domingo, 4 de enero de 2015

Debate conservador


Un ensayo de la revista The New Republic, del 18 de febrero de 2009, declaraba el fin del conservadurismo estadounidense. En su momento consideré que era un entierro anticipado. Ahora un artículo en el diario El País, señala el surgimiento de un nuevo movimiento conservador, representado por el escritor Yuval Levin, al que considera el ideólogo de la nueva derecha norteamericana. Al igual que con el artículo de la revista estadounidense, la información del periódico español plantea ideas y hechos a tomar en cuenta, pero también dudas.
En Conservatism is Dead, Samm Tanenhaus argumentaba que una y otra vez, los conservadores habían logrado reponerse a las derrotas en Estados Unidos, pero que en ese momento el panorama que enfrentaban era mucho más devastador.
“Luego de los dos períodos presidenciales de George W. Bush, los conservadores tienen que habérselas con las consecuencias de una presidencia que fracasó, en gran medida, por su compromiso ferviente con la ideología del movimiento: su unilateralismo agresivo en la política exterior; la fe ciega en que un Wall Street ejerciendo un papel dominante y sin ser regulado en forma alguna; una desagradable y punitiva ‘guerra cultural’ contra las ‘elites’ liberales. El hecho de que esos preceptos hallan encontrado finalmente a su defensor más indefenso en la figura del senador John McCain, que se había resistido a ellos durante la mayor parte de su larga carrera, solo confirma que la doctrina del movimiento conserva un yugo inflexible y sofocante sobre el Partido Republicano”.
Más allá incluso de la victoria de Barack Obama, agregaba Tanenhaus, lo que nos indica con mayor fuerza esta debacle de los conservadores es la intensidad que está adquiriendo la idea, en la población en general, de que nos encontramos en la más aguda crisis económica desde la Gran Depresión.
Para entonces muchos derechistas habían admitido que los errores de la pasada administración fueron numerosos, pero pocos lograron ir más allá de justificarse y criticar con dureza al expresidente Bush. ¿Qué le quedaba entonces al movimiento conservador y cuál era su futuro?
En más de un comentario, Cuaderno de Cuba ha mencionado que desde hace años el Partido Republicano necesita de una valoración de sus objetivos y prioridades, y al mismo tiempo liberarse del control que sobre él viene ejerciendo la ultraderecha sureña, en especial en su vertiente más reaccionaria, dominada en buena medida por los diversos grupos y sectas evangelistas.
Desde antes de conocerse el resultado de las elecciones presidenciales que dieron el primer triunfo a Obama, se veía la necesidad de esta revisión —algunos republicanos destacados la habían señalado— y solo la presencia del expresidente Bush —primero su popularidad y luego su rechazo— la detenía.
Sin embargo, como candidato presidencial republicano, McCain no solo consideró necesario abandonar algunas de sus posiciones anteriores —como señalaba Tanenhaus—, sino buscarse para acompañar su boleta a una persona que precisamente ejemplificara eso que muchos veíamos como un mal y él y sus asesores valoraron como la última tabla de salvación: Sarah Palin.
De haber ganado McCain —y es cierto que su derrota se debió en buena medida a la agudización de la crisis económica al final de la campaña electoral—, apenas se hubiera dilatado por otros cuatro años el enfrentamiento del problema, con consecuencias aún peores.
Sin embargo, la política republicana transcurrió en esos cuatro años por un camino en que el debate no se materializó en un campo amplio de discusión de ideas, como de acción en contra no solo del gobierno demócrata sino en lo que estos republicanos —prácticamente convertidos en “rebeldes”— consideraban eran la esencia del “democratismo”. En el binomio McCain-Palin se impuso la segunda parte, y comenzó la época del Tea Party, que se ha extendido al segundo período de Obama y continúa hasta hoy: los años del ”No”.
El cambio más profundo en este sentido, que se iniciará cuando el martes el Partido Republicano establezca un amplio control del Congreso, es que en los próximos dos años se verá una batalla dentro del republicanismo que está aún por definir, y es entre el ala más radical dentro de ese partido y lo que aún puede considerarse su Establishment.
De que los nuevos conservadores como Levin tratan de romper esta dicotomía da buena cuenta el artículo del diario español.
“Ahora llega el reformismo conservador, que no reniega del Tea Party, pero lo corrige. Yuval Levin, nacido hace 37 años en Israel y emigrado a EEUU cuando era niño, se declara un ‘fan’ del Tea Party, pero señala que tanto este movimiento como el Partido Republicano, ‘se han centrado demasiado en lo que había que frenar y no en lo que había que hacer’”, señala Marc Bassets en El País.
