domingo, 13 de julio de 2014

El regreso del “cangaceiro”


Se respiraba tensión aquella tarde de 1999, en la redacción del servicio latinoamericano del diario Wall Street Journal. Se acercaba la hora del cierre y era necesario informar lo mejor  posible sobre la mayor privatización de la historia. En medio de la prisa, traducía con asombro: la industria telefónica brasileña era un desastre y acababa de pasar a manos privadas. Un ejemplo: Telemar, la compañía que daba servicio a Río de Janeiro y otros 15 estados, era un modelo de ineficiencia. Pasaban dos años antes de poder conseguir una línea. Costaba unos $2,000 el obtenerla. De diez intentos de llamadas, nueve resultaban infructuosos. Cuando la edición estuvo lista, todavía quedaba un pedazo de tarde neoyorquina que uno podía disfrutar apaciblemente en el distrito financiero de la ciudad, donde nadie pensaba en las torres gemelas cercanas salvo como un lugar de recreación y trabajo. Entré con Manolo Ballagas en un bar de Liberty Street y tomamos cerveza alemana rodeados de corredores de bolsa, que conversaban animadamente sobre las alzas del día, mientras hablamos de amigos, tabacos y mujeres, y de Cuba no como un destino político sino como un boarding home amable donde terminar la vida. Pero en ningún momento le mencioné a Ballagas que horas antes, mirando por una ventana al río Hudson, había pensado que finalmente Latinoamérica entraba en el primer mundo.
Parecía entonces que se había alcanzado la solución a los múltiples problemas de la región, y lo mejor de todo era que resultaba sencillo. Inexplicable que no se hubiera ensayado antes. Ahí estaba el ejemplo de Brasil para abrirle los ojos a cualquiera: poner los servicios telefónicos en manos privadas. Permitir a los accionistas extranjeros que adquirieran Telemar y otras empresas. Eliminar las trabas burocráticas. Acabar con un estado hipertrofiado y dejar al mercado regirse por sus propias leyes. Simple y sencillo. El fin de los problemas económicos que por largo tiempo venían abatiendo a la zona.
 En Brasil, la solución dio resultados en el caso de los servicios telefónicos. En la actualidad la instalación de un teléfono tarda unas dos semanas y cuesta alrededor de $12. El número de líneas, en el área a la cual Telemar da servicio, ha  aumentado de 10 millones a más de 18. Pero en todos los casos y en todos los países no ha sido igual de fácil. De lo contrario quedaría sin explicación esta pregunta: ¿por qué tantos brasileños acaban de votar para elegir a un presidente izquierdista, que representa la oposición a la globalización y el mercado libre que les permitió tener teléfonos? Porque si, como todo parece indicar, Luiz Inacio “Lula” da Silva es finalmente elegido, su llegada al poder constituirá un retroceso político y una interrupción de las reformas que pretendieron sacar a su país de la órbita tradicional  de proteccionismo y nacionalismo que han caracterizado a la región por más de un siglo.
La explicación de lo que ocurre en Brasil no se encuentra sólo dentro de las fronteras del gigante sudamericano. En igual sentido, el resultado último de la votación tendrá una repercusión en todo el continente. No se trata de una simple consulta democrática: es una elección ideológica. El triunfo del candidato sindicalista tiene consecuencias para el replanteamiento de las ideas sociales del área. Es una contienda cuyo resultado influirá en la relación Norte-Sur: entre Estados Unidos y las naciones latinoamericanas.
Los votantes brasileños votaron por un cambio debido a la crisis económica que azota al país, pero también por contagio, bajo la influencia de una situación que saben ha destruido prácticamente a la sociedad de la vecina Argentina. Fueron a las urnas temerosos de una situación internacional, donde vaticinan que les tocará —ya les está tocando— sufrir la peor parte. Marcaron en las pantallas de las máquinas electoras su decepción de que nuevamente sus ilusiones se vieron frustradas.
En la década de los noventa el neoliberalismo tomó fuerza en Latinoamérica. Sus propugnadores prometían lo que largos y tediosos años de proteccionismo económico, izquierdismo y economía controlada no habían logrado: el bienestar del ciudadano. Sin embargo, la riqueza generada por la privatización se malgastó en pagos atrasados de la deuda externa; se diluyó a través del robo corporativo y el latrocinio y se perdió en ventas fraudulentas e irrisorias, logradas mediante el soborno. Las prácticas neoliberales —aplicadas muchas veces a media— dejaron a la región con una parte enorme de la población empobrecida y sin futuro, y con la mayoría de los ciudadanos atrapados entre el cinismo y la desesperanza.
Si fue necesario más de un siglo para echar por tierra la retórica del marxismo-leninismo, para el desprestigio del neoliberalismo bastaron apenas diez años. Su fracaso en tan breve tiempo se debe a la carencia de una base real para fundamentar su teoría. En tal sentido, recuerda sospechosamente a la ideología de extrema izquierda. Al igual que hicieron los comunistas, los neoliberales tienden a suplantar al hombre real por el que vendrá; a sacrificar a la sociedad actual —de miseria y medidas de choque económico— en nombre de un futuro prometido y lejano, muy lejano, demasiado lejano; que se pierde hasta llegar a lo inexistente. Si bien es cierto que en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en el mundo real y moderno estos mecanismos ya no son regidos por la simple ley de la oferta y la demanda, sino por la propaganda, las técnicas de mercadeo y los monopolios. Eso para mencionar los aspectos más técnicos y visibles: la corrupción, el engaño y el soborno con frecuencia acompañan a los  “logros” neoliberales. Los fanáticos de esta teoría propugnan llegar a un paraíso postmodernista, de felicidad dada por el consumo, irrigado desde el cielo por un panteón de ángeles multimillonarios. Viven al mismo tiempo aferrados a sus criterios caducos. No es extraño que le salgan al paso doctrinarios del viejo estilo, como Lula.
