viernes, 9 de agosto de 2019

A lo bestia


Jair Bolsonaro, considera “un héroe nacional” a un notorio represor: el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, quien dirigió uno de los mayores centros de tortura de Brasil, ubicado en São Paulo. No es la primera vez que lo hace. Cuando en el Congreso emitió su votó a favor delimpeachmentde su predecesora, Dilma Rousseff,  lo dedicó al militar. Su intención no fue solo política sino abiertamente ofensiva e hiriente: Rousseff fue torturada en dicho centro durante la época de la dictadura.
Llama la atención la impunidad con que cuenta Bolsonaro para su retórica. No solo prescinde de los límites habituales que enfrenta un jefe de Estado en Occidente, sino que intenta rescribir la historia del país bajo un enfoque vengativo, recalcitrante y reaccionario.
El pretexto electoral para ello es bien simple: ensalzar a los represores de ayer y seguir su ejemplo es la fórmula mágica para impedir la llegada al poder de una nueva “dictadura comunista”. El viejo pretexto de dictadores buenos y dictadores malos, la inversión macabra de hacer cargar a otros con tus pecados.
Bolsonaro realizó una campaña política que lo llevó al poder como un abanderado de la lucha contra la corrupción, un defensor de la ciudadanía frente al crimen y el delito y un paradigma de la no-política: un adalid de la justicia y un ejemplo de rechazo de la falsedad y desvergüenza en quien se concentran los valores “universales” del individuo, la religión y la familia.
En realidad su campaña fue un ejercicio de manipulación con el apoyo de quienes buscan explotar sin trabas los recursos naturales del país, pero la corrupción del anterior gobierno les brindó una cobertura perfecta.
Porque si hoy Bolsonaro puede vanagloriarse de ese discurso “a lo bestia” es porque ayer la exposición de la realidad brasileña derivó en un mito que en principio trajo la esperanza, pero terminó haciéndole un daño a la nación que llevará un tiempo —ese posterior al paso de Bolsonaro— curar. Y el principal culpable en este sentido fue primero Luis Ignacio “Lula” da Silva y luego Dilma Rousseff.
Lula inauguró en Brasil una etapa de gobierno de una izquierda moderada donde el mandatario no se detenía a la hora de ponerse una guayabera roja en Cuba, pero tampoco el traje ejecutivo de visita en Washington. Pero sin dejar de adoptar la necesaria corbata no dejaba de ser un izquierdista tradicional.
En todo momento encarnó el regreso del cangaceiro, no del bandido delsertao, sino del símbolo del Cinema Novo: el mito del defensor de los desposeídos, la esperanza campesina que llegaba al centro industrial del país —procedente del nordeste campesino y empobrecido— para convertirse en obrero y recordarle a todos que los miserables también existen.
Ese regreso pretendió convertirse en un segundo aire para una izquierda latinoamericana, que se sabía relegada por la historia y no se resignaba a perder. Lula no parecía ser —y no fue— otro Hugo Chávez. Sin embargo, el régimen de Caracas ganaba con contar con un amigo al mando de la  más importante nación latinoamericana. Tampoco el dirigente sindical se vislumbra como otro Castro, pero La Habana salía beneficiada con un aliado político, que con Rousseff se convirtió también en un socio económico —y de primer orden.
En el puso constante de entonces, entre Brasilia y Caracas, el presidente venezolano terminó anotándose los mejores puntos. La baja de los precios del petróleo y la mala suerte de Chávez, en lo que se refiere a su salud, terminaron por acelerar la derrota de esa mezcla incoherente llamada pomposamente “Socialismo del Siglo XXI”, pero más allá de la bolsa siempre generosa del mandatario venezolano —con dinero ajeno— la expansión del engendro siempre estuvo en duda. Brasil, por su parte, que sin duda es la gran potencia de la región, bajo Lula no acabó de lograr eso: jugar en la categoría de los grandes. Fracasó en sus intentos de servir de negociador para Estados Unidos en el área, como mediador entre Washington y Teherán y en la crisis de Honduras el papel de Brasil no pudo haber sido más negativo: se quedó corto en todos los sentidos. No sólo Lula fue incapaz de influir sobre Mahmud Ahmadinejad, algo que de entrada se daba por descontado, sino que desempeñó un pobre papel frente al desafío de Irán y Venezuela. Por eso hoy, que Bolsonaro se limite al rol de simple perrito faldero de Trump no deja de ser humillante para los brasileños, pero las expectativas de una mayor desempeño para la nación en la arena internacional ya estaba por el suelo.