Pero el asunto no es tan simple, porque no se es “fanático” del Tea Party como si se tratara simplemente de un equipo de baloncesto, y precisamente el grupo se ha caracterizado por un celo ideológico que en muchos casos lo acerca a una secta. Por lo tanto queda por ver la otra cara del asunto, y es si los miembros del Tea Party van a ser “fanáticos” del llamado “reformismo conservador”. De entrada, y al igual que ocurre con cualquier fanático —deportivo o no deportivo, y sin comillas— el reformismo siempre implica cierto compromiso que los del Tea Party rechazan.
Paréntesis cubano
Analizar el ascenso y la caída del movimiento conservador en Estados Unidos tiene además, en el caso de los cubanos, un valor especial. La imagen que en buena medida el exilio de Miami proyecta, las actividades de sus miembros que más se reflejan en la prensa y la tendencia ideológica que de forma cada vez más enfática vienen transmitiendo los legisladores nacionales cubanoamericanos es en la actualidad un calco más o menos fiel de esta corriente en algunos de sus miembros —cuando aspiraba llegar al Congreso, el senador Marco Rubio fue identificado en una portada de la revista de The New York Times como “el candidato del Tea Party— mientras que otros legisladores cubanoamericanos de mayor antigüedad siempre se han caracterizado por pertenecer a un ala más moderado del partido, salvo en el tema cubano.
En igual sentido, el conocer mejor las causas y efectos de lo que a primera vista es una situación norteamericana típica, sirve también para ver los puntos débiles, las virtudes y los errores en que han incurrido la mayoría de las organizaciones exiliadas al fijar su posición respecto al futuro de Cuba.
Queda así apenas enunciado un tema al que vale la pena volver.
Conservadores y neocons
Para Tanenhaus, el movimiento conservador estaba exhausto y posiblemente muerto, pero ello se traduciría fundamentalmente en un beneficio para la derecha, ya que por largo tiempo este había sido —en sus ideas, argumentos, estrategias, y sobre todo en su visión—, de manera profunda y desafiante, anticonservador.
Agregaba que tras finalizar la II Guerra Mundial, el conservadurismo en EEUU había girado en torno a un debate único, repetido una y otra vez. Analizar ese debate es la mejor forma de comprenderlo.
De acuerdo a Tanenhaus, lo que se conoce como movimiento conservador norteamericano tiene su origen en las ideas del pensador y político ingles Edmund Burke, quien a finales del siglo XVIII postulaba que el gobierno debía nutrirse de una unidad “orgánica”, que mantenía cohesionada a la población incluso en los tiempos de revolución.
El conservadurismo de Burke no se sustentaba en un conjunto particular de principios ideológicos, sino más bien en la desconfianza hacia todas las ideologías. En su denuncia de la Revolución Francesa, Burke no buscaba una justificación del ancien régime y sus iniquidades, pero tampoco proponía una ideología contrarrevolucionaria, sino que advertía contra todos los peligros de desestabilización que acarreaban las políticas revolucionarias.
Para Burke, lo más importante era salvaguardar las tradiciones e instituciones establecidas en lo que él llamaba “sociedad civil”. Ante el peligro de destruir lo viejo, era mejor tratar de enmendarlo con cautela.
En este sentido, el debate conservador se había situado entre los que se mantenían fieles a la idea de Burke —de enmendar la sociedad civil mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes en cada momento— y quienes buscaban una contrarrevolución revanchista. Y una y otra vez, habían ganado los contrarrevolucionarios.
En el caso de EEUU, lo que buscaban esos contrarrevolucionarios era destruir todas las leyes, principios y normas que llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social, asistencia pública y beneficios para los más necesitados, y volver al ancien régime, en este caso la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920, existente antes del establecimiento del New Deal/Fair Deal de las décadas de 1930 y 1940 y de la puesta en práctica años después del concepto de la Nueva Frontera/Gran Sociedad de los años 60.
Una de las razones del avance de estas ideas contrarrevolucionarias era que habían sido elaboradas por exmarxistas, quienes cambiaron de la izquierda a la derecha, pero que no pudieron superar tanto el famoso movimiento pendular de los extremos —advertido por Hannah Arendt— como la sensación de que estaban viviendo tiempos revolucionarios. Por esas razones, creían que lo que debían mantener en alto era su fervor absolutista.
Para estos nuevos conservadores, el pensamiento marxista había sido sustituido por una política maniquea del bien y el mal.
En la actualidad, los mejores exponentes de este celo contrarrevolucionario son los neocons, y en sus orígenes —más allá de un pensamiento marxista clásico— destaca la idea trotskista  de la revolución permanente, con los postulados de llevar la democracia por el mundo con la fuerza de los cañones, que imperó durante el mandato de Bush, de una forma abierta a partir de los ataques del 9/11 y hasta que la situación en Irak, luego del derrocamiento de Sadam Husein, adquirió dimensiones catastróficas.