Cuando Brasil comenzó su apertura neoliberal, bajo la presidencia de Fernando Henrique Cardoso en 1995, las inversiones extranjeras contribuyeron a estabilizar la economía, reducir la inflación, crear nuevos empleos e impulsar el crecimiento. Pero en 1999 el modelo comenzó a mostrar los problemas que se han agudizado actualmente, debido en un primer momento por la caída de los mercados asiáticos y el desbarajuste en Rusia, y luego por la crisis latinoamericana y mundial. La fuga de capitales extranjeros se intensificó luego de la debacle argentina, en enero de este año, con el temor de que también Brasil dejara de pagar su deuda externa. No logró la calma el apoyo que al final le otorgó el Fondo Monetario Internacional (FMI) —con un préstamo de emergencia de $30,000 millones. Los empresarios, la clase media, los trabajadores, campesinos y desempleados temen a un futuro que continúe aferrado a la situación cotidiana. Botaron por el cambio porque no creen que de continuar la política actual, les depare nada bueno. Prefirieron la esperanza —con su carga de incertidumbre— a continuar encerrados en la arcadia del presente. No se opusieron al capitalismo, sino a la avaricia del sector empresarial internacional. No están en contra de los fabricantes nacionales —todo lo contrario. Lo que rechazan es la banca mundial que los agobia.
En un artículo sobre la isla caribeña de Granada, V. S. Naipaul narra con maestría la dignidad de una pordiosera negra, que sin dientes, descalza, con el pelo sucio y sin peinar, entra en una tienda de comestibles y pregunta por el precio de un paquete de bizcochos, que sabe no puede comprar. “Todo lo que ella podía hacer con ese gesto —escribe Naipaul— era colocar en una situación embarazosa a los que se encontraban en la tienda, para quienes la pobreza de la mujer debía ser bien conocida”. No se puede ignorar la miseria ajena. No es decente, como hacen los neoliberales, proclamar que la solución a la depauperación de gran parte de la humanidad es cuestión de tiempo: hasta que el mercado, de forma libre y espontánea, produzca cantidades cada vez mayores de bienes.
En Brasil, una falta de regulación de los precios y los servicios ha convencido a muchos de que su situación no ha mejorado. No pueden pasarse la vida aguardando. Aunque el precio de adquirir un teléfono se ha reducido substancialmente desde la privatización del servicio en Río de Janeiro, las cuentas de los consumidores han aumentado en un 290 por ciento. Para millones de habitantes del país, la declaración de que los ricos crean riqueza, que a la larga termina llegando a todos, no pasa de ser un chiste tétrico.
De acuerdo a The New York Times, en 1993 —aproximadamente un año antes de que las reformas neoliberales comenzaran— el 44 por ciento de la población vivía con menos de un dólar norteamericano al día. Esta cifra se redujo al 35 por ciento en 1999, el último año del que se disponen cifras estadísticas. El que la tasa de pobreza ha disminuido en la pasada década es una buena noticia, pero no basta para votar en favor del candidato gubernamental, en medio de la incertidumbre reinante. Brasil ocupa el cuarto lugar entre las naciones con peor disparidad en la distribución de ingresos a nivel mundial. La urgencia de los desposeídos, y el temor de los trabajadores, la clase media y los industriales, ha influido notablemente en la elecciones. Al fracaso anterior de todos los ensayos de proteccionismo estatal, utopías revolucionarias e ilusiones independentistas, se ha sumado la vulnerabilidad de un sistema que hace víctimas a los más débiles, de cualquier situación que ocurra en cualquier lugar del mundo.
Los neoliberales se defienden explicando que el proceso preconizado por ellos no se ha levado a cabo de forma adecuada en Latinoamérica. Las privatizaciones de la región no han hecho más que convertir a los monopolios públicos en monopolios privados, transfiriendo buena parte de las ganancias a los gobernantes o los amigos de los gobernantes. Lo que realmente se perseguía, argumentan, era la transferencia de empresas del estado al sector privado, para de esta forma sanearlas, modernizarlas y obligarlas a competir y a prestar mejores servicios. Tienen parte de razón en su defensa, pero la emplean como una justificación de su ideología, en  lugar de tratar de comprender las limitaciones inherentes al concepto. En este sentido, tampoco se diferencian de los eurocomunistas y los reformadores marxistas de finales del siglo pasado.
Mientras que la administración del presidente norteamericano George W. Bush y el FMI han elogiado la política económica de Brasil, los inversionistas han castigado al país con una fuga de capitales que no cesa  desde hace meses. Esta situación no ha hecho sino beneficiar a Lula. Lo que los brasileños han proclamado, al votar por el candidato del Partido de los Trabajadores, es una afirmación de su independencia, al tiempo que un rechazo a la hegemonía de Estados Unidos. En este sentido, hay un sentimiento común que une a los desempleados con la clase media alta y los empresarios. Hay que enfatizar este punto: al igual que en Argentina, el rechazo es hacia el sector financiero, y no hacia los capitalistas nacionales.
Los cambios más significativos en Brasil, de ser electo finalmente Lula, no serán de inmediato en el sector nacional —a menos que la banca internacional le cierre por completo las puertas la país.  El Partido de los Trabajadores ya gobernaba cinco estados, siete capitales y varias grandes ciudades, que suman en total más de 50 millones. Tampoco el partido de Lula tendrá el control absoluto del Congreso.  Su gobierno pondrá freno a las reformas neoliberales e incrementará el proteccionismo, pero es difícil que logre cumplir muchas de sus promesas de campaña. En el terreno económico, la inflación parece inevitable.
Las consecuencias internacionales son de mayor importancia.  La lucha contra la globalización adquirirá un impulso formidable. El Foro de San Pablo contará con un importante país para presionar en favor de sus puntos de vista. La idea de Bush de una zona de libre comercio —que ocupe todo el continente americano, de una punta a la otra— queda abolida. En Argentina aumentan las posibilidades de triunfo para Adolfo Rodríguez Saá. En Uruguay ya la coalición de izquierda (Frente Amplio) tiene el favor del 45 por ciento de la opinión. Paraguay, que atraviesa una crisis política, se sumará al movimiento. Lula no parece ser un nuevo Chávez. Sin embargo, el régimen de Caracas gana con contar con un amigo al mando de la  más importante nación latinoamericana. Tampoco el dirigente sindical se vislumbra como otro Castro, pero La Habana sale beneficiada con un aliado político. Ya se habla de una Latinoamérica divida en dos bloques: un Bloque del Atlántico, con Brasil, Venezuela y Cuba, como cabezas, contrario a la política estadounidense. Un Bloque del Pacífico al otro extremo, encabezado por Chile, Colombia, Perú, y seguido por los países centroamericanos, aliados de Norteamérica.
