viernes, 31 de octubre de 2008

La noche que se jodió Estados Unidos



La noche del 2 de noviembre de 2004 se jodió Estados Unidos. O al menos la nación como se ha conocido en los últimos treinta y tantos años, tras la Guerra de Vietnam. No se trata sólo de que el país cambió luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Las razones para explicar el triunfo republicano son más profundas. Acaban de reventar las últimas costuras que quedaban para intentar mantener la unión de una sociedad que desde mucho antes daba muestras evidentes de resquebrajamiento. Culminó la larga etapa en que el Norte se impuso sobre el Sur e impuso una coherencia progresista, industrial y civilizadora a territorios disímiles. Se abre un nuevo período que puede desembocar en una guerra civil, el establecimiento de un estado totalitario de corte fascista y el renacimiento de una izquierda radical. Es posible que estas tendencias extremas nunca se materialicen, pero se ha ampliado la puerta que podría darles salida. A las puertas de la reelección de Bush, es el estilo político del Sur —con su carga de ignorancia y atraso, de la que no ha podido desprenderse pese al avance económico norteamericano— el que ha logrado imponerse como fuerza predominante para regir los destinos de la única superpotencia del planeta.
Basta contemplar un mapa de Estados Unidos para comprobar que el territorio está definido por líneas ideológicas que se han convertido en verdaderas fronteras. Al centro y al sur geográficos domina una mentalidad provinciana, aislacionista por principio, apegada al fanatismo religioso y hostil hacia la inteligencia. A lo largo de la costa oeste y al otro extremo —en la costa noreste— impera el cosmopolitismo, la tolerancia sexual y religiosa y el culto al conocimiento. Es un contorno delineado a brochazos, pero no carente de valor práctico a la hora de juzgar los resultados electorales del 2 de noviembre.
Lo primero que ha quedado demostrado es que los ocho años de gobierno del ex presidente Bill Clinton fueron un paréntesis, logrado por el carisma y la habilidad de un político astuto. La elección que demostró la verdadera tendencia nacional no llevó un nuevo mandatario a la Casa Blanca, sino una serie de legisladores al Congreso, y ocurrió en 1994, con el dominio republicano de ambas cámaras. Desde entonces nada ha sido igual. Hoy el Partido Republicano cuenta con una cifra de gobernadores estatales, senadores y representantes federales apenas imaginados hace cuarenta años.
¿Qué significa que los republicanos mantengan el control ampliado del Congreso, al tiempo que es casi segura la reelección del presidente George W. Bush? Pues que en los próximos meses y años serán nominados por el mandatario —y confirmados en el Capitolio— un gran número de magistrados que convertirán a la Corte Suprema y a las cortes estatales en organismos judiciales conservadores, que revertirán fallos y leyes en favor de los derechos de la mujer, las minorías raciales, los empleados y la protección ambiental. Las reducciones fiscales que benefician a las corporaciones y ciudadanos de elevados ingresos se harán permanentes, ampliándose en muchos casos. Los servicios sociales se reducirán como una justificación para reducir el déficit. La política inmigratoria será más estricta. Los programas de Bienestar Social serán privatizados en gran parte y la Asistencia Social limitada al máximo. La distinción entre la Iglesia y el Estado se volverá mas tenue y la protección del medio ambiente se verá doblegada ante los intereses corporativos. Los controles sobre la vida ciudadana se intensificarán. El presupuesto militar seguirá aumentando y la política internacional norteamericana se caracterizará por el aislacionismo y los planes hegemónicos.
Durante su primer período, Bush no se detuvo para poner en práctica una agenda de un marcado énfasis partidista, donde el fundamentalismo cristiano pasó a un primer plano, el secreto en la actuación gubernamental se convirtió en norma política y la arrogancia en las decisiones no admitieron la menor vacilación y duda. Hizo todo eso y mucho más, pese a que su llegada a Washington estuvo marcada por una decisión cuestionable de la Corte Suprema. Es imposible imaginar que ahora —tras una victoria rotunda de su partido en el Congreso y a un paso de la reelección— cambie de actitud. No se puede negar que aquello por lo que ha sido criticado por muchos —empecinamiento, fervor religioso y aislacionismo en la esfera internacional— ha contribuido en gran medida a su victoria en las urnas.
