—La primera vez que estuve en casa de Fraga —dijo Rine Leal con sonrisa maliciosa—, vi que tenía todo un librero con las obras clásicas de la filosofía universal: Platón, Aristóteles, La Fenomenología del Espíritu, La Critica de la Razón Pura, hasta El Ser y la Nada de Heidegger. Entonces pensé: este hombre es un sabio o un cretino. Y resultó ser...
—Un cretino —respondí.
Rine asintió con esa cara de pícaro y mirada juvenil, casi adolescente, que todavía conservaba a ratos en 1973.
Pero en 1971 Jorge Fraga no era un cretino. No para mi y tampoco para Eugenio. Fraga era un director de cine. Eugenio y yo miembros del grupo que había formado un cine-club en la Universidad de La Habana. También queríamos hacer una revista de cine. En realidad no éramos creadores de nada, porque el cine-club existía antes de que naciéramos y el único mérito fue reavivar la programación y organizar debates y cambiarle el nombre. Pero entonces no había quién nos dijera que no habíamos fundado el cine-club.
Tampoco la idea de la revista era de nosotros y sí de Alberto Mora. Pero Alberto insistía en que la revista era de todos y todos lo creíamos más que Alberto que lo decía. Alberto era miembro de una familia revolucionaria. Tenía grados de comandante, ganados en la lucha contra Batista. Pero para nosotros Alberto —Mora, como lo llamábamos al principio— no era un revolucionario hijo de un héroe, salvo cuando recordábamos que sólo él podía editar la revista. Y la revista era más importante que los cine-clubs, los debates y las películas. Más importante que el cine. Así pensábamos Eugenio y yo.
La revista era de nosotros. Eso decía Alberto. Todos lo creíamos y todos los días estaba Alberto para repetirlo.
“Todos teníamos veintidós años”.
Eso también lo repetía Alberto. La frase era de Gertrude Stein, de la Autobiografía de Alice B. Toklas. Mora nos lo había enseñado.
Alberto no tenía veintidós años, pero yo sí y Eugenio uno más y acabábamos de descubrir a Godard.
También habíamos puesto Made in USA en la Universidad y logrado que cientos de estudiantes asistieran. No estaba mal. Aunque no nos importaba. Porque lo de nosotros era la revista y el cine algo secundario.
Lo que Eugenio y yo queríamos era ser teóricos marxistas y descifrar los mecanismos de comunicación del cine godariano.
Fue Eugenio quien propuso invitar a Fraga para que nos ayudara.
Fraga tampoco tenía veintidós años. Mucho menos el interés de guiarnos en la interpretación marxista de Godard. Una interpretación que sólo era un pretexto más para escribir en una revista.
El grupo no era bien visto por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica. No le hacía gracia a Alfredo Guevara.
Alfredo era el director del ICAIC y otro que no tenía veintidós años. El sí sabía quien era Alberto Mora. Eso tampoco le hacía gracia.
“De todas las artes, el cine es la más importante”.
Era una buena frase y era de Lenin.
A los funcionarios del ICAIC les gustaba repetirla.
Estaba escrita en un gran cartel a la entrada de su edificio blanco de la calle 23, al lado de la Cinemateca de Cuba. La Cinemateca era un cine con unas 1,200 butacas, que aún en la década del 70 contaba con un excelente aire acondicionado. Los lunes daba una función para los empleados del ICAIC. El martes otra para los estudiantes universitarios. El resto de la semana la programación era abierta al público.
El grupo consiguió que le dejaran organizar la función del martes. Lo logró Alberto, pero él repetía que era obra del grupo. Nosotros lo creíamos porque lo decía Alberto y porque nos gustaba pensar que así era.
En las mañanas se veía a los directores de cine en la puerta de su edificio. No parecían funcionarios. No eran igual que el resto de los trabajadores del país. No había forma de confundirlos con los pintores, los escritores y los músicos.
Eso sí le gustaba a Alfredo.
Eran diferentes.
La diferencia se reducía a llevar todos una combinación única: chaqueta y pantalones vaqueros. A los blue jeans les decían pitusas en esa época en Cuba y mezclilla a la tela con que estaban hechos. Para ser un verdadero intelectual de izquierda, había que tener un pantalón y una chaqueta de mezclilla.
No sólo los aspirantes a intelectuales de izquierda. Cada joven quería tener su pantalón pitusa. Pero no los había en las tiendas. Tampoco chaquetas y ni siquiera la tela. Los directores los compraban cuando viajaban a presentar sus películas en los festivales internacionales.
Durante el año se celebraban festivales y semanas de cine cubano por todo el mundo. El ICAIC nunca dejaba de enviar una delegación.
En la Universidad no eran bien vistos los pitusas. Despertaban sospechas. Un pitusa significaba una compra en la bolsa negra o un vínculo con un extranjero. Un estudiante universitario no podía permitirse ese tipo de relaciones.
