miércoles, 26 de noviembre de 2008

Rechazos envidiables



Tengo en un pequeño librero junto a la cama una colección de libros que no son enciclopedias, diccionarios o textos de consulta. Se trata de pequeños tomos, que de forma anecdótica cuentan la disparatada y a veces terrible relación entre escritores y editores. Con frecuencia imagino, lleno de envidia, la vida de un poeta como Rilke; escribiendo en bibliotecas y castillos maravillosos, eterno invitado de damas acaudaladas. Pienso en el destino de un Lezama solitario, recreando mil universos y el mismo universo; alejado del ruido y el sol perenne de La Habana Vieja por la intimidad de una casa modesta y el humo de su sempiterno habano. Recuerdo algo leído sobre Marx en Londres, quien mataba de hambre a su familia mientras escribía sobre el capital y el dinero. Sin embargo, lo más cercano a mi vida es el escritor que mira con súplica, odio y desprecio al editor que se niega a publicar su libro, que demora la salida de un artículo o que pospone por años la publicación en una antología de un cuento o poema.
Desde hace años pertenezco al gremio de los que se ganan la vida con la palabra impresa, escribiendo, titulando, traduciendo y editando. Colocando miles de palabras, de las cuales sólo guardo orgullo por unas pocas. Quizá por eso el tema de la contradicción, yuxtaposición y afinidad entre el valor económico y el valor literario de la palabra no cesa de atraerme.
También es por ello que simpatizo con Erle Stanley Gardner, quien en su apogeo como escritor de cuentos y novelas policíacas, cuando escribía cientos de miles de palabras cada mes —y minuciosamente cobraba por cada una de ellas—, practicara la sana costumbre de no matar a los bandidos de sus novelas hasta el preciso momento en que al héroe le quedara una sola bala.
Recuerdo haber leído que, al ser interrogado por su editor, que le reprochaba la mala puntería de sus personajes, Stanley Gardner replicó: “Si usted me paga tres centavos la palabra, cada vez que digo ‘bang’ gano tres centavos más, y está loco si piensa que voy a finalizar un tiroteo cuando a mi héroe aún le quedan 15 centavos en municiones por gastar”.
Otra anécdota similar tiene por protagonista a Mark Twain, que decía: “Nunca escribo ‘metrópolis’ por siete centavos porque gano lo mismo poniendo ‘ciudad’, igual que nunca escribo ‘policía’ cuando obtengo el mismo dinero por ‘cop’”.
Sin embargo, lo que leo y releo con obsesión, en esos pequeños volúmenes junto a mi cama, son las anécdotas de manuscritos rechazados, que luego se convirtieron en obras famosas. No se trata de la tontería del mal alumno de matemáticas, que se consuela pensando en las calificaciones escolares de Einstein, o de dejarme seducir por la industria editorial norteamericana, que produce libros aprovechándose hasta de sus errores. Lo que disfruto es la ironía del hecho, no su torpeza. No compadezco a los autores, no me pongo a su lado. Simplemente los envidio. Tampoco justifico la estupidez de quienes se opusieron, por miopía o prejuicio, a la publicación de los textos. Lo que me entusiasma en todo este asunto es el sin sentido que encierra suponer que hubo otros rechazos, de obras mucho mejores que aquellas despreciadas en un primer momento y que ahora gozan de fama y fortuna, pero que han sido borradas por unos predecesores que nunca las conocieron, conservadas para siempre en el olvido.
Cyril Connolly, un autor cuya agudeza lleva a otros a citarlo sólo por sus comentarios irónicos —de forma similar a lo que ocurre con el pianista Oscar Levant, de quien no se escuchan las grabaciones y sólo se reproducen sus chistes— escribió que al igual que los sadistas reprimidos estaban supuestos a convertirse en carniceros y policías, quienes tienen un temor irracional a la vida terminan siendo editores. Bernard Shaw, que era vegetariano, fue menos crudo: dijo que los editores combinaban la rapacidad comercial con un toque artístico, sin ser buenos empresarios ni críticos literarios de gran sensibilidad.
Muchos rechazos de obras hoy consideradas maestras parecen confirmar el dictamen de Shaw. Poe tuvo que pagarse la edición de Tamerlane, y vendió sólo 40 ejemplares, recibiendo menos de un dólar de ganancia. Cien años más tarde, uno de los ejemplares se vendió por $11,000. Hoy cualquiera de ellos que salga a subasta pública alcanzaría varias veces más ese valor.
Hasta hace pocos años, la mayoría de los rechazos obedecía a dos motivos. Uno era que el libro atentaba contra el orden moral, social y político establecido. Considerar el estilo de la obra contrario a las normas literarias imperantes era el otro. En 1928 un editor devolvió el manuscrito de Lady Chatterley’s Lover con este consejo para D.H. Lawrence: “Por su propio bien, no publique este libro”. La carta de rechazo de Lolita, de Vladimir Nabokov, escrita en 1955, es más explícita. “Esto debe, y probablemente ha sido, dicho a un sicoanalista, y ha sido convertido en una novela que tiene algunas cosas estupendamente bien escritas, pero es tremendamente nauseabunda, incluso para un conocedor de la teoría de Freud. Para el público, resultará repulsiva. No se venderá, y afectará enormemente una reputación en aumento (…) Se trata de una mezcla insegura entre una realidad repulsiva y una fantasía improbable”.