Pese a que aún no ha concluido el recuento electoral, ya pueden señalarse dos factores que contribuyeron en una medida determinante al triunfo de Bush: logró venderse como el mandatario capaz de garantizar la seguridad del país y movilizó a la base de creyentes cristianos —quienes profesan diversos cultos evangélicos— que se unieron en una cruzada moral y religiosa en favor de un presidente que supuestamente está destinado única y exclusivamente a ejercer un poder terrenal.
El resultado de elegir al gobernante del país más poderoso del planeta valorando sólo su fe religiosa y una imagen de ''hombre duro'' contra el enemigo exterior no es un buen presagio para el futuro de Estados Unidos. Tanto la realidad de que la economía no acaba de despegar —y que la cifra de nuevos empleos no supera al número de despedidos— como el hecho de que la nación fue lanzada a una guerra bajo premisas falsas y el atolladero actual de la situación iraquí pasaron a un segundo plano, frente a la ignorancia, el fanatismo y el miedo,
De confirmarse el triunfo de Bush, en los próximos días se analizarán los errores cometidos por el senador John Kerry a lo largo de su campaña, el papel desempeñado por determinados grupos de votantes —como los hispanos en general y los cubanoamericanos en particular— y otras razones que posibilitaron que durante otros cuatro años continúe una administración que ha dado muestras de una incompetencia que hoy por hoy parece no preocupar a la pequeña mayoría que decidió que todo continuara igual, es decir peor.
Luego de todos esos análisis imprescindibles, será necesario valorar si el Partido Demócrata no debe imitar a Bush y abandonar la política de centro que tan buen resultado dio a Clinton. No cabe duda que este año el país no estaba preparado para un político más radical al estilo de Howard Dean. Durante los próximos cuatro años, Bush hará que esta situación cambie. Esta es la única esperanza que queda en estos momentos.
Este artículo apareció originalmente en el periódico digital Encuentro en la red, el miércoles 2 de noviembre de 2004. Si quiere ver la edición de Encuentro en la red, pinche aquí.
Fotografía: agentes del Servicio Secreto observan, desde la plataforma de un vehículo en el Aeropuerto Internacional de Miami, el despegue del avión presidencial, Air Force One, tras una visita de tres horas y media a esta ciudad del actual mandatario norteamericano, el viernes 10 de octubre de 2008 (John Vanbeekum/The Miami Herald).

jueves, 30 de octubre de 2008

El fin de la partida



Empecinarse, exagerar e insistir son rasgos típicos del exiliado, escribe Edward W. Said, al caracterizar una condición de la que participaba. Mediante ellos el expatriado trata de obligar al mundo a que acepte una visión que le es propia, ''que uno hace más inaceptable porque, de hecho, no está dispuesto a que se acepte''.
Esa negativa a adoptar otra identidad, a mantener la mirada limitada y conservar las experiencias solitarias marca a quienes han sufrido cualquier tipo de exilio, con independencia de raza y nación.
El problema con los cubanos se ha vuelto más complejo con los años, al mezclarse las categorías de exiliado, refugiado, expatriado y emigrado entre los miembros de un mismo pueblo.
El exiliado es quien no puede regresar a su patria —la persona desterrada—, mientras que los refugiados son por lo general las víctimas de los conflictos políticos. El expatriado es aquel que por razones personales y sociales prefiere vivir en una nación extraña y el emigrado es cualquiera que emigra a otro país.
En el caso de Cuba, salvo los expatriados que viven en Europa u otras partes del mundo —por lo general nunca en Miami— y pueden entrar y salir de la Isla sin problema, todos los demás caemos en la categoría de exiliados, porque se nos impide el regreso a la patria, aunque no ''practicamos'' el exilio con igual fuerza. Y todos además, incluidos los expatriados, tenemos que atenernos a un ''código político''. Al mismo tiempo la mayoría podemos reclamar la etiqueta de ''víctimas''.