El efecto más negativo de Lula —de llegar al poder como todo parece indicar— será una reivindicación de un antinorteamericanismo vetusto, prisionero de la década de los sesenta y setenta. Si es presidente traerá un segundo aire para una izquierda latinoamericana que se sabía relegada por la historia y no se resignaba a perder. Lo más sensato en este sentido sería no intentar “matar al mensajero”, y comprender que su triunfo es el resultado del abandono —y el desprecio— de Estados Unidos hacia los problemas de sus vecinos del Sur.
Durante los ocho años de mandato de Bill Clinton, Latinoamérica —salvo  Colombia— apenas figuró en su agenda. Bush prometió cambiar esta situación, pero hasta el momento —salvo de nuevo Colombia— apenas ha hecho algo al respecto, aunque hay que reconocer en su favor que la situación generada tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del pasado año han complicado enormemente la situación internacional.
De toda esta situación, el sur de la Florida puede resultar beneficiado con una inmigración de brasileños acaudalados buscando refugio en Miami Beach, al tiempo que perjudicado por una disminución del turismo.
Aunque Lula ha adoptado la corbata ejecutiva y un discurso más pausado, no deja de ser un izquierdista tradicional. Es el regreso del cangaceiro, no del bandido del sertao, sino del símbolo del Cinema Novo:  el mito del defensor de los desposeídos, la esperanza campesina que llega al centro industrial del país —procedente del nordeste campesino y empobrecido— para convertirse en obrero y recordarle a todos que los miserables también existen.
Aunque ha tratado de suavizar su discurso, Lula sabe que esa esperanza de justicia para los desamparados le ha ganado millones de votos. No representa el futuro, ni para Brasil ni para Latinoamérica, pero nos recuerda que el pasado latinoamericano de hambre y miseria no ha dejado de existir. 
Publicado en Encuentro en la red, el martes 28 de octubre de 2002.

sábado, 12 de julio de 2014

¿Qué gana Rusia, qué pierde Cuba?


¿Qué ganó Rusia al condonar el 90 por ciento de la deuda contraída por Cuba, de casi $32.000 millones? Nada, desde el punto de vista económico. Todo, de cara a la propaganda. ¿En la esfera política? Está por verse. ¿Y en el terreno militar? Puede perder mucho, y más aún Cuba.
En primer lugar, la Duma rusa aprobó un acuerdo sobre una deuda que el nuevo país adquiere por herencia —no gracias a su gestión— y que sabía nunca sería abonada,
Desde el punto de vista económico, siempre cabe la posibilidad de perdonar un pago o parte de una obligación contraída, cuando el acreedor considera que tiene las de perder en una apuesta del todo o nada; de que hay posibilidades de lograr ingresos con nuevos pactos, que superen con creces lo perdido; o de que existe una reparación en  bienes y servicios, que aunque no satisface por completo el monto adeudado sí compensa en cierta medida la potencial pérdida o sirve a otros fines monetarios. Esto rige tanto en los pequeños préstamos personales como para las grandes transacciones bancarias.
Nada de esto se aplica al perdón de la deuda cubana.
En la actualidad Rusia ocupa el décimo puesto entre los socios comerciales de Cuba, con un intercambio que se sitúa alrededor de los $272 millones. Países como España —para no mencionar a Venezuela, Canadá, Brasil y China— tienen una importancia comercial mayor. El exilio de Miami contribuye más a la economía cubana que Rusia.
Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), el intercambio comercial de Rusia y Latinoamérica alcanzó en 2013 $13.300 millones, con Brasil y Argentina como sus dos principales socios comerciales.
Nada indica que Moscú esté dispuesto o capacitado para ocupar de nuevo ese sitio excepcional, donde el intercambio con la isla alcanzaba el 80%, el cual se redujo a casi cero durante los años 90 del pasado siglo.
Aunque los acuerdos firmados el viernes en La Habana implican una ampliación de los nexos entre los dos países, no significan la entrada de Rusia como un importante socio comercial con Cuba, al menos que se encuentre petróleo, lo que siempre es una posibilidad pero hasta el momento no ha brindado resultados positivos, y que en sitios más promisorios y con menor equipamiento ha fracasado.
Las posibles inversiones de Rusia en la isla se sitúan en el terreno estratégico, como lo acaba de dejar bien claro el propio presidente ruso, Vladimir Putin. Es decir, son a largo plazo, sin resultado a la vista.
Rusia está buscando explorar petróleo en las costas cubanas con acuerdos entre las empresas estatales rusas Rosneft y Zarubezhneft con la cubana Cupet.
El gobierno de la isla calcula que tiene hasta 20.000 millones de barriles de petróleo en su lecho marino, si bien el Servicio Geológico de Estados Unidos dice que serían más bien unos 4.600 millones, de acuerdo con la información publicada por la agencia de noticias Reuters.
Compañías extranjeras como la española Repsol, la malaya Petronas y la venezolana PDVSA han perforado en Cuba sin éxito.
Otros proyectos conjuntos, según explicó Putin en La Habana, son la construcción de equipos de energía eléctrica rusos y el interés de empresas con sede en Moscú, que se especializan en la producción de plástico, piezas de automóviles y maquinaria pesada para la industria ferroviaria.
Resulta curioso que Rusia esté interesada de nuevo en el desarrollo de la industria pesada o relativamente pesada —un viejo principio de la economía soviética— en la isla, cuando lo más adecuado acorde al país, sus recursos y su cultura, son la esfera de los servicios y la industria ligera y de manufacturas. Rusia intenta transitar un camino distinto al de España en Cuba, pero sobre todo fundamentalmente opuesto a la estrategia económica china, que tan buenos resultados económicos le ha dado al país asiático.
Estas empresas estarían situadas en la Zona Económica Especial de Mariel, aunque como parte de su inversión se encuentra el dinero que el gobierno cubano está supuesto a pagar a Rusia anualmente, para liquidar el 10% restante de la deuda que no fue perdonado. ¿No conoce Putin los reiterados informes de incumplimientos económicos, divulgados por el mismo gobierno de la isla, o que quienes con anterioridad malgastaron los recursos brindados por la URSS se mantienen en el poder?