Sin embargo, fue en el propio Brasil donde el gobierno de Lula —que se extendió de 2003 a 2010— terminó decepcionando. Si bien el país conoció inicialmente un desarrollo económico y una disminución de la pobreza. Las estadísticas de entonces, difundidas por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) eran elocuentes: de 49 millones, los pobres bajaron a ser sólo 16 millones en ese período y la clase media aumentó de 66 a 113 millones. Los programas sociales no solo terminaron por producir un grave endeudamiento sino propiciaron una corrupción generalizada que terminó por provocar la caída de Dilma Rousseff, aunque el proceso que llevó a su impeachment no es precisamente un ejemplo de legalidad política y judicial.
Aunque tampoco hay que olvidar que la corrupción no se originó durante los mandatos de Lulla y Rousseff, y en Brasil no se ha limitado a los gobiernos de izquierda.
Basta recordar la etapa de gobierno de Fernando Henrique Cardoso y la situación que permitió la llegada de Lula al poder. La corrupción también estuvo presente durante las reformas neoliberales. Cuando las privatizaciones en Latinoamérica no hicieron más que convertir a los monopolios públicos en monopolios privados, transfiriendo buena parte de las ganancias a los gobernantes o los amigos de los gobernantes.
Cuando Brasil comenzó su apertura neoliberal, bajo la presidencia de Cardoso en 1995, las inversiones extranjeras contribuyeron a estabilizar la economía, reducir la inflación, crear nuevos empleos e impulsar el crecimiento. Pero en 1999 el modelo comenzó a mostrar los problemas que se agudizaron después, debido en un primer momento por la caída de los mercados asiáticos y el desbarajuste en Rusia, y luego por la crisis latinoamericana y mundial.
La fuga de capitales extranjeros se intensificó luego de la debacle argentina, en enero de 2002, con el temor de que también Brasil dejara de pagar su deuda externa. No logró la calma el apoyo que al final le otorgó el Fondo Monetario Internacional (FMI) —con un préstamo de emergencia de $30,000 millones. Los empresarios, la clase media, los trabajadores, campesinos y desempleados temían un futuro que continuara aferrado a la situación cotidiana. Botaron por el cambio porque no creían que de continuar la política actual, les deparara nada bueno. Prefirieron la esperanza —con su carga de incertidumbre— a continuar encerrados en la arcadia del presente. No se opusieron al capitalismo, sino a la avaricia del sector empresarial internacional. No estaban en contra de los fabricantes nacionales —todo lo contrario. Lo que rechazan es la banca mundial que los agobiaba.
Por lo general la retórica de Bolsonaro acapara los titulares de prensa. Es, si es posible hablar de ello, una versión aún mas burda de Trump. Pero la economía continúa siendo la asignatura pendiente de su gobierno. Y las noticia no son buenas.
La economía brasileña retrocedió un 0,2% en el primer trimestre del año respecto a los tres últimos meses de 2018, según datos divulgados por el IBGE. El resultado, el primero negativo desde el tramo final de 2016, sitúa al país al borde de la llamada recesión técnica, según el diario español El País.
Las inversiones de las empresas, un rubro en el que se incluyen las compras de maquinaria y los proyectos de expansión, sufrieron una merma del 1,7% respecto al cuarto trimestre del año pasado. Con esta caída son ya seis meses consecutivos con la inversión privada a la baja.
La inseguridad de los empresarios contrasta ligeramente con la confianza de los compradores particulares. Según el IBGE, el consumo privado creció un modesto 0,3% intertrimestral. Sin embargo, esta cifra podría disminuir en los próximos meses. El grave problema económico del Brasil actual es el desempleo: alcanza ya a más de 13 millones de personas y los especialistas ponen el acento en su efecto de inhibición del consumo por el temor de los brasileños a ser los próximos en perder el empleo, de acuerdo a El País.
Bolsonaro ha logrado apropiarse, desde el punto de vista ideológico, de un movimiento social que lo antecede: el que agrupa a una población favorable a un discurso nacionalista antisistema que repudia las instituciones políticas tradicionales y la prensa, más allá de una retórica elemental de izquierda-derecha. Al mismo tiempo, mantiene una alianza con la cada vez más poderosa corriente representada por las iglesias cristianas: los evangelistas, sus canales de radio y televisión, sus templos y sus actos de “avivamiento”.
La trilogía que sirve de base a Bolsonaro se completa con un ala neoliberal, cuyos miembros no suelen participar en las manifestaciones y actos de apoyo al mandatario pero resultan una pieza fundamental para su sostenimiento en el poder. A estos puede no agradarle mucho la retórica salvaje de Bolsonaro o serle indiferente, pero lo consideran un factor secundario en la medida en que lo considera un instrumento necesario para sus conceptos o planes económicos.
La gran carta de triunfo con la que cuenta Bolsonaro para reanimar la economía es el llamado “proyecto de reforma previsional”, diseñado por el equipo neoliberal del ministro de Economía, Paulo Guedes, que ya ha sido aprobado por la Cámara de Diputados y se espera sea ratificado por el Senado, pero enfrenta un complejo camino para su puesta en práctica. Se espera que la aprobación final de la reforma se consiga para finales de septiembre.