La existencia de una difusión en las fronteras de estas categorías, la falta de límites, el poder saltar de una a otra sin problema ha sido causa de más de un conflicto y motivo de muchas incomprensiones en Miami y la Isla.
Es un problema que tiene que enfrentar el gobierno cubano, si de verdad está interesado en un mejoramiento de las relaciones con quienes viven fuera del país. No sólo en Miami, o Estados Unidos en general, sino en todo el mundo. No parece dispuesto a hacerlo.
La solución tiene que partir de Cuba y ha de venir sin restricciones. La entrada libre al país y la posibilidad del regreso si alguien lo desea. Abandonar la excusa de repetir una y otra vez las medidas adoptadas por la actual administración. Sin proponer en cambio un plan que se contraponga, de una forma real y efectiva, a las normas creadas para complacer a un sector del exilio.
Washington y La Habana apuestan al statu quo, al tiempo que hacen ''denuncias'' y declaraciones en que se critican mutuamente. Pero ambas comparten un marcado interés en que la inutilidad de sus esfuerzos sea todo un éxito. Lo han logrado.
La Casa Blanca despilfarra millones en planes sin sentido y sostiene organizaciones que justifican sus ingresos con campañas que llaman la atención sólo en Miami.
En la Plaza de la Revolución no hay quien se atreva a proponer un poco de flexibilización, que permita el mejoramiento de las condiciones de vida de los habitantes de la Isla.
Aferrarse a una estrategia sólo se justifica mientras ésta dé resultados. Cuba sigue esgrimiendo el argumento de plaza sitiada y Estados Unidos se empecina en las presiones económicas. Ambas afectan al ciudadano de a pie, no importa donde viva: el que quiere mandar unos dólares más a sus familiares, quienes aspiran a trabajar por su cuenta para contar con dinero suficiente a fin de cubrir sus necesidades, los que se preocupan por los suyos y están hartos de medidas políticas que únicamente les limitan la vida.
Un poco de cordura y sentido común bastaría para cambiar este panorama. Pero cada vez resulta más difícil esperar que pasos elementales sean dados en beneficio de los cubanos, los de aquí y los de allá. O todo o nada. Es la única apuesta en que parecen estar empecinados ambos jugadores. Nadie mueve ficha, como si el más simple cambio significara el fin de la partida y no el comienzo de otra distinta.
Mientras tanto, cubanos, exiliados y refugiados aguardan por ese final prolongado que les permita definirse mejor. Empecinados, exagerados, insistentes.
Fotografía: celebración en La Calle Ocho, el 16 de marzo de 2008 (Ronna Gradus/The Miami Herald).

martes, 28 de octubre de 2008

Castrismo y anticastrismo



Una parte del exilio en esta ciudad se aferra a la ilusión de que el gobierno cubano puede sucumbir en un futuro cercano, está a las puertas de una crisis alimenticia catastrófica y agoniza presa de su inmovilismo. No es así. El proyecto revolucionario original parece agotado, pero los mecanismos de supervivencia permanecen intactos. Refugiarse en los extremos nunca es bueno. La isla atraviesa una etapa difícil y el impulso bajo el cual el mandato de Raúl Castro inició una serie de reformas limitadas ha desaparecido. Incluso se especula que una relativa mejoría en la salud de Fidel Castro ha tenido como consecuencia que éste intervenga más directamente en los asuntos de gobierno, lo que explica el freno a las esperadas reformas. Por otra parte, se especula también que en la población el desencanto ha sustituido a una ligera esperanza en los cambios que muchos esperaban —con mayor ilusión que fundamentos reales— introduciría el actual mandatario cubano.