El presidente ruso también adelantó que están estudiando un proyecto, que podría contar con la participación de inversores de terceros países, para crear un gran centro de transporte.
“Esto implica la modernización del puerto de Mariel y la construcción de un moderno aeropuerto internacional con la terminal de carga en San Antonio de los Baños”, dijo Putin según el diario español El País.
"Putin está tratando de asegurar mercados", le dijo a BBC Mundo Otto Raúl Tielemans, investigador del Consejo de Asuntos Hemisféricos, un centro de estudios con sede en Washington. Es un enfoque, pero no el único.
Hay un interés en la visita de fortalecer los lazos comerciales, pero que no repercutirá de inmediato en la economía cubana y mucho menos en la vida cotidiana de los cubanos.
Ni hoteles rusos para el turismo, ni más turistas rusos —que prefieren viajar a Europa— y mucho menos la vuelta de las latas de carne y encurtidos a los estantes de las bodegas y supermercados de La Habana (si algún residente en la isla siente este tipo de nostalgia gastronómica por “la carne rusa”, no tiene más que buscarse un pariente en Miami, donde se venden estos productos).
Más importante que el objetivo económico, es el fin político de la visita, que se vincula a un empeño militar. Por supuesto que hay una relación estrecha entre los diferentes aspectos (económicos, políticos y militares), facilitada en gran parte por el hecho de que en Rusia impera un gobierno autoritario —en buena medida corporativo— y en Cuba un sistema totalitario. Tanto Moscú como La Habana están jugando una táctica que suele brindar buenos resultados: inducir a creer que una situación presente es comparable y puede ser juzgada a partir de esquemas del pasado.
No hay que extrañar entonces que resurjan las comparaciones con la guerra fría y será cuestión de días, ¿horas?, para que en Miami se vuelva a hablar de “amenaza rusa” —algunos, los más tenaces, simplemente repetirán “amenaza roja”— y que broten los comunicados de los congresistas cubanoamericanos. Serán anticipados, hay que esperar que no resulten premonitorios. Por lo pronto, es mejor ver primero los hechos y más adelante las especulaciones.

Proyectar una sombra
Si no se quiere afirmar simplemente que hablar de guerra fría en estos momentos es simplemente hacerle el juego a Putin y Castro, bastará con decir que es la reacción que ellos buscan o desean.
Porque con su visita a Latinoamérica y su cita de la reunión de  las BRICS (acrónimo para el bloque de países emergentes conformado por Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica), que se celebrará en Fortaleza, Brasil, Putin está tratando de proyectar una sombra mayor que su figura.
El viaje ocurre en momentos de tensión en las relaciones entre Rusia y Estados Unidos, que ha amenazado con nuevas sanciones a Moscú por su apoyo a los separatistas prorrusos en Ucrania, conflicto en el que La Habana se ha puesto al lado del Kremlin, de acuerdo a un cable de la AFP.
En coincidencia con la gira de Putin, el presidente ucraniano, Petro Poroshenko, afirmó estar dispuesto a declarar un alto el fuego “bilateral” con los separatistas prorrusos, en una conversación telefónica el jueves con la jefa del gobierno alemán, Ángela Merkel, informó Kiev. Merkel y Putin aprovecharan su presencia en la clausura del Mundial de Fútbol, en Río de Janeiro, para celebrar un encuentro.
Poroshenko también habló con el vicepresidente estadounidense Joe Biden, mientras Washington ratificó que se prepara para imponer nuevas y fuertes sanciones económicas a Rusia “muy pronto” si Putin rechaza cortar los lazos con los separatistas prorrusos del este de Ucrania, región donde murieron 23 soldados ucranianos en las últimas 24 horas, lo que complica un cese el fuego.
Rusia ha disminuido el tono de su retórica belicista, desde el discurso de Putin de marzo de este año, cuando anunció la anexión de Crimea a Rusia, y prefiere hablar ahora de la ayuda  humanitaria a la región, mientras gana tiempo.
“Los costos económicos, políticos y militares de cualquier acción armada para mantener a Ucrania —o incluso partes de ella— en la órbita de Moscú resultan muy elevados. Incluso el tipo de apoyo indirecto a las tropas separatista, del que la OTAN y el gobierno ucraniano acusan al Kremlin, parece estar perdiendo fuerza", señala The New York Times.
Si bien sería prematuro aventurar que Moscú está tratando de llevar el conflicto bélico a Latinoamérica, sí hay evidencias de que busca reforzar sus alianzas cerca de la frontera de EEUU, en contrapartida con lo que le ha ocurrido a Rusia con la Organización del Atlántico Norte en Europa. Aquí el objetivo sería: si de momento no es posible recuperar a Ucrania dentro del plan del restablecimiento de una “Gran Rusia” —que no deja de ser el sueño de Putin— al menos evitar su ingreso en la OTAN.
Esto no quiere decir que Putin haya abandonado sus ambiciones territoriales en Ucrania, sino que continuará haciendo lo posible para mantener a este país débil, preso de conflictos internos y descentralizado.
Que la estrategia de Rusia con Ucrania siempre ha pasado por Latinoamérica lo demuestra que mientras Moscú anunciaba que estaba “alarmada” por el movimiento de tropas de la OTAN cerca de sus fronteras, el canciller Sergei Lavrov abordaba un avión para comenzar una visita oficial de trabajo.
El destino no era Kiev ni alguna conferencia de paz para resolver las crecientes tensiones entre su país y Ucrania, sino América Latina. Su primera escala: Cuba.
Dentro de este contexto hay que entender la declaración de Putin en La Habana sobre los objetivos y acuerdos firmados en la isla.
“Ayudaremos a nuestros amigos cubanos a superar el bloqueo [embargo] ilegal”, declaró Putin tras una reunión con el gobernante Raúl Castro, y de nuevo volvió a proyectarse la sombra de la vieja URSS que la nueva Rusia quiere emitir ahora. Rusia y Cuba “están creando nuevas condiciones para el desarrollo de las relaciones bilaterales”.
Por su parte, Raúl Castro agradeció a Putin el gesto. “Al cabo de tantos años, que Rusia condone el 90% de esa deuda y que el 10% restante se invertirá en Cuba, es una muestra más y nuevamente una gran generosidad palpable del pueblo ruso hacia Cuba”, dijo Castro, que destacó que sin la ayuda del bloque soviético la revolución cubana no habría podido subsistir.

