jueves, 12 de abril de 2007

El proyecto Vinca



Ocurrió la noche del 22 de agosto de 2002. En una operación combinada —donde participaron varios helicópteros, 1,200 soldados serbios completamente equipados, numerosos francotiradores, una considerable fuerza policial que bloqueó decenas de calles y carreteras, tres camiones (dos usados para engañar a los posibles secuestradores) y diversos observadores internacionales—, Estados Unidos logró el traslado de Serbia a Rusia de unas cien libras de uranio enriquecido. Por más de una década, éste había permanecido en el Instituto Vinca de Ciencias Nucleares de Belgrado.
El material se encontraba en contenedores que hacían fácil su transporte. Durante ese tiempo estuvo protegido apenas por una alambrada y unos pocos guardias mal adiestrados y peor equipados.
Durante más de dos lustros —es decir, bajo los gobiernos de George Bush, Bill Clinton y George W. Bush—, el uranio enriquecido permaneció en un país en guerra, cuya minoría fundamentalista albanesa ha mantenido vínculos con la red terrorista Al Qaida de Osama bin Laden. Diversos informes de inteligencia muestran que durante el régimen de Slobodan Milosevic, hubo intentos por parte de Sadam Husein y Bin Laden de obtener el material. Si hubiera sido comprado o robado por los terroristas, habría resultado fácil elaborar con él dos o tres bombas similares a las arrojadas en Hiroshima. Tras el traslado, los rusos convirtieron el peligroso material en uranio apto para la utilización comercial.
Afirmar que la culminación exitosa del llamado “Proyecto Vinca” fue un logro de la administración Bush es sólo una verdad a medias. Este fue concebido mucho antes del derribo de las torres gemelas de Nueva York, pero incluso después de los atentados terroristas, los trámites burocráticos demoraron la misión por casi un año. Es cierto que es una historia con un final feliz, pero también sirve para ilustrar los peligros y las dificultades tras los intentos de colocar en un lugar seguro los elementos necesarios en la fabricación de bombas nucleares.
Tampoco es correcto cargar a Occidente con toda la culpa en los atrasos en la destrucción de materiales con potencialidad para construir bombas atómicas que están regados por el mundo. Durante años Rusia estuvo renuente a reconocer su responsabilidad en los materiales nucleares distribuidos durante la era soviética. En 1994 Estados Unidos tuvo que llevar a cabo una operación similar a la de Vinca en Kazajstán, pero sin la colaboración rusa. Fueron los ingleses y los norteamericanos los que en 1998 lograron trasladar materiales de ese tipo de la antigua república soviética de Georgia a Gran Bretaña. Hay que reconocer también que las buenas relaciones entre los presidentes norteamericano y ruso, que al comienzo de su primer mandato Bush estableció con Vladimir Putin, permitieron un notable avance en la colaboración para llevar a cabo estas misiones. Pero ello no basta para enfrentar los casos disímiles presentes en diversos países.
El Proyecto Vinca también indica los vínculos complejos entre los gobiernos y las empresas privadas en el mundo actual. En 1993 Estados Unidos estuvo de acuerdo en adquirir, para su uso pacífico, la mayor parte del uranio procedente de los misiles soviéticos desmantelados. Luego pasó a manos privadas el comprar el uranio, transformado en Rusia para su uso comercial. De esta forma, la puesta en práctica de un acuerdo estratégico por 20 años —denominado “De Megatones a Megavatios”— pasó a depender de los afanes lucrativos de un consorcio empresarial.
Si la privatización de la operación de compra del uranio enriquecido durante la época soviética muestra una cara de la intromisión de la industria privada en los asuntos de Estado, en el Proyecto Vinca también estuvo presente otra faceta del capital privado: la ayuda desinteresada a un plan gubernamental. Frente a la obtención de ganancias, el objetivo público.
Los serbios habían estaban de acuerdo desde hace tiempo en entregar el uranio, pero exigían a cambio que Estados Unidos se encargara de la labor de limpieza, a fin de borrar cualquier rastro de radioactividad. Sin embargo, el congreso norteamericano tiene estrictamente prohibido utilizar los fondos asignados a la eliminación de materiales necesarios en la fabricación de bombas nucleares en labores exclusivamente de “protección ambiental”. Fue necesaria la participación de un grupo no lucrativo, la Iniciativa contra la Amenaza Nuclear (NTI), dirigida por Ted Turner y el ex senador Sam Nunn. La NTI donó $5 millones para las labores de limpieza, e hizo posible la salida del uranio para Rusia.
Hay sin embargo, un elemento común que une a ambos tipos de participación privada —la lucrativa y la no lucrativa—en las funciones propias de un gobierno: la dependencia al capital privado, que desvirtúa una labor que el Estado, y sólo el Estado, debe llevar a cabo. Depender de la generosidad de los magnates para evitar un peligro nuclear es un acto suicida.
Más allá de una colaboración entre el sector público y el privado —con sus aspectos favorables y desfavorables— hay otra cuestión de singular importancia puesta de manifiesto por el Proyecto Vinca: las limitaciones que enfrenta la actual administración norteamericana. El establecimiento de un amplio sistema de cooperación internacional que facilite y agilice el colocar en un lugar seguro materiales tan peligrosos.
Estas limitaciones le son impuestas en parte por la legislación existente al respecto, pero también responde a la ideología de varios miembros prominentes de la actual administración. Las leyes vigentes hacen extremadamente difícil que Washington pueda expandir algunos de sus sistemas más efectivos de retirada de materiales nucleares, más allá de los territorios que conformaron la desaparecida Unión Soviética.
Fotografía: una imagen de un proyecto de simulación, creados por los departamento de Defensa y Energía, de una bomba de 10 kilotones que explota cerca de la Casa Blanca (Handout/MCT)