domingo, 13 de julio de 2014

El regreso del “cangaceiro”


Se respiraba tensión aquella tarde de 1999, en la redacción del servicio latinoamericano del diario Wall Street Journal. Se acercaba la hora del cierre y era necesario informar lo mejor  posible sobre la mayor privatización de la historia. En medio de la prisa, traducía con asombro: la industria telefónica brasileña era un desastre y acababa de pasar a manos privadas. Un ejemplo: Telemar, la compañía que daba servicio a Río de Janeiro y otros 15 estados, era un modelo de ineficiencia. Pasaban dos años antes de poder conseguir una línea. Costaba unos $2,000 el obtenerla. De diez intentos de llamadas, nueve resultaban infructuosos. Cuando la edición estuvo lista, todavía quedaba un pedazo de tarde neoyorquina que uno podía disfrutar apaciblemente en el distrito financiero de la ciudad, donde nadie pensaba en las torres gemelas cercanas salvo como un lugar de recreación y trabajo. Entré con Manolo Ballagas en un bar de Liberty Street y tomamos cerveza alemana rodeados de corredores de bolsa, que conversaban animadamente sobre las alzas del día, mientras hablamos de amigos, tabacos y mujeres, y de Cuba no como un destino político sino como un boarding home amable donde terminar la vida. Pero en ningún momento le mencioné a Ballagas que horas antes, mirando por una ventana al río Hudson, había pensado que finalmente Latinoamérica entraba en el primer mundo.
Parecía entonces que se había alcanzado la solución a los múltiples problemas de la región, y lo mejor de todo era que resultaba sencillo. Inexplicable que no se hubiera ensayado antes. Ahí estaba el ejemplo de Brasil para abrirle los ojos a cualquiera: poner los servicios telefónicos en manos privadas. Permitir a los accionistas extranjeros que adquirieran Telemar y otras empresas. Eliminar las trabas burocráticas. Acabar con un estado hipertrofiado y dejar al mercado regirse por sus propias leyes. Simple y sencillo. El fin de los problemas económicos que por largo tiempo venían abatiendo a la zona.
 En Brasil, la solución dio resultados en el caso de los servicios telefónicos. En la actualidad la instalación de un teléfono tarda unas dos semanas y cuesta alrededor de $12. El número de líneas, en el área a la cual Telemar da servicio, ha  aumentado de 10 millones a más de 18. Pero en todos los casos y en todos los países no ha sido igual de fácil. De lo contrario quedaría sin explicación esta pregunta: ¿por qué tantos brasileños acaban de votar para elegir a un presidente izquierdista, que representa la oposición a la globalización y el mercado libre que les permitió tener teléfonos? Porque si, como todo parece indicar, Luiz Inacio “Lula” da Silva es finalmente elegido, su llegada al poder constituirá un retroceso político y una interrupción de las reformas que pretendieron sacar a su país de la órbita tradicional  de proteccionismo y nacionalismo que han caracterizado a la región por más de un siglo.
La explicación de lo que ocurre en Brasil no se encuentra sólo dentro de las fronteras del gigante sudamericano. En igual sentido, el resultado último de la votación tendrá una repercusión en todo el continente. No se trata de una simple consulta democrática: es una elección ideológica. El triunfo del candidato sindicalista tiene consecuencias para el replanteamiento de las ideas sociales del área. Es una contienda cuyo resultado influirá en la relación Norte-Sur: entre Estados Unidos y las naciones latinoamericanas.
Los votantes brasileños votaron por un cambio debido a la crisis económica que azota al país, pero también por contagio, bajo la influencia de una situación que saben ha destruido prácticamente a la sociedad de la vecina Argentina. Fueron a las urnas temerosos de una situación internacional, donde vaticinan que les tocará —ya les está tocando— sufrir la peor parte. Marcaron en las pantallas de las máquinas electoras su decepción de que nuevamente sus ilusiones se vieron frustradas.
En la década de los noventa el neoliberalismo tomó fuerza en Latinoamérica. Sus propugnadores prometían lo que largos y tediosos años de proteccionismo económico, izquierdismo y economía controlada no habían logrado: el bienestar del ciudadano. Sin embargo, la riqueza generada por la privatización se malgastó en pagos atrasados de la deuda externa; se diluyó a través del robo corporativo y el latrocinio y se perdió en ventas fraudulentas e irrisorias, logradas mediante el soborno. Las prácticas neoliberales —aplicadas muchas veces a media— dejaron a la región con una parte enorme de la población empobrecida y sin futuro, y con la mayoría de los ciudadanos atrapados entre el cinismo y la desesperanza.