Un largo camino
No resulta extraño entonces que en esta segunda visita de Putin a la isla como presidente, y la cuarta visita de un mandatario ruso a La Habana en los últimos 15 años, finalmente se revisen y amplíen los acuerdos firmados con anterioridad.
La primera vez que Putin fue a Cuba ocurrió en 2000 y el propio Fidel Castro le dio la bienvenida. Ahora el encargado de recibirle en el Aeropuerto José Martí fue el primer vicepresidente primero de Cuba, Miguel Díaz-Canel (Raúl Castro no recibe a dignatarios al pie de la escalerilla del avión, y es de esperar que esa norma se mantendrá cuando de aquí a dos semana llegue a La Habana el presidente chino, Xi Jinping),
En los viajes anteriores, tanto de Putin como del expresidente y actual primer ministro Dmitri Medvédev, se establecieron las bases de una decena de acuerdos de cooperación económica, comercial, científica y técnica, ahora ampliados, que estarán vigentes hasta 2020.
Durante el primer viaje oficial de Raúl Castro a Moscú como jefe de Estado, en enero de 2009, se ratificó un crédito de $20 millones otorgado a la isla. Castro volvió a Rusia en 2012 y entre su visita y el regreso de Medvédev a La Habana, ocurrió la firma del Programa Intergubernamental para la Cooperación Económico-Comercial y Científico-Técnica 2012-2020, que este viernes fue reforzado con planes de nuevas inversiones. No se habló de nuevos créditos.
Tanto los planes de inversiones y la perforación petrolera, un proyecto que existía con anterioridad, favorecen un futuro y posible desarrollo económico de Cuba, pero no ofrecen soluciones inmediatas a la maltrecha economía cubana.
Pero hay otro aspecto de la visita de Putin que resulta más preocupante.
El reforzamiento de los vínculos políticos con Latinoamericana y en plantarse de cara a Estados Unidos en sus fronteras lleva también —como soporte— la posibilidad de una ampliada presencia militar rusa en Latinoamérica y el Caribe. Y aquí Cuba podría ser la pieza fundamental.

Misiles y barcos de guerra
En 2008, el entonces presidente Medvédev declaró: “Ningún país estaría contento si un bloque militar al que no pertenece se acerca a sus fronteras”.
Moscú considera al conflicto en Ucrania como el resultado de un acercamiento de la OTAN a sus fronteras.
En 2013 el ministro de Defensa ruso Sergei Shoigú anunció planes de su país para construir bases militares en Nicaragua, Cuba y Venezuela.
Ese mismo año, Rusia y Brasil finalizaron un acuerdo para la venta de 12 helicópteros militares rusos con un valor de $150 millones. Seis meses después el ministro de Defensa ruso, Sergei Shoigú, volvió a Brasil para finalizar la venta de sistemas de misiles para reforzar la capacidad de defensa del gigante sudamericano con un valor de $1.000 millones, según BBC Mundo.
En esa misma gira Shoigú también visitó Perú, para promover un contrato militar para vehículos blindados para transporte de personal con un valor de $700 millones. Y en diciembre de ese año Lima anunció que sus fuerzas armadas planeaban adquirir 24 helicópteros militares rusos y abrir un centro de servicio para este tipo de aeronave.
En mayo de este año, el Consejo de Seguridad de la Federación Rusa y el Consejo de Defensa Nacional de Cuba firmaron un memorando de cooperación y acordaron crear un grupo de trabajo conjunto. Lo que llegó entonces a la tinta y la mesa de trabajo no fue más que la culminación parcial de un proceso iniciado hacía tiempo atrás: buques de guerra rusos visitan con frecuencia La Habana, una nave espía de ese país llegó recientemente a la capital cubana, en una visita no anunciada, y hace pocos meses Moscú volvió a mencionar su intención de establecer una o más bases militares en territorio cubano.
Con la firma del memorando se dio un paso más allá de las visitas y los apretones de manos. Se firmaron documentos que abren la vía a una colaboración bélica más estrecha.  ¿Y quién lo hizo por la parte cubana? El coronel Alejandro Castro Espín, el hijo del general que gobierna la isla.
El Consejo de Defensa Nacional de Cuba es la institución encargada de prepararse, en tiempos de paz, para dirigir el país si estalla una guerra. Así lo establece la Constitución de la República de Cuba. No solo tiene a su cargo la movilización general de tropas en caso de emergencia, sino que asume el control total de la nación.
En representación de un órgano tan poderoso, con la capacidad de firmar documentos y ante un aliado tradicional y de primer orden en el campo militar, Raúl Castro envió a alguien de su absoluta confianza: su hijo.
Para el Kremlin, la presencia militar en el Caribe va más allá de una cuestión de poderío y seguridad nacional. Hay en juego una forma de permanencia en el poder. Y en esto Moscú y La Habana coinciden.
Hay países cuyos gobiernos necesitan, más allá de los servicios imprescindibles para la seguridad nacional, llevar a cabo múltiples actividades secretas y con un potencial subversivo hacia aliados y enemigos, que incluyen desde labores de espionaje hasta diversas triquiñuelas internacionales. De lo contrario, les resultaría imposible a los miembros de la clase gobernante sobrevivir en el poder.
La Rusia de Putin es un buen ejemplo de ello. Otro es la Cuba de los Castro.
Pactos entre dictadores; actividades de obstruccionismo en foros internacionales; movimientos más o menos sutiles, bajo el disfraz de las buenas intenciones, destinados a la injerencia externa; grupos y alianzas creadas para destruir o minar otras existentes, u otorgarle mayor poder a un sector determinado dentro de una zona geográfica o política. Estas y otras actividades se llevan a cabo bajo las apariencias más dispares, en ocasiones retomando tácticas de la guerra fría y en otras transitando nuevos caminos.
En febrero de este año ya Shoigú había repetido que Rusia estaba negociando el establecimiento de bases militares en Venezuela, Nicaragua y Cuba.
“Planeamos aumentar la cantidad de las bases militares. Además de Vietnam y Cuba, planeamos ampliar su número con otros países como Venezuela, Nicaragua, islas Seychelles y Singapur”, dijo el ministro, según la agencia de noticias RIA Novosti.
