertir a la política estatal en una avanzada de los objetivos nacionales, en lo que respecta al tratamiento del caso cubano.
Se trata de un objetivo primordial de largo alcance: consolidar el poder político en uno de los estados más importantes para las elecciones presidenciales, de forma tal que la política norteamericana hacia la isla no esté influida sólo por la labor de cabildeo y los poderosos contribuyentes cubanoamericanos del sur de la Florida, sino por una maquinaria republicana que puede resultar clave a la hora de elegir al próximo mandatario de la nación más poderosa del planeta.
El promotor de la reciente prohibición de fondos estatales para viajes académicos a Cuba, el representante republicano por Miami David Rivera, es un buen ejemplo dentro de un nuevo grupo de legisladores cubanoamericanos, que en parte ha ocupado el vacío que dejó la muerte de Jorge Mas Canosa y la pérdida de poder de la Fundación Cubano Americana.
Este legislador fue uno de los redactores en el 2003 de una carta -firmada por un grupo de representantes estatales republicanos de la Florida- que urgió al presidente Bush para que actuara con mayor firmeza respecto a Castro, o de lo contrario podría perder su apoyo para las elecciones del 2004. Meses más tarde, el mandatario aprobó la serie de restricciones a las remesas y los viajes a la Isla.
Rivera incluso ha propugnado el reducir los beneficios sociales a quienes viajan a Cuba e imponer impuestos a los empresarios floridanos que negocian con La Habana.
El político de 40 años forma parte de un grupo de legisladores con varias características similares y opuestas a los llamados ''talibanes'' del régimen de Fidel Castro.
La prensa internacional cataloga de ''talibanes'' -una denominación errónea al concederle celo ideológico a lo que es simplemente sumisión oportunista- al grupo de jóvenes que pasaron de su militancia en la Unión de Jóvenes Comunistas y la Federación Estudiantil Universitaria al Grupo de Coordinación y Apoyo del Comandante en Jefe.
Al hablar de semejanzas, no se intenta sólo comparar los extremos dentro de dos polos ideológicos. Más bien en este caso es enfatizar la seducción que siempre ofrecen los caminos trillados y la comodidad de lograr el triunfo recorriendo una vía segura.
Más allá de los encasillamientos generacionales y las divisiones por edades, se puede establecer un amplio paralelo entre estas dos generaciones de relevo, la que vive en Cuba y la que creció en el exilio.
En lo que respecta a Miami, se trata de un grupo de hombres y mujeres que por fecha y lugar de origen -varios de ellos nacieron en este país- no comparten una historia común con los residentes de la Isla, pero se consideran depositarios de la Cuba que dejó de ser: hijos del anhelo de darle marcha atrás al reloj histórico y político en Cuba, para borrar todo vestigio del proceso revolucionario, y herederos del llamado ''exilio histórico''.
Gracias a su participación en los triunfos electorales de los hermanos Bush, este grupo desempeña un importante papel en la confección de la política norteamericana hacia la Isla. El objetivo es continuar ampliando una política que es compartida por una buena parte de los votantes cubanoamericanos con más años en el exilio. En última instancia, lo importante para ellos no es la efectividad de esa política, sino que ésta ejemplifique su influencia política.
El reloj cubano tiene dos manecillas, una en La Habana y la otra en Miami. Ambas se empecinan en el mismo recorrido. Insisten en el avance en reversa con una tenacidad que amarga al más optimista.
Publicado en El Nuevo Herald el 30 de mayo de 2006.
Fotografía: una cubana participa en una manifestación en Miami, en apoyo de las puntos de vista del exilio más intransigente y de la Guerra de Irak, en marzo de 2003 (Roberto Koltun/El Nuevo Herald).