Para el realizador cinematográfico, un pitusa cumplía varias funciones. Le permitía distanciarse del burócrata, del funcionario y del burgués. Una trilogía abolida gracias a unos tijeretazos y un pedazo de tela. Lo convertía también en miembro de una elite especial, que tenía acceso a la ropa de afuera. El revolucionario de la calle estaba obligado a vestir igual que el trabajador manual: pantalones y camisas hechos en el país y jamás llevaba chaqueta de mezclilla. Parar ser revolucionario —y andar con un pitusa y una chaqueta— había que ser miembro del ICAIC. Porque de todas las artes, el cine era la más importante.
La protección que daba la frase de Lenin era muy importante. La de Alfredo más. Permitía ser diferente.
Gracias a Alfredo, los cineastas cubanos iban de pantalla por el mundo. Cuando en cualquier parte un extranjero miraba la pantalla, no sólo veía lo mejor de la producción fílmica revolucionaria. También un cartel que decía que, de todas las revoluciones, la cubana era la más importante. Por ser diferente.
Un director de cine cubano no era igual que cualquier otro.
Era más: teórico, intelectual, propagandista, educador, agitador político, intrigante nacional e internacional, funcionario astuto y experto en relaciones públicas. Hacía todo eso, y además lograba dirigir una película. Tantas ocupaciones le impedían dominar su oficio. Pero casi siempre lograba arreglárselas, con una arenga ideológica y vanguardista.
Fraga demostró dominar su oficio un sábado al mediodía: “Particularmente el análisis de Made in USA es el eterno problema, quizá de siglos de historia, entre la significación lingüística y la eficacia de la cinematografía”.
No nos perdíamos un detalle. Lo escuchábamos sentados alrededor de una mesa redonda. Acentuaba sus palabras tamborilleando sobre un ejemplar de nuestra revista, la que le habíamos entregado apenas entró. En dos o tres ocasiones llegó a golpearla. Porque si estaba con nosotros no era por su gusto sino en misión preventiva, luego de consultarlo con Alfredo. Y el énfasis resultaba imprescindible.
“Godard es un caso muy claro de una muy obstinada y muy terca voluntad de renovación del lenguaje, y no se trata de una voluntad sino de un resultado en el cual efectivamente Godard ha dado su postura y ha encontrado nuevos vínculos, nuevas formas de lenguaje”, nos explicaba Fraga. De un golpe había convertido al director de cine francés en una gallina.
Eugenio hizo la primera pregunta sobre el cine de Godard. Al realizador cubano, aquello de responder una pregunta sobre otro francés le parecía muy poco. Habló de terapia lingüística; de consideraciones extralingüísticas, que estaban relacionadas con el lenguaje; de la utilización de la iconografía en la sociedad; del lenguaje convencional; de la problemática cinematográfica abordada por medios extracinematográficos; del llamado sociologismo vulgar; de la dialéctica de las paradojas y del general Máximo Gómez —un patriota de la guerra de independencia cubana que había nacido en la República Dominicana. Fraga no dejó de mencionar el detalle, aunque todos lo sabíamos desde la escuela primaria.
“Ejemplo de internacionalismo”, recalcó de nuevo con el puño.
Siguió hablando por dos horas sin volver a mencionar a Godard, el cine francés y la importancia de la Nueva Ola.
Siguió hablando incansable, para eludir mencionar una película. Habló no como el cretino definido por Rine —que lo conocía desde antes de la revolución— sino como un funcionario convertido.
Sólo hubo otra pregunta. Yo mencioné a Bergman y Antonioni. Fraga apenas me miró.
Si respondió fue para demostrar que en ocasiones no necesitaba tantas palabras.
—Bergman es todo lo grande que tú quieras, pero es sueco. Es decir: “¿Es cubano?: No. ¿Es revolucionario?: No”.
Esta vez el puño dejó una marca sobre la portada.
Ninguno de nosotros lo notó, porque estábamos pendientes de sus palabras y de su rostro, que de pronto mostraba la contrariedad que le ocasionaba estar reunido con nosotros esa tarde de sábado.
Eso era todo.
Lo que le preocupaba al ICAIC no era que fuéramos revolucionarios.
Eso se daba por sentado, puesto que estudiábamos en la Universidad. Tampoco que quisiéramos poner cine norteamericano y francés. Ellos tenían el poder para dar o negar las películas.
Era fácil acabar con un grupo que sólo quisiera poner “películas capitalistas”. Lo habían hecho ya en varias ocasiones. A nadie en el ICAIC le pasaba por la cabeza que alguno de nosotros intentara hacer cine. Para hacer un largometraje había que pertenecer al ICAIC. ¿De dónde íbamos a sacar la película virgen? ¿Dónde exhibirla? ¿Con qué proyector?
No entraba en el campo de los asuntos a tratar por el ICAIC si un grupo de estudiantes se pasaba el día hablando de cine, mencionando a Godard, Bergman y Antonioni. Allá la Universidad, la Unión de Jóvenes Comunistas y el Partido, si no le prestaban la atención requerida al problema.
Al ICAIC, lo único que le preocupaba era el interés que teníamos en hacer una revista. Un ejemplar de la cual, aquella tarde Fraga había golpeado con insistencia, casi con furia. La prueba escrita de que sus anfitriones intentaba hacerle la competencia.
Porque para analizar el cine estaba el ICAIC.
(Continuará)