Shoigú subrayó que las conversaciones estaban en marcha y que Rusia se encontraba cerca de la firma de los acuerdos respectivos.
El memorando de cooperación militar se debe situar dentro de este espíritu expansionista militar ruso, pero hay otro dato importante.
Por la parte rusa firmó el documento Nikolai P. Patrushev, quien tiene el grado de general de Ejército, fue coronel de la KGB y sustituto de Putin en 1999, al frente del Servicio Federal de Seguridad (FSB) de Rusia, informó RIA Novosti.
Para que un general de Ejército ruso se sentara negociar con un coronel cubano han de existir consideraciones futuras, que van más allá de los grados y tienen que ver con la verdadera herencia del poder en Cuba.
Ahora Putin menciona los planes para la construcción de un moderno aeropuerto internacional en San Antonio de los Baños. Desde 1942 se encuentra en ese lugar la base aérea más importante del país. No cabe duda de las implicaciones militares de esta propuesta.
Entre los acuerdos a tratar durante esta visita, hay también algunos de carácter logístico para el atraque y mantenimiento de barcos de la Marina de guerra rusa en el puerto habanero, de acuerdo a una información de El País. Como ya se mencionó, recientemente visitó Cuba el buque espía Viktor Leonov.
La gira de Putin por Latinoamérica tiene un marcado carácter comercial, según la prensa internacional, pero hay una parte oculta que podría tener una gran trascendencia, y tiene que ver con aviones y buques de guerra, no con petróleo y piezas para automóviles. Si las ambiciones de Putin y el afán de permanencia en el poder de los Castro desembocan en el aventurerismo bélico, entonces el futuro de la isla no solo sería incierto y preocupante: se estaría pasando de la sombra de un imperio a la realidad del peligro que representa un país hostil, no en política ni economía, sino como amenaza militar, y Cuba estaría en el medio de ese conflicto.
Este artículo también aparece en Cubaencuentro

jueves, 1 de mayo de 2014

La muerte del cronista, musical


Falleció en La Habana el músico Juan Formell, informó el diario Granma. Tenía 71 años. En Cuba había recibido el Premio Nacional de Música 2003 y en fecha reciente, en Estados Unidos, se le otorgó el Grammy Latino a la Excelencia. Su música es muy popular en todo el continente americano.
Formell, compositor, arreglista y director de la famosa orquesta de música popular cubana Los Van Van, no solo fue un célebre artista. En un momento se llegó a afirmar que su popularidad rivalizaba con la de Fidel Castro, y que este último sería recordado como el gobernante de la isla durante la época de Formell. El juicio no solo resultó una exageración sino también irónico: una vez más, Castro sobrevive a un famoso de su tiempo, más joven.
Varios fueron los méritos musicales de Formell, pero voy a señalar dos: renovó el formato instrumental de la orquesta de charanga francesa, modernizó sus sonoridades y aportó una dinámica nueva a una música y un tipo de agrupación en franca decadencia, que se sostenía solo por el apoyo gubernamental. En ese entonces, el gobierno de Castro estaba interesado en evitar la influencia de la música extranjera, especialmente entre los jóvenes. Ya lo había hecho con Pello El Afrokán y su “ritmo” mozambique, de corta duración, y lo seguía desarrollando con el empecinamiento en mantener vivas toda una serie de agrupaciones de sonido gastado, que en circunstancias normales hubieran desaparecido desde hacía tiempo, y producto de esa política era el estancamiento de la clave cubana en un modo repetitivo que subsistía por la carencia de mejores opciones y la necesidad autóctona del cubano de preferir el baile entre otras formas de recreación y también —de nuevo— por la limitación a la hora de elegir en que pasar el tiempo libre. Formell cambió ese panorama, para beneficio de los cubanos.
El otro mérito de Formell que me interesa destacar fue que asumió la tarea del trovador tradicional y se convirtió en cronista de su tiempo, sobre todo de La Habana.
Nunca fue un cronista inocente, desde el nombre de la agrupación que creó —Los Van Van, en alusión a la consigna “Los diez millones van”, de la fracasada cosecha azucarera de 1970— hasta su actitud como artista y sus declaraciones públicas; en última instancia siempre fue embajador, a veces de forma sumisa, otras con mayor independencia, no solo de Cuba sino del gobierno de la isla.
Lo anterior no invalida sus logros artísticos, pero no por ello desdeña el hecho de que ese talento sirvió para paliar la sensación impositiva que representaba un canon musical caduco.
Paradójicamente, Formell actualizó ese canon, pero al mismo tiempo lo preservó en su esencia retrógrada.
Quizá al escribir esto descubro una esencia reaccionaria en mis palabras y una valoración elitista hacia un tipo de música. En esencia, trataría de justificarme agregando que Formell hizo buena música bailable, pero nada más que bailable. Trascender las formas bailables es en buena medida la esencia de la música, no solo para los compositores de conciertos sino para los populares también: en la actualidad, lo mejor del son se escucha, no se baila. Ha sobrevivido no en los pies ni en los movimientos del cuerpo, sino en el oído y la audición atenta. El jazz cubano, lo mejor que en la actualidad tiene la isla dentro de los diversos géneros musicales, es para escuchar.
Que las andaduras de la música bailable de Formell siempre recorrieron una trayectoria política se evidencian en Cuba y Miami.
No solo fue emblemático el año del surgimiento de la agrupación y su sonido, en 1969, durante la efervescencia preparatoria para la “Zafra de los Diez Millones” del año posterior, pero que se extendió por 18 meses, culminó en uno de los mayores fracasos de Castro y en cierto sentido estremeció a la sociedad cubana, así como fue el factor determinante en la entrega sin reservas al modelo económico soviético. Economía planificada por los “bolos” y la distracción garantizada por Formell.
El sonido nostálgico de la Orquesta Cubana de Música Moderna, en 1967, no había sido más que un producto de la persistencia y nostalgia de su director, Armando Romeu —un músico ejemplar del que hay pendiente más de un homenaje—, siempre menospreciado por las autoridades culturales, algo de lo cual fui testigo en más de una ocasión, y del recuerdo que siempre mantuvo vivo el orquestador y pianista Rafael Somavilla, comunista de siempre, hombre amable como pocos y arreglista sin par. Sin embargo, el formato jazz band también estaba más que pasado de moda, y fue necesario el surgimiento de los Irakeres para conocer algo nuevo, pero eso es otra historia, popular pero no bailable.