martes, 12 de febrero de 2008

Periodistas independientes: receta para publicar en Miami


Si usted reside en Cuba y quiere ver su nombre en los periódicos de Miami la receta es simple: conviértase en periodista independiente. No importa que sus artículos no tengan calidad, que lo que narren sea cierto o falso, que desconozca por completo las reglas del periodismo objetivo que con tanto rigor se aplican en Estados Unidos. Basta que usted se declare periodista independiente en la isla, que encontrará su tribuna en Miami.
Es lamentable. En primer lugar porque dentro del periodismo independiente en Cuba hay figuras de calidad, verdaderos periodistas como Raúl Rivero, que producen artículos e informaciones que logran transmitirnos parte de la realidad existente en la isla. Pero sobre todo es una pena que muchos en Miami crean estar contribuyendo a la libertad de Cuba, la creación de una sociedad civil y de una prensa independiente con la publicación de hojas de propaganda escritas con la ilusión de agradar a los ojos y oídos de Miami, que no reflejan la realidad de Cuba y que no cumplen con las reglas elementales del periodismo, que se limitan a la repetición de los lugares comunes y las opiniones que de forma estereotipada caracterizan la forma de pensar del exilio histórico de Miami.
Es lamentable además porque donde esperábamos encontrar nuevas opciones, puntos de vista diferente y visiones de una realidad que desconocemos, nos enfrentamos con un doble engaño: una información escrita no desde la isla sino hacia el exilio, que no nos informa sino que pretende halagarnos, ratificar nuestras posiciones.
Concesiones injustificablesQuiero entender que esta actitud complaciente de algunos periodistas independientes de la isla nace de su propio desamparo: desprovistos de cualquier tipo de apoyo y acosados por el régimen castrista, hallan natural adecuar su discurso a los oídos receptivos que encuentran en Miami. Pero ello no debe librarnos de una llamada de atención sincera y desinteresada. No tiene sentido convertirse en abanderados de una lucha contra la dictadura cuando para ello son necesarias concesiones injustificables.
También en el exilio somos culpables. Con un paternalismo trasnochado nos negamos a criticar cualquier información proveniente de la prensa independiente cubana porque tememos convertirnos en emisarios del enemigo, cómplices del castrismo, abanderados de la injusticia. La realidad es que la búsqueda de la verdad debe guiarnos a ambos lados del mar Caribe, con independencia del precio que haya que pagar para ello en cualquier terreno.
Lo peor del caso es que las informaciones de los llamados periodistas independientes han caído en muchos casos en la misma manipulación de la que pretenden escapar. El régimen castrista ni siquiera se preocupa de utilizarlas como justificación de una supuesta libertad de información en la isla, sino que les sirve para un destino más siniestro: justificar la falta de necesidad de una prensa independiente.
Añoranza de libertad
Limitado al máximo en sus recursos, incapaz de ejercer sus funciones como medio informativo, coartado en su acceso a las fuentes, el periodismo independiente desde la isla es casi siempre una abstracción imaginaria. Uno o dos reportajes oportunos impiden la afirmación categórica y merecen todo nuestro apoyo, pero el conjunto representa una añoranza de libertad que si bien justifica su surgimiento no debe movernos a la más mínima ilusión. Sus informaciones no pasan en muchos casos de columnas de opinión y en otros de visiones distorsionadas, tanto del pasado como del futuro de Cuba, pero nunca llegan a cubrir la necesidad de una información veraz y objetiva.
Muchos pensarán que exigirles más a los periodistas independientes no sólo es asumir la posición cómoda del que comtempla los toros detrás de la barrera, sino caer en la injusticia extrema del que exige mucho sin haber hecho nada al respecto. Es posible, pero ello no salva a otros de ser a la vez víctimas y victimarios de un paternalismo
interesado. Son los que se amparan en la divulgación de cualquier tipo de información proveniente de la isla para justificar una supuesta labor patriótica en aras de la libertad de la isla; son los que se encubren en un concepto de militancia contra el castrismo para justificar la mediocridad y la estulticia; son la contrapartida provinciana y truncada a los políticos 'chic' de la izquierda y la derecha europea que justifican con una reunión en que participan varios disidentes su posturas complacientes al régimen cubano; son, en realidad, parte de un encubrimiento mayor: la ausencia de cambios dentro de la realidad cubana.
La liberación del régimen castrista no es sólo un proceso social o político, que ingenuamente muchos piensan culminará con la muerte de Fidel Castro. Es sobre todo un acto individual: librarse de las ataduras ideológicas que nos impuso una república corrupta y frustrada y una revolución traicionada antes de nacer. Hasta que no aprendamos a desprendernos de la carga ideológica con que se pretenden justificar muchas de nuestras debilidades o limitaciones, no seremos capaces de juzgarlas de forma justa y verdadera. Algún día lo lograremos. Entonces sí seremos capaces de vivir una vida sin Castro.
Fotografía: exhibición de modas en La Habana, el martes 12 de febrero de 2008 (Javier Galeano/AP).