Lo fundamental de dicha reforma es que establece una edad mínima de jubilación de 65 años para los hombres y de 62 para las mujeres tanto en el sector público como en el privado, condición que actualmente no existe. Además, agrega que para cobrar el beneficio en su totalidad, debe haberse realizado aportes durante 40 años en el caso de los hombres y de 35 para las mujeres, aunque ya a partir de los 20 y 15 años de servicio respectivamente se podría cobrar una jubilación parcial.
La propuesta busca atraer inversionistas, sanear la economía del país y reducir la deuda. Si el plan resulta, será el inicio de un proceso cuyo objetivo es privatizar por completo al país en los próximos dos años, desde los aeropuertos hasta las cárceles. Para llevarlo a la práctica en su totalidad se requieren más reformas constitucionales.
Solo se salvarán de la privatización el Banco do Brasil y la Caixa Econômica Federal. Petrobras, buque insignia petrolífero, será una de las víctimas, según eldiario.es.
Para esta transformación económica radical, es necesario el autoritarismo de Bolsonaro. Al igual que las fracasas teorías económicas de los regímenes comunistas, el modelo neoliberal, en su forma más pura, requiere de un gobierno autoritario para imponerse a plenitud. La contrapartida de la retorica despiadada del mandatario brasileño es la puesta en práctica sin miramientos de una forma de dominación económica que prescinde de resguardos y cortapisas, todo en función de la ganancia. No es solo a lo bestia que Bolsonaro habla, de igual forma actúan sus economistas.

jueves, 8 de agosto de 2019

La política, los supremacistas blancos y el otro terrorismo


Ni son novedosos ni únicos. Los vínculos —supuestos algunos, comprobados otros— entre grupos de supremacistas blancos y políticos estadounidenses tienen un historial de negaciones, denuncias y contradicciones de larga data.
En 2015, cuando Dylann Roof, de 21 años, mató a nueve personas en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur, y “justificó” su acto de violencia contra los feligreses negros del templo con supuestos datos de una organización de supremacistas blancos, la respuesta del grupo no se hizo esperar.
“El Consejo de Ciudadanos Conservadores (Council of Conservative Citizens) condena de forma inequívoca las acciones criminales de Dylann Roof”.
El grupo, calificado como organización de supremacistas blancos, había publicado en su página de internet un estudio sobre la violencia que ejercen los negros sobre los blancos, según informó la BBC.
Y esas cifras las usó Roof para dar forma a un manifiesto que publicó en la red antes de perpetrar el ataque.
La historia de la intransigencia, la violencia, el racismo y el crimen no se escribe dos veces sino se repite muchas. Pero en este caso acaba de ocurrir una réplica: poco antes de que Patrick Crusius entrara en una tienda de El Paso, Texas, a disparar contra la multitud, un desconcertante documento apareció en la polémica plataforma 8chan.
El sitio, un refugio de los supremacistas blancos para expresar sus criterios, pronto borró su contenido, pero minutos más tarde, Crusius comenzó su acometida: comenzó a disparar contra los cientos de personas que, según las autoridades, se encontraban en la tienda de Walmart en ese momento.
En el texto el autor aseguraba que probablemente moriría ese mismo día, pero Crusius se entregó a la policía sin resistencia.
8chanconformaba una especie de red social, que por años brindó un espacio sin limitaciones para los grupos nacionalistas de derecha, dada la escasa moderación y control de los sitios que participaban en ella.
Pero el hecho de que el sitio haya devenido aparentemente también una plataforma para al menos tres de los tiroteos masivos ocurridos en los últimos seis meses ha puesto también el foco sobre la forma en que funciona este tipo de red social.
De hecho, Cloudfare, la compañía con sede en San Francisco que le ofrecía la infraestructura de internet a8chan, cortó la conexión que permitía al sitio estar en línea.
Mientras 8chan, como plataforma tenía un alcance y un contenido internacional, donde las dos primeras masacres de referencia —una ocurrió en Christchurch, Nueva Zelanda, y otra fue el ataque a una sinagoga en Poway, California—, todas se caracterizan por dejar una estela de muerte y horror en que el causante termina en manos de las autoridades para enfrentar acusaciones de asesinato —Brenton Tarrant, John T. Earnest y ahora Crusius— y antes de los hechos divulgan textos en los que resumen varias de las teorías más comunes del supremacismo blanco. 
En lo que respecta a Roof y Crusius, más allá de las características de personalidad, los posibles trastornos emocionales y las circunstancias del momento, en ambos  aparece igual voluntad de publicitar sus acciones y el nutrir su odio y fanatismo, sus frustraciones y empeños con similares informaciones tergiversadas.  
