jueves, 1 de mayo de 2014

La muerte del cronista, musical


Falleció en La Habana el músico Juan Formell, informó el diario Granma. Tenía 71 años. En Cuba había recibido el Premio Nacional de Música 2003 y en fecha reciente, en Estados Unidos, se le otorgó el Grammy Latino a la Excelencia. Su música es muy popular en todo el continente americano.
Formell, compositor, arreglista y director de la famosa orquesta de música popular cubana Los Van Van, no solo fue un célebre artista. En un momento se llegó a afirmar que su popularidad rivalizaba con la de Fidel Castro, y que este último sería recordado como el gobernante de la isla durante la época de Formell. El juicio no solo resultó una exageración sino también irónico: una vez más, Castro sobrevive a un famoso de su tiempo, más joven.
Varios fueron los méritos musicales de Formell, pero voy a señalar dos: renovó el formato instrumental de la orquesta de charanga francesa, modernizó sus sonoridades y aportó una dinámica nueva a una música y un tipo de agrupación en franca decadencia, que se sostenía solo por el apoyo gubernamental. En ese entonces, el gobierno de Castro estaba interesado en evitar la influencia de la música extranjera, especialmente entre los jóvenes. Ya lo había hecho con Pello El Afrokán y su “ritmo” mozambique, de corta duración, y lo seguía desarrollando con el empecinamiento en mantener vivas toda una serie de agrupaciones de sonido gastado, que en circunstancias normales hubieran desaparecido desde hacía tiempo, y producto de esa política era el estancamiento de la clave cubana en un modo repetitivo que subsistía por la carencia de mejores opciones y la necesidad autóctona del cubano de preferir el baile entre otras formas de recreación y también —de nuevo— por la limitación a la hora de elegir en que pasar el tiempo libre. Formell cambió ese panorama, para beneficio de los cubanos.
El otro mérito de Formell que me interesa destacar fue que asumió la tarea del trovador tradicional y se convirtió en cronista de su tiempo, sobre todo de La Habana.
Nunca fue un cronista inocente, desde el nombre de la agrupación que creó —Los Van Van, en alusión a la consigna “Los diez millones van”, de la fracasada cosecha azucarera de 1970— hasta su actitud como artista y sus declaraciones públicas; en última instancia siempre fue embajador, a veces de forma sumisa, otras con mayor independencia, no solo de Cuba sino del gobierno de la isla.
Lo anterior no invalida sus logros artísticos, pero no por ello desdeña el hecho de que ese talento sirvió para paliar la sensación impositiva que representaba un canon musical caduco.
Paradójicamente, Formell actualizó ese canon, pero al mismo tiempo lo preservó en su esencia retrógrada.
Quizá al escribir esto descubro una esencia reaccionaria en mis palabras y una valoración elitista hacia un tipo de música. En esencia, trataría de justificarme agregando que Formell hizo buena música bailable, pero nada más que bailable. Trascender las formas bailables es en buena medida la esencia de la música, no solo para los compositores de conciertos sino para los populares también: en la actualidad, lo mejor del son se escucha, no se baila. Ha sobrevivido no en los pies ni en los movimientos del cuerpo, sino en el oído y la audición atenta. El jazz cubano, lo mejor que en la actualidad tiene la isla dentro de los diversos géneros musicales, es para escuchar.
Que las andaduras de la música bailable de Formell siempre recorrieron una trayectoria política se evidencian en Cuba y Miami.
No solo fue emblemático el año del surgimiento de la agrupación y su sonido, en 1969, durante la efervescencia preparatoria para la “Zafra de los Diez Millones” del año posterior, pero que se extendió por 18 meses, culminó en uno de los mayores fracasos de Castro y en cierto sentido estremeció a la sociedad cubana, así como fue el factor determinante en la entrega sin reservas al modelo económico soviético. Economía planificada por los “bolos” y la distracción garantizada por Formell.