Fundamentar el análisis de la situación cubana a partir de la mayor o menor participación de Fidel Castro, según una aparente recuperación y un estado de salud que hasta el momento es el secreto mejor guardado en la historia del país, resulta un enfoque engañoso en más de un sentido. Cuba sigue siendo una excepción. Se mantiene como ejemplo de lo que no se termina. Su esencia es la indefinición, que ha mantenido a lo largo de la historia: ese llegar último o primero para no estar nunca a tiempo. No es siquiera la negación de la negación. Es una afirmación a medias. No se cae, no se levanta.
Cualquier estudioso del marxismo que trate de analizar el proceso revolucionario cubano descubre que se enfrenta a una cronología de vaivenes, donde los conceptos de ortodoxia, revisionismo, fidelidad a los principios del internacionalismo proletario, centralismo democrático, desarrollo económico y otros se mezclan en un ajiaco condimentado según la astucia de Fidel Castro. No se puede negar que en la Isla existiera por años una estructura social y económica —copiada con mayor o menor atención de acuerdo al momento— similar al modelo socialista soviético. Tampoco se puede desconocer la adopción de una ideología marxista-leninista y el establecimiento del Partido Comunista de Cuba (PCC) como órgano rector del país. Todo esto posibilita el análisis y la discusión de lo que podría llamarse el ''socialismo cubano''.
Durante sus décadas de mando unipersonal y omnipresente, Fidel Castro siempre se sirvió de dos gobiernos para ejercer el poder, ambos propios: uno visible y formado por las estructuras políticas tradicionales; otro paralelo y no oculto y por lo general más poderoso: un gobierno ''formal'' y otro ''informal''.
Quienes apuestan por una transición lo hacen siempre operando dentro de las posibilidades de este gobierno formal. Sus limitaciones están dadas en el hecho de que esta maquinaria gubernamental es corrupta, ineficiente y carente de verdadero poder. No importa que no funcione, si realmente no manda. El otro gobierno, el informal, lleva mucho tiempo apostando sólo a sobrevivir. Y lo ha hecho con un éxito total.
La elección de Raúl Castro como presidente de la nación fue el primer paso, en muchos años, para lograr un acercamiento entre ambas formas de poder, que llevaría paulatinamente a la desaparición del ''gobierno informal'', para el establecimiento pleno de un gobierno o régimen más o menos colegiado. Sólo que desde el inicio se supo que esta supuesta ''sucesión-tradición'' estaba fundamentada en limitaciones que hacían que su desarrollo fuera lento sino imposible.
La primera de estas limitaciones fue evidente en la declaración de que Fidel Castro sería consultado en todas las decisiones importantes, lo que ya de hecho establecía que su retiro del mando era relativo. La segunda, y más importante, tenía que ver con la forma misma de gobierno imperante en la isla, fundamentada en lo que Giorgio Agamben considera un ''Estado de Excepción'', donde Raúl Castro, como nuevo presidente, estaba desde el comienzo limitado a una función administrativa, con Fidel Castro aún manteniendo la posición de soberano, pese a mantenerse alejado de la vida pública.
Este desempeño de papeles, por momentos nebuloso para quien lo ve desde fuera, tiene una claridad meridiana en cuanto a que las dos figuras que definen el panorama político nacional (los hermanos Castro) comparten un objetivo: mantenerse en el poder.
No por ello tal configuración de poder esta libre de contradicciones. Sólo que al tiempo que éstas obran a favor o en contra de los protagonistas, también confluyen en la meta común de mantener en funcionamiento la maquinaria de supervivencia: las diferencias no marcan los límite, sino más bien los límites marcan las diferencias.