Si fue necesario más de un siglo para echar por tierra la retórica del marxismo-leninismo, para el desprestigio del neoliberalismo bastaron apenas diez años. Su fracaso en tan breve tiempo se debe a la carencia de una base real para fundamentar su teoría. En tal sentido, recuerda sospechosamente a la ideología de extrema izquierda. Al igual que hicieron los comunistas, los neoliberales tienden a suplantar al hombre real por el que vendrá; a sacrificar a la sociedad actual —de miseria y medidas de choque económico— en nombre de un futuro prometido y lejano, muy lejano, demasiado lejano; que se pierde hasta llegar a lo inexistente. Si bien es cierto que en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en el mundo real y moderno estos mecanismos ya no son regidos por la simple ley de la oferta y la demanda, sino por la propaganda, las técnicas de mercadeo y los monopolios. Eso para mencionar los aspectos más técnicos y visibles: la corrupción, el engaño y el soborno con frecuencia acompañan a los  “logros” neoliberales. Los fanáticos de esta teoría propugnan llegar a un paraíso postmodernista, de felicidad dada por el consumo, irrigado desde el cielo por un panteón de ángeles multimillonarios. Viven al mismo tiempo aferrados a sus criterios caducos. No es extraño que le salgan al paso doctrinarios del viejo estilo, como Lula.
Cuando Brasil comenzó su apertura neoliberal, bajo la presidencia de Fernando Henrique Cardoso en 1995, las inversiones extranjeras contribuyeron a estabilizar la economía, reducir la inflación, crear nuevos empleos e impulsar el crecimiento. Pero en 1999 el modelo comenzó a mostrar los problemas que se han agudizado actualmente, debido en un primer momento por la caída de los mercados asiáticos y el desbarajuste en Rusia, y luego por la crisis latinoamericana y mundial. La fuga de capitales extranjeros se intensificó luego de la debacle argentina, en enero de este año, con el temor de que también Brasil dejara de pagar su deuda externa. No logró la calma el apoyo que al final le otorgó el Fondo Monetario Internacional (FMI) —con un préstamo de emergencia de $30,000 millones. Los empresarios, la clase media, los trabajadores, campesinos y desempleados temen a un futuro que continúe aferrado a la situación cotidiana. Botaron por el cambio porque no creen que de continuar la política actual, les depare nada bueno. Prefirieron la esperanza —con su carga de incertidumbre— a continuar encerrados en la arcadia del presente. No se opusieron al capitalismo, sino a la avaricia del sector empresarial internacional. No están en contra de los fabricantes nacionales —todo lo contrario. Lo que rechazan es la banca mundial que los agobia.
En un artículo sobre la isla caribeña de Granada, V. S. Naipaul narra con maestría la dignidad de una pordiosera negra, que sin dientes, descalza, con el pelo sucio y sin peinar, entra en una tienda de comestibles y pregunta por el precio de un paquete de bizcochos, que sabe no puede comprar. “Todo lo que ella podía hacer con ese gesto —escribe Naipaul— era colocar en una situación embarazosa a los que se encontraban en la tienda, para quienes la pobreza de la mujer debía ser bien conocida”. No se puede ignorar la miseria ajena. No es decente, como hacen los neoliberales, proclamar que la solución a la depauperación de gran parte de la humanidad es cuestión de tiempo: hasta que el mercado, de forma libre y espontánea, produzca cantidades cada vez mayores de bienes.
En Brasil, una falta de regulación de los precios y los servicios ha convencido a muchos de que su situación no ha mejorado. No pueden pasarse la vida aguardando. Aunque el precio de adquirir un teléfono se ha reducido substancialmente desde la privatización del servicio en Río de Janeiro, las cuentas de los consumidores han aumentado en un 290 por ciento. Para millones de habitantes del país, la declaración de que los ricos crean riqueza, que a la larga termina llegando a todos, no pasa de ser un chiste tétrico.
De acuerdo a The New York Times, en 1993 —aproximadamente un año antes de que las reformas neoliberales comenzaran— el 44 por ciento de la población vivía con menos de un dólar norteamericano al día. Esta cifra se redujo al 35 por ciento en 1999, el último año del que se disponen cifras estadísticas. El que la tasa de pobreza ha disminuido en la pasada década es una buena noticia, pero no basta para votar en favor del candidato gubernamental, en medio de la incertidumbre reinante. Brasil ocupa el cuarto lugar entre las naciones con peor disparidad en la distribución de ingresos a nivel mundial. La urgencia de los desposeídos, y el temor de los trabajadores, la clase media y los industriales, ha influido notablemente en la elecciones. Al fracaso anterior de todos los ensayos de proteccionismo estatal, utopías revolucionarias e ilusiones independentistas, se ha sumado la vulnerabilidad de un sistema que hace víctimas a los más débiles, de cualquier situación que ocurra en cualquier lugar del mundo.