El sonido nostálgico de la Orquesta Cubana de Música Moderna, en 1967, no había sido más que un producto de la persistencia y nostalgia de su director, Armando Romeu —un músico ejemplar del que hay pendiente más de un homenaje—, siempre menospreciado por las autoridades culturales, algo de lo cual fui testigo en más de una ocasión, y del recuerdo que siempre mantuvo vivo el orquestador y pianista Rafael Somavilla, comunista de siempre, hombre amable como pocos y arreglista sin par. Sin embargo, el formato jazz band también estaba más que pasado de moda, y fue necesario el surgimiento de los Irakeres para conocer algo nuevo, pero eso es otra historia, popular pero no bailable.
De vuelta con Formell, ya desde antes, en 1968, con la Orquesta Revé —y en su condición tanto de compositor y arreglista como de ejecutante en el contrabajo— venía desarrollando una mezcla de las formas tradicionales de la música bailable cubana (changüi, cha-cha-cha) con elementos actuales de la música extranjera. Había iniciado el camino que lo llevaría al triunfo: actualizar la música cubana, incorporar lo foráneo y no alejarse tanto de las formas tradicionales como para ser considerado como “extranjerizante”. Desde el punto de vista artístico su camino resultó correcto, pero al mismo tiempo complacía tanto al gobierno como al público. El éxito estaba garantizado, y el apoyo del régimen también. No por gusto eran “Los Van Van”. Pese a ciertos pronósticos, nunca cambió el nombre de la agrupación, pese a que recordara un fracaso de Castro y una muestra de oportunismo. Terminaron sonando más cercanos a un “Bang Bang” que a otra cosa, y en esta ocasión la derrota fue huérfana como siempre, aunque nunca sorda: ahí estaba la música de Formell, para olvidar lo que había deshecho el padre putativo de todos los cubanos y seguir bailando.
Esa renovación musical, durante el frenesí azucarero y la consecuente desilusión, actuó de vía de escape para la población. No quiere esto decir que sin Formell se habría caído Castro y tampoco catalogarlo de simple colaboracionista, pero es necesario señalar el contexto —y los beneficios posteriores de que disfrutó el músico, documentados en muchas ocasiones— para no hablar solo del hombre que acaba de fallecer sino de las circunstancias en que se desarrolló.
Por supuesto que Formell fue ante todo un músico con talento suficiente para triunfar en cualquier escenario, pero que siempre actuó en concordancia con el sistema social y político que le sirvió de plataforma. Este vínculo entre música y política aparece una y otra vez en su trayectoria. Incluso en las ocasiones en que lo negó fue más fuerte que nunca.
En 1999 Formell actuó por primera vez en esta ciudad, en la ya desaparecida Miami Arena. La ocasión sirvió para que el sector más recalcitrante del exilio escribiera una de sus páginas más penosas: botellas lanzadas contra los asistentes, una algarabía que no tenía nada que envidiar a un acto de repudio en la isla y los canales de televisión locales cómplices de aquel espectáculo bochornoso a la entrada del evento.
La noche de aquel concierto, la música de Formell triunfó a toda regla y el exilio tradicional inició una retirada ideológica que sobrevive hasta nuestros días.
Formell fue un embajador del futuro, pero que en última instancia no es un futuro grato para los exiliados.
Años más tarde, en 2010, regresó y actuó de nuevo con su agrupación, en plena calma. Se oyeron reproches, pero pocos escucharon. En esa y en ocasiones posteriores manifestó estar de acuerdo en compartir escenario con músicos exiliados, así como reiteró sus declaraciones de separar la música y la política.
En un sentido general, y más allá de sus indudables méritos artísticos, hay que reconocerle a Formell su actitud anti-extremista, pero tampoco olvidar esa vinculación constante con el régimen. No para vituperarlo, tirar piedras a los que iban a sus conciertos o tratar de censurarlo. Simplemente para dejar constancia. 
Este artículo también aparece en la edición del viernes 2 de mayo de Cubaencuentro.