De esta forma se explica lo inadecuado de aplicar a la realidad cubana los esquemas de transición a la democracia, tanto los fundamentados en experiencias posteriores al socialismo como aquellos que buscan sus claves en la ecuación caudillismo-democracia (el ejemplo español es el más evidente). En la URSS y los países socialistas existía un solo gobierno, el que desapareció por su ineficacia. Para Fidel Castro, que el Gobierno no funcionara resultó una carta de triunfo, porque le permitía la eficiencia de un mando paralelo. La salud pública podía sufrir un retroceso en la isla. Eso era un problema del gobierno oficial. Al mismo tiempo, el envío de brigadas médicas al exterior resultaba un gran triunfo. Esa era la obra del gobierno paralelo: el poder unipersonal del gobernante. Si el Ministerio de Salud Pública funcionara como un verdadero ministerio, hubiera terminado por convertirse en un obstáculo a la voluntad del mandatario. El mérito de Raúl —por cierto muy limitado— ha sido el tratar de hasta cierto punto subvertir este orden. Intentar un mínimo de eficiencia en el gobierno. Pero aquí hay que tener en cuenta que ya desde antes de su enfermedad, Fidel Castro estaba jugando en ambos polos de un mismo objetivo. De esta manera, la asistencia médica al exterior se ha convertido en una importante fuente de ingreso para la nación. Cubanos trabajan en el exterior de una forma más eficiente, para la economía de la isla, que si lo hicieran dentro del país. Esta evolución, por supuesto, no es un mérito que le corresponda al actual presidente, aunque sin duda esta función se ha incrementado en los últimos tiempo, sino algo que venía gestándose desde un tiempo atrás.
¿Dónde queda entonces la posible influencia que puedan ejercer, por ejemplo, las naciones europeas? En una apuesta más en el tiempo que en el espacio. El establecimiento de un vínculo que de seguro perdurará más allá de la permanencia física de los hermanos Castro. También en la presencia de un modelo comparativo que ayude a que los cubanos definan su realidad alejada de los extremos.
La anterior pregunta todavía es más engorrosa si se refiere al exilio que vive en Miami, donde está radicada la mayor comunidad de cubanos que reside fuera de la isla y que por su número y en especial su importancia económica debería desempeñar una labor mucho más importante, para el futuro de la isla, al que por años viene ejerciendo. En ese sentido, el aislamiento de la mayoría de los círculos de poder, que hasta ahora han ejercido su poderío sobre esta comunidad, es casi absoluto. Hay una paradoja que se quiere pasar por alto a diario: nunca un gabinete y un congreso estadounidenses han contado con una mayor participación e influencia de cubanoamericanos, pero al mismo tiempo ninguna administración anterior ha sido tan clara en dejar bien establecido que los actores políticos del futuro cubano se encuentran en la isla.
Cualquier proyección sobre el futuro de la isla debe hacerse desde el presente. No intentando un regreso a los años cincuenta. La nostalgia ha servido para enriquecer a unos cuantos en Miami. No tiene sentido como programa de gobierno. El régimen castrista no es un paréntesis en la historia de la nación, un apéndice que se puede eliminar sin el menor rastro. ¿Quiénes de los tantos que repiten a diario su discurso estéril en la radio exiliada conocen la realidad cubana? El ejercicio de desconsuelo —el intento de vender el pasado bajo una forma de futuro— sólo ha logrado edificar altares de ignorancia y fabricar líderes de pacotilla. En un futuro que nadie es capaz de precisar, Cuba iniciará una nueva etapa. No volverá la vista a un pasado de cinco décadas. Será imposible borrar tantas huellas y tampoco hay una voluntad nacional e internacional de que así sea.
Si inoperante es el modelo imperante en la isla, igual de obsoletas resultan las ideas de los anticastristas de café de esquina. Catalogar de demonio a Castro es un ejercicio estéril para el futuro de la nación. No se trata de negarse a condenarlo. Es resaltar la necesidad de mirar más allá. La ceguera política, una terquedad sin tregua de mantener al día la industria de la glorificación del pasado republicano, alimenta a unos cuantos y proporciona alivio emocional a quienes se niegan a escuchar y ver un mundo que ya no les pertenece, del que han quedado fuera por soberbia y desprecio.
Los que sólo se preocupan por echar a un lado las opiniones contrarias y mirar hacia otro lado, frente a una nación que lleva años transformándose para bien y para mal, no tienen grandes dificultades en Miami. La radio del exilio y algunos programas de televisión siguen alentando rumores y dedicando su espacio a satisfacer el odio, la venganza y las quimeras de quienes entretienen su vida con fábulas y sueños torpes.