Los neoliberales se defienden explicando que el proceso preconizado por ellos no se ha levado a cabo de forma adecuada en Latinoamérica. Las privatizaciones de la región no han hecho más que convertir a los monopolios públicos en monopolios privados, transfiriendo buena parte de las ganancias a los gobernantes o los amigos de los gobernantes. Lo que realmente se perseguía, argumentan, era la transferencia de empresas del estado al sector privado, para de esta forma sanearlas, modernizarlas y obligarlas a competir y a prestar mejores servicios. Tienen parte de razón en su defensa, pero la emplean como una justificación de su ideología, en  lugar de tratar de comprender las limitaciones inherentes al concepto. En este sentido, tampoco se diferencian de los eurocomunistas y los reformadores marxistas de finales del siglo pasado.
Mientras que la administración del presidente norteamericano George W. Bush y el FMI han elogiado la política económica de Brasil, los inversionistas han castigado al país con una fuga de capitales que no cesa  desde hace meses. Esta situación no ha hecho sino beneficiar a Lula. Lo que los brasileños han proclamado, al votar por el candidato del Partido de los Trabajadores, es una afirmación de su independencia, al tiempo que un rechazo a la hegemonía de Estados Unidos. En este sentido, hay un sentimiento común que une a los desempleados con la clase media alta y los empresarios. Hay que enfatizar este punto: al igual que en Argentina, el rechazo es hacia el sector financiero, y no hacia los capitalistas nacionales.
Los cambios más significativos en Brasil, de ser electo finalmente Lula, no serán de inmediato en el sector nacional —a menos que la banca internacional le cierre por completo las puertas la país.  El Partido de los Trabajadores ya gobernaba cinco estados, siete capitales y varias grandes ciudades, que suman en total más de 50 millones. Tampoco el partido de Lula tendrá el control absoluto del Congreso.  Su gobierno pondrá freno a las reformas neoliberales e incrementará el proteccionismo, pero es difícil que logre cumplir muchas de sus promesas de campaña. En el terreno económico, la inflación parece inevitable.
Las consecuencias internacionales son de mayor importancia.  La lucha contra la globalización adquirirá un impulso formidable. El Foro de San Pablo contará con un importante país para presionar en favor de sus puntos de vista. La idea de Bush de una zona de libre comercio —que ocupe todo el continente americano, de una punta a la otra— queda abolida. En Argentina aumentan las posibilidades de triunfo para Adolfo Rodríguez Saá. En Uruguay ya la coalición de izquierda (Frente Amplio) tiene el favor del 45 por ciento de la opinión. Paraguay, que atraviesa una crisis política, se sumará al movimiento. Lula no parece ser un nuevo Chávez. Sin embargo, el régimen de Caracas gana con contar con un amigo al mando de la  más importante nación latinoamericana. Tampoco el dirigente sindical se vislumbra como otro Castro, pero La Habana sale beneficiada con un aliado político. Ya se habla de una Latinoamérica divida en dos bloques: un Bloque del Atlántico, con Brasil, Venezuela y Cuba, como cabezas, contrario a la política estadounidense. Un Bloque del Pacífico al otro extremo, encabezado por Chile, Colombia, Perú, y seguido por los países centroamericanos, aliados de Norteamérica.
El efecto más negativo de Lula —de llegar al poder como todo parece indicar— será una reivindicación de un antinorteamericanismo vetusto, prisionero de la década de los sesenta y setenta. Si es presidente traerá un segundo aire para una izquierda latinoamericana que se sabía relegada por la historia y no se resignaba a perder. Lo más sensato en este sentido sería no intentar “matar al mensajero”, y comprender que su triunfo es el resultado del abandono —y el desprecio— de Estados Unidos hacia los problemas de sus vecinos del Sur.
Durante los ocho años de mandato de Bill Clinton, Latinoamérica —salvo  Colombia— apenas figuró en su agenda. Bush prometió cambiar esta situación, pero hasta el momento —salvo de nuevo Colombia— apenas ha hecho algo al respecto, aunque hay que reconocer en su favor que la situación generada tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del pasado año han complicado enormemente la situación internacional.
De toda esta situación, el sur de la Florida puede resultar beneficiado con una inmigración de brasileños acaudalados buscando refugio en Miami Beach, al tiempo que perjudicado por una disminución del turismo.
Aunque Lula ha adoptado la corbata ejecutiva y un discurso más pausado, no deja de ser un izquierdista tradicional. Es el regreso del cangaceiro, no del bandido del sertao, sino del símbolo del Cinema Novo:  el mito del defensor de los desposeídos, la esperanza campesina que llega al centro industrial del país —procedente del nordeste campesino y empobrecido— para convertirse en obrero y recordarle a todos que los miserables también existen.
Aunque ha tratado de suavizar su discurso, Lula sabe que esa esperanza de justicia para los desamparados le ha ganado millones de votos. No representa el futuro, ni para Brasil ni para Latinoamérica, pero nos recuerda que el pasado latinoamericano de hambre y miseria no ha dejado de existir. 
Publicado en Encuentro en la red, el martes 28 de octubre de 2002.