Y en lo que respecta al Consejo de Ciudadanos Conservadores, cabe la pregunta: ¿fue suficiente esta declaración del Consejo para desligarse del crimen o tiene el grupo responsabilidad en el fomento del odio, como denuncian los activistas de derechos civiles?
Cuando ocurrió la masacre de Charleston, Jered Taylor, portavoz del Consejo, dijo a BBC Mundoque rechazan que los califiquen de supremacistas.
“No hay nada supremacista ni de odio en el Consejo de Ciudadanos Conservadores. Nuestra organización investiga y trabaja por el interés legítimo de los blancos como grupo. Hay otras organizaciones que se identifican con determinados grupos. Solo cuando lo hacen los blancos, se considera un grupo de odio”, afirmó.
Al igual que ha ocurrido ahora, se recurre a la psiquiatría para restarle importancia a los factores sociales y políticos. Tras lo ocurrido en Carolina del Sur, el Consejo envió un comunicado oficial en el que tomó distancia de los hechos y los atribuyó a un joven desequilibrado.
Al mismo tiempo, suscribió firmemente los datos publicados en su página de internet y que fueron citados por Roof, al tiempo que advertía sobre “los peligros de negar la realidad de los crímenes de negros sobre blancos”.
“Cada año”, según el documento del Consejo de Ciudadanos Conservadores, “hay cerca de 500.000 crímenes violentos interraciales. De ellos, el 85% son cometidos por negros contra blancos”.
La declaración del Consejo enfatizaba: “Una vez más, condenamos completamente los despreciables crímenes de Roof, pero estos no disminuyen la legitimidad de algunas de sus ideas”. Es decir, en este caso, para el Consejo, el fin no justificaba los medios.
Si el horror de las masacres impedían la justificación de estas, ello no impedía el reclamo de los objetivos por medios no tan violentos. Y entonces entraba a jugar la política.
El papel jugado por esta organización supremacista cobró mayor relevancia cuando se supo que su presidente, Earl Holt III, había donado en los últimos años miles de dólares a distintos políticos del Partido Republicano, algunos de ellos aspirantes a la nominación de su partido para las elecciones presidenciales de 2016.
La información sobre las donaciones es de acceso público a través de la Comisión Federal de Elecciones y fue revelada por el diario británico The Guardian.
El periódico destapó que Holt donó dinero a numerosos candidatos en los últimos años, incluidos senadores y miembros de la Cámara de Representantes de EEUU, con un total de al menos $56.000 según cifras del Centro para la Política 
Entre los políticos que aparecían en la lista de beneficiarios de las donaciones estaban Ted Cruz, Rick Santorum y Rand Paul, tres de los candidatos a la nominación republicana para la presidencia de Estados Unidos de entonces.
Taylor dijo a BBC Mundo que “la contribución de un donante a un político refleja que ese donante apoya a un candidato. No a la inversa. No significa que el candidato apoye al donante”.
“La donación es, de alguna manera, un acto de libertad de expresión”, aseveró.
Por su parte, un portavoz del senador Ted Cruz le afirmó a The Guardian que se devolverían los $8.500 en donaciones de Holt recibidas desde 2012 y el jefe de estrategia de Paul señaló que el comité de acción política RandPAC donaría las contribuciones a un fondo de ayuda para las familias de las nueve personas que murieron en el tiroteo.
“El senador Santorum no justifica ni respeta comentarios racistas o de odio de ninguna naturaleza”, escribió el portavoz de Santorum, Matthew Beynon, en un correo electrónico a The Guardian.
Si bien las cantidades donadas por Holt no fueron desorbitantes, las mismas evidencian el objetivo de los supremacistas blancos de promover su agenda racial. Además, gracias al internet, la amenaza de los supremacistas blancos trasciende las fronteras de Estados Unidos.
Mientras que la denuncia de la presencia de estos grupos en los medios sólo se da en momentos de tensión racial, grupos activistas de los derechos civiles advierten que no hay que subestimar su poder.
“Los días en que pensábamos que el terrorismo nacional era obra de unos cuantos miembros del KKK o de violentos cabezas rapadas ya quedaron atrás“, señala el Southern Poverty Law Center (SPLC), organización con sede en Alabama que hace seguimiento a los llamados grupos de odio en EEUU.
Según el SPLC, la globalización del nacionalismo blanco es una amenaza que ha sido ignorada.
“Sabemos que los terroristas islámicos piensan globalmente e intentamos enfrentar esa amenaza con eso en mente. Hemos tardado demasiado en darnos cuenta de que los supremacistas blancos están haciendo lo mismo”.
Seguir considerando estas masacres como actos de violencia aislada, llevados a cabo por individuos desequilibrados no es solo una manipulación política. Es también una peligrosa imprudencia que amenaza a Estados Unidos.