De vuelta con Formell, ya desde antes, en 1968, con la Orquesta Revé —y en su condición tanto de compositor y arreglista como de ejecutante en el contrabajo— venía desarrollando una mezcla de las formas tradicionales de la música bailable cubana (changüi, cha-cha-cha) con elementos actuales de la música extranjera. Había iniciado el camino que lo llevaría al triunfo: actualizar la música cubana, incorporar lo foráneo y no alejarse tanto de las formas tradicionales como para ser considerado como “extranjerizante”. Desde el punto de vista artístico su camino resultó correcto, pero al mismo tiempo complacía tanto al gobierno como al público. El éxito estaba garantizado, y el apoyo del régimen también. No por gusto eran “Los Van Van”. Pese a ciertos pronósticos, nunca cambió el nombre de la agrupación, pese a que recordara un fracaso de Castro y una muestra de oportunismo. Terminaron sonando más cercanos a un “Bang Bang” que a otra cosa, y en esta ocasión la derrota fue huérfana como siempre, aunque nunca sorda: ahí estaba la música de Formell, para olvidar lo que había deshecho el padre putativo de todos los cubanos y seguir bailando.
Esa renovación musical, durante el frenesí azucarero y la consecuente desilusión, actuó de vía de escape para la población. No quiere esto decir que sin Formell se habría caído Castro y tampoco catalogarlo de simple colaboracionista, pero es necesario señalar el contexto —y los beneficios posteriores de que disfrutó el músico, documentados en muchas ocasiones— para no hablar solo del hombre que acaba de fallecer sino de las circunstancias en que se desarrolló.
Por supuesto que Formell fue ante todo un músico con talento suficiente para triunfar en cualquier escenario, pero que siempre actuó en concordancia con el sistema social y político que le sirvió de plataforma. Este vínculo entre música y política aparece una y otra vez en su trayectoria. Incluso en las ocasiones en que lo negó fue más fuerte que nunca.
En 1999 Formell actuó por primera vez en esta ciudad, en la ya desaparecida Miami Arena. La ocasión sirvió para que el sector más recalcitrante del exilio escribiera una de sus páginas más penosas: botellas lanzadas contra los asistentes, una algarabía que no tenía nada que envidiar a un acto de repudio en la isla y los canales de televisión locales cómplices de aquel espectáculo bochornoso a la entrada del evento.
La noche de aquel concierto, la música de Formell triunfó a toda regla y el exilio tradicional inició una retirada ideológica que sobrevive hasta nuestros días.
Formell fue un embajador del futuro, pero que en última instancia no es un futuro grato para los exiliados.
Años más tarde, en 2010, regresó y actuó de nuevo con su agrupación, en plena calma. Se oyeron reproches, pero pocos escucharon. En esa y en ocasiones posteriores manifestó estar de acuerdo en compartir escenario con músicos exiliados, así como reiteró sus declaraciones de separar la música y la política.
En un sentido general, y más allá de sus indudables méritos artísticos, hay que reconocerle a Formell su actitud anti-extremista, pero tampoco olvidar esa vinculación constante con el régimen. No para vituperarlo, tirar piedras a los que iban a sus conciertos o tratar de censurarlo. Simplemente para dejar constancia. 
Este artículo también aparece en la edición del viernes 2 de mayo de Cubaencuentro.



viernes, 11 de abril de 2014

Otra vez el embargo


Algunas de las razones actuales para el levantamiento del embargo norteamericano hacia el régimen cubano son malintencionadas en sus pronunciamientos y lógicas en su práctica. Detrás de ellas se encuentran intereses comerciales, que no solo buscan vender unos cuantos productos. A ello se une el interés de destacar un principio: los embargos comerciales tienen poca utilidad, salvo excepciones, en un país como Estados Unidos, una nación que propugna la economía global y el liberalismo económico.
Otros motivos de rechazo pueden ser debatidos con argumentos similares, pero de signo contrario. Entre ellos, la afirmación de que el embargo es inmoral, que hay que suprimirlo para quitarle una excusa al régimen castrista y la acusación de que éste es el causante de buena parte de la miseria en Cuba.
Desde el punto de vista político o militar, los embargos ―incluso los bloqueos en el caso de guerras― no son morales e inmorales, porque la ética nunca ha formado parte de la estrategia. También al gobierno de La Habana le sobran las excusas y la pobreza que impera en la isla es una de las mejores tácticas con que cuentan los hermanos Castro, al utilizar la escasez como un instrumento de represión.
Pero a estas alturas el embargo no es una medida que se valora de forma positiva, en el país donde un mandatario la promulgó en 1962, luego de tener a buen resguardo una provisión tal de tabacos que le sobreviviría.
Kennedy no vivió lo suficiente para conocer que no era violar la ley, sino el tabaco cubano lo que resultaba dañino. Fidel Castro lo supo a tiempo y dejó de fumar. Por su parte, el embargo no se ha hecho humo en más de 50 años.
Sin embargo, a los granjeros norteamericanos no les preocupa tanto el quedar fuera del reparto de los puros, al final de la cena. Lo que ellos quieren es participar en la venta de los comestibles que se pondrán en la mesa. Si no han avanzado mucho en sus propósitos, se debe a dos razones fundamentales.
Una es que declararse a favor del embargo hasta hace poco continuaba formando parte de la agenda electoral —tanto del Partido Republicano como del Demócrata—, porque constituía uno de los pocos incentivos que se les pueden ofrecer a los votantes cubanoamericanos. Paulatinamente esta táctica electoral ha ido debilitándose, e incluso un aspirante a la denominación demócrata de Florida por el Partido Demócrata, el cambiante Charlie Crist, se ha atrevido a declararse en contra del embargo. Todavía está por verse si hay un cambio político en el electorado cubanoamericano surfloridano, que tenga una fuerza tal como para reflejarse en las urnas. Por otra parte, este supuesto cambio demográfico no afecta el poderío económico y de cabildeo del aún fuerte exilio cubano tradicional.