Este atrincheramiento se justifica en frustraciones y años de espera, pero ha contribuido a brindar una imagen que no se corresponde con la realidad de esta ciudad. Por décadas, un sector del exilio miamense se ha identificado con las causas y los gobiernos más reaccionarios de Latinoamérica. Al contar con los medios y el poder para destacar estas posiciones, no sólo se han manifestado en favor de las más sangrientas dictaduras militares, sino defendido y glorificado a quienes colaboraron con estos regímenes, incluso en los casos de terroristas condenados por las leyes de este país.
En un intercambio de recriminaciones y miradas estereotipadas, en muchos casos la prensa norteamericana sólo ha querido mostrar las situaciones extremas y destacar las acciones de los personajes más alejados de los valores ciudadanos de este país. Al mismo tiempo, los exiliados han observado esa visión con ira y rechazo, pero también con un sentimiento de reafirmación. Ni Miami es siempre tan intransigente como la pintan, ni en ocasiones tan tolerante como debiera. Sin embargo, olvidar que es una ciudad generosa con exiliados de los más diversos orígenes resulta una injusticia.
Quizá la clave del problema radica en esa tendencia a los extremos que aún domina tanto en Cuba como en el exilio, donde falta o es muy tenue la línea que va del castrismo al anticastrismo, palabras que por lo demás sólo adquieren un valor circunstancial.
De esta forma, ser de izquierda en esta ciudad se identifica con una posición de apoyo a Castro, mientras que los derechistas gozan de las ''ventajas'' de verse libres de dicha sospecha. No importan los miles de derechistas, reaccionarios y hasta dictadores de ultraderecha que en Latinoamérica, Europa y el resto del mundo se han manifestado partidarios del régimen de La Habana y colaborado con éste. En Miami estas distinciones no se tienen en cuenta.
En igual sentido, cualquier posición neutral o de centro es vista con iguales reservas. Resulta curioso que mientras en Cuba se ha perdido parte de esta retórica ideológica —no en la prensa oficial pero sí en las opiniones diarias y hasta en los discursos de los funcionarios del gobierno, sobre todo a partir de la enfermedad de Fidel Castro— aquí nos mantenemos anclados en nuestro fervor “anticastrista”.
El problema con estos patrones de pensamiento es que resultan poco útiles a la hora de plantearse el futuro de Cuba. La figura de Fidel Castro —no importa si se lo ve débil y enfermo o en proceso de recuperación— actúa como un espejo en que aún reflejamos nuestras acciones y actitudes. En realidad, es un espejismo. Cierto las conclusiones del momento son que poco o nada cambiará en Cuba hasta su muerte. Pero confundir un paréntesis con un objetivo final resulta engañoso.
Durante meses, una secuencia singular se repitió tras el anuncio del 31 de julio de 2006: en Miami ''mataban'' a Castro y en Caracas lo ''resucitaban''. Sin importan las fechas y el lugar de la puesta en escena, estas representaciones no se realizan sin la presencia de actores extranjeros. Para un observador distante, sólo quedaba la conclusión de que el castrismo y el anticastrismo se habían marchado de Cuba. Ahora de nuevo acontecimientos fuera de la realidad cubana están a punto de definir un nuevo panorama de la realidad del exilio. En pocas partes como en Miami se puede afirmar de forma tan clara que lo que estará en las urnas de aquí a una semana es la posibilidad de un cambio: una nueva visión de la realidad local, nacional o internacional. Un paso hacia un enfoque diferente de las relaciones de esta comunidad con la isla o la repetición del viejo discurso por otros cuatro años.
Fotografías: superior, Plaza de Armas; izquierda y derecha, superior e inferior, la Plaza de San Francisco de Asís. Cuaderno Mayor agradece a agradece a Javier Santos por la autorización para poder usar estas fotos.