El segundo motivo clásico para el rechazo, la incomprensión de una obra novedosa, la sufrió Flaubert en 1856, cuando el manuscrito de Madame Bovary fue enviado de vuelta con una nota que decía: “La novela está sepultada bajo tan gran cantidad de detalles, que si puede considerarse están bien narrados resultan completamente superfluos”. Faulkner también recibió muestras similares de incomprensión, cuando en 1929 Sartoris fue caracterizada como una obra que carecía de trama y estructura, al extremo que el editor no se atrevía a sugerir una revisión, “porque su principal objeción era que el autor no tenía una historia que contar”.
No todos los responsables de rechazos literarios han sido tan malos lectores como el que pensó que los poemas de Emily Dickinson “carecían de rima”. En 1911 las primeras 800 páginas de lo que sería A la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, fueron rechazadas nada menos que por André Gide, en la Nouvelle Revue Française. Gide posteriormente leyó la novela, cuya edición tuvo que pagar Proust, y escribió una nota al autor disculpándose por su juicio erróneo, al que consideró el “más grave error de la N.R.F. (...) uno de mis más lacerantes remordimientos, algo de lo que me arrepentiré toda la vida”.
Entre los escritores que con mayor fuerza lograron atraer tanto razones morales y sociales como literarias, para el repudio de su obra, se encuentra James Joyce. Al Portrait of the Artist as a Young Man se le consideró “una obras más bien discursiva, cuyo punto de vista no es atractivo”. Dubliners tuvo peor suerte. Fue rechazado por 22 editores antes de ser publicado. Cuando al fin fue impreso, un irlandés irritado compró la primera edición completa y la quemó en Dublín. El Ulysses sufrió una odisea peor. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña no sólo prohibieron su publicación. También mandaron a confiscar y echar al fuego las copias entradas de contrabando de la edición francesa de Shakespeare Press, de Sylvia Beach. El regreso de París con un ejemplar del Ulysses, para ser entrado de contrabando en Estados Unidos, se convirtió en algo común hasta que en 1933 se levantó la prohibición.
Sin embargo, uno de los motivos de rechazo más común en nuestros días es lo difícil que resulta para un nuevo autor el darse a conocer. En 1960, la novela Steps, de Jersy Kosinski, ganó en Estados Unidos el Premio Nacional del Libro. Seis años más tarde, un escritor freelance mecanografió las primeras veintidós páginas del libro. Las envió a cuatro editores, como si fuera la obra de un escritor griego llamado “Erik Demos”. Fueron devueltas sin despertar interés alguno. Dos años más tarde mecanografió la totalidad de la novela y la mandó, bajo el mismo nombre falso, a más editoriales —entre ellas Random House, quien publicó el original, con un resultado similar: rechazo total. Cuando se trata de negativas, el cartero siempre llama dos veces o más. James M. Cain lo sabía muy bien.
Un escritor freelance lo sabe mejor. El término freelance data de la época de las Cruzadas. En el siglo XII los caballeros andantes se aliaban a un señor feudal, a cambio de tierra, dinero y un escudo de armas. Pero en ocasiones caían en desgracia o moría su protector. Entonces, sin tierra y sin escudo, se alquilaban como mercenarios: a lance for hire, a free lance. Casi siempre terminaban con la lanza rota u oxidada.
Siempre un editor tiene a mano dos formas socorridas, a la hora de rechazar ese bulto de páginas que tocan a su puerta. Con el tiempo estas formas se han convertido en fórmulas. La primera fue empleada por Samuel Johnson, quien escribió: “Su manuscrito tiene dos cualidades: es bueno y original. Pero la parte que es buena no es original y la parte que es original no es buena”. La segunda está ejemplificada en una carta enviada a un autor por una revista china: “Hemos leído su manuscrito con un placer sin límites. Pero si fuéramos a publicar su trabajo, sería imposible para nosotros publicar posteriormente textos de una calidad inferior al suyo. Y como resulta inimaginable que en los próximos mil años podamos encontrar nada igual, nos vemos obligados —a nuestro pesar— a rechazar su divino trabajo. Y a rogarle una y mil veces el que nos perdone por lo limitado de nuestros intereses y objetivos”.
Para mayor calamidad de los escritores, en la actualidad ambas fórmulas se reducen a un modelo convencional, impreso en abundancia por las editoriales, en el mejor de los casos. O al silencio impune que protege una guardia carente de imaginación.
15 de agosto de 1995.
Fotografía: Farmacia Sarrá en La Habana. Cuaderno Mayor agradece a Javier Santos, por permitir el uso de esta foto.