Aunque la reñida batalla de las primarias republicanas, durante las últimas elecciones presidenciales, volvió a colocar al embargo en primer plano, no pasó de ser un efecto local, y hasta anecdótico. En las elecciones, el tema del embargo ni siquiera salió a relucir, aunque el candidato demócrata y actual presidente reelecto siempre se ha declarado favorable a su mantenimiento mientras no se produzcan cambios político sustanciales en la isla.
Durante esas elecciones, las definiciones partidistas sobre Cuba no fueron marcadas a través de un avance sino de un retroceso: el imponer de nuevo las restricciones a los viajes y el envío de remesas, que se establecieron durante el gobierno de George W. Bush, como parte de la agenda republicana, o el mantener el levantamiento de iguales limites, decretado por el presidente Barack Obama, entre los temas demócratas. Pero lo que constituye el embargo en sí, la ley Helms-Burton, no fue cuestionado por candidato alguno.
El segundo aspecto que favorece el mantenimiento del statu quo comercial con la isla es que se trata de un mercado menor. Si Cuba fuera China, ya hace rato no habría embargo.
Así que durante estos últimos años los granjeros estadounidenses han visto aumentar y disminuir sus ventas a la isla según las circunstancias políticas. Solo que ahora las circunstancias internacionales les son menos propicias, y han comenzado a perder sus pocas esperanzas ante la realidad de los grandes países emergentes: ya Brasil ha superado a Estados Unidos como socio comercial con Cuba. Más allá de los trajines políticos en Washington y La Habana, el mercado global impone sus reglas.
Todas estas consideraciones han gravitado con mayor o menor fuerza a la hora de opinar sobre el embargo. En todas, los juicios pueden inclinarse en un sentido u otro de acuerdo a las preferencias políticas, la ideología de quienes los esgrimen y la situación reinante en los países implicados y en otros que se han sumado al panorama nacional e internacional en que se definen los usos y alcances del embargo.
Sin embargo, este análisis no debe limitarse a fines y medios, sino también a su capacidad como instrumento para llevar la democracia a la isla.
La valoración positiva del embargo encierra por lo general dos equívocos: uno es la subordinación mecanicista de la política a la economía, que se traduce en aplicar un criterio estrecho al caso cubano. Repetir aquello de “lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo”.
Esta actitud siempre ha chocado contra la realidad cubana. Durante los largos años de gobierno de Fidel Castro, éste siempre actuó como un gobernante, de forma dictatorial y despótica, pero nunca como un empresario.
Fue un político que se movió mejor en las situaciones de crisis que en las épocas de “bonanza” (las comillas obedecen a que el régimen nunca ha conocido ni le ha interesado establecer en Cuba un período de “vacas gordas”). Si Raúl Castro ha emprendido una vía de ´´actualización´´ del modelo, que se interpreta como la autorización de algunas reformas tímidas, no se pueden equiparar libertades económicas y políticas, a partir de que ambas son necesarias. El desarrollo de la disidencia en la isla ha obedecido a un desgaste político, no económico.
El segundo error es hacer depender la evolución política del país de una medida económica dictada desde el exterior, por otro gobierno y en otra nación. El embargo es una ley hecha en Estados Unidos, no es una creación de los opositores a Castro en la isla.
Desde hace años el embargo ha perdido ―si alguna vez tuvo― su valor de palanca para impulsar la democracia. Al ceder o estar reducido al máximo el poder presidencial para cambiar la ley, quienes la defienden no dejan de repetir unas exigencias que, de por sí, sitúan su final en un momento utópico, cuando tras la desaparición de los hermanos Castro se establezca en Cuba una democracia perfecta y un respeto a los derechos humanos intachable, además de un comercio sin barreras y una industria privada sin límites. Muy bonito, pero también poco práctico.
Cierto que en su intolerancia, el régimen de La Habana no responde a incentivo alguno, verdad también que hay un largo historial en que el gobierno castrista ha puesto obstáculos y trampas a cualquier avance en las relaciones con Washington, pero la ausencia de un plan manifiesto y conocido de incentivos parciales no hace más que ayudar a las fuerzas reaccionarias en ambas orillas del estrecho de la Florida.
De lo que se habla aquí es de un problema que, en buena medida, tiene que ver con la imagen. Para los ojos de buena parte del mundo, Estados Unidos es la nación de las restricciones y el embargo norteamericano hacia Cuba no es popular en el resto del mundo, incluso entre los aliados de este país. Basta solo consultar cualquier votación en Naciones Unidas.
Es verdad que un levantamiento total o parcial del embargo, sin exigir nada a cambio, no traerá cambios políticos de inmediato. En igual sentido, la falacia de que una mayor entrada de productos norteamericanos conllevará una mayor libertad es otra utopía neoliberal, que tiende a asociar la Coca-Cola con la justicia y a la democracia con los McDonalds. Mentira es también que el pueblo de Cuba está sufriendo a consecuencia del embargo y no por un régimen de probada ineptitud económica.
Nada de lo anterior contradice el hecho de que continuar respaldando al embargo es batallar a favor de la derrota. Algo que nunca hacen los buenos militares. Defender una trinchera que es un blanco perfecto para el enemigo, desde la cual no se puede lanzar un ataque y que solo protege un pozo sin agua custodiado por un puñado de soldados sedientos. Se trata de una herramienta poco efectiva para lograr la libertad en Cuba. Su ineficacia ha quedado demostrada por el tiempo; su significado reducido a un problema de dólares y votos.
Otra cosa muy distinta es el otorgamiento de privilegios comerciales y el reconocimiento de la participación del gobierno cubano en organismos internacionales, porque tales medidas darían una legitimidad que éste no se merece.
Hay que establecer el deslinde necesario entre las medidas económicas y las políticas. Diferenciar la función del exilio y el papel de Estados Unidos como nación. En el mundo actual, los embargos han demostrado ser de poca utilidad, y en parte han servido para el enriquecimiento de las  clases gobernantes, a las que supuestamente intentaban derrocar. Si seguimos martillando sobre una herramienta tan poco efectiva, perdemos la oportunidad de desarrollar otros frentes, cuya eficacia aún no ha sido puesta a prueba. La astucia debe imponerse sobre la testarudez.