Estos derechistas habían ido tan lejos en sus posiciones, que no solo abandonaron cualquier vestigio de los planteamientos de Burke, sino que se convirtieron en una especie de comunistas a la inversa, colocando la lealtad al movimiento —en este caso muchos de los postulados puestos en práctica por el gobierno de Ronald Reagan—por encima de sus responsabilidades civiles durante la recién concluida administración de Bush.
Al final, Tanenhaus sostiene —y esto es algo a lo que Cuaderno de Cuba ya ha dedicado varios comentarios— que quien ganó la elección fue el candidato presidencial más comprometido con llevar a la práctica los principios de Burke, mucho más que cualquier otro político de la derecha republicana.
Levin, quien es director de la revista National Affairs y uno de los ideólogos de los conservadores reformistas, señala que el Partido Republicano actual es diferente al de la época de George W. Bush.
 “Ha sufrido varias sacudidas. No es el mismo partido que al final de los años de Bush”, señala en el artículo aparecido en El País.
 “En la política exterior es mucho más cauto ante las ambiciones agresivas y la implicación en los asuntos internos de otros países. En la política interior es un partido mucho más conservador, mucho más comprometido con un papel reducido del Estado y con un gasto público inferior, y más preocupado por el déficit”, agrega.
La agenda doméstica
En este debate hay otros aspectos a tomar en cuenta.
Uno es que el rechazo a las políticas de welfare en EEUU, por parte de buena parte de la población, trasciende la política y la ideología en su sentido más estrecho. Tiene desde implicaciones raciales hasta un fundamento en la creencia nacional de que cualquier persona puede ser un triunfador.
Analizar esta creencia, cuánto hay de realidad, cuánto de mito, implica desde cambios en la inmigración, que ha estado llegando a esta nación en los últimos cincuenta años, hasta la existencia de una serie de estereotipos establecidos desde hace mucho tiempo y reforzados particularmente por la televisión y el cine.
Otro es que si bien los neoliberales y libertarios no solo han abandonado las ideas de Burke, sino también lo han traicionado, al político inglés tampoco le ha ido muy bien con la otra rama del conservadurismo que sí se mantiene fiel a sus postulados, y es el sector tradicionalista.
En la actualidad el tradicionalismo es más una reacción a la fragmentación y la inseguridad de la sociedad capitalista postindustrial que un movimiento con gran alcance. Más allá de la sinceridad de una parte de sus miembros, las apelaciones políticas a la familia y los valores tradicionales no pasan de ser pura demagogia.
En este sentido, Levin insiste en la dimensión moral, espiritual de la política, y lamenta el carácter economicista y utilitario de los debates en Washington.
“No hablamos lo suficiente en la vida pública de las virtudes que permiten una vida floreciente”, dice al periódico español. Instituciones como la familia y la religión son fundamentales en esta visión arraigada en los valores de la derecha.
Sin embargo, aquí sus opiniones pueden ser consideradas algo ingenuas, en el mejor de los casos.
La explicación es sencilla —y aquí sí se cumplen los postulados marxistas—, ya que no se puede apelar constantemente a estos valores en una sociedad donde imperan no solo el consumo sino la frecuente movilidad laboral, por no hablar del desempleo. La base económica no se corresponde con una superestructura tradicional, que tanto en Burke como en otra época en EEUU se vinculaba fundamentalmente a una sociedad agraria. La globalización y el tradicionalismo no ligan.
Otra cuestión es que el recurrente énfasis del Tea Party a la familia y el individuo frente al gobierno —y en última instancia el Estado— no refleja un sentimiento humanitario y mucho menos solidario. Todo lo contrario, donde encaja mejor es dentro de una tendencia a valorar positivamente la avaricia que inició su desarrollo —como valor socialmente aceptado— durante la época de Reagan. No es que antes no existiera la avaricia, que data de muchos siglos atrás, sino que no se admitía su exaltación pública.
“El Gran Debate”
Levin considera que los actuales debates entre derecha e izquierda, entre conservadores y progresistas, entre republicanos y demócratas, se fraguaron entre 1770 y 1800. Le ha dedicado un libro al tema: The Great Debate.
Cree que todo empezó en la pelea entre los políticos y pensadores británicos Edmund Burke y Thomas Paine, un reflejo de la tensión entre cambio y preservación del statu quo.
Burke abogaba por la cautela y el progreso paulatino. Paine, que aunque nació en Inglaterra se considera un intelectual radical y revolucionario estadounidense ,se entusiasmó con la Revolución.
“Burke refleja una visión de la sociedad fundamentada en la tradición, que respeta las instituciones establecidas porque estas poseen una mayor sabiduría de la que pueda alcanzar nuestra destreza técnica”, dice. La de Burke es la tradición de la derecha, aunque políticos como el presidente Barack Obama —un político cauto y partidario de los pequeños pasos— se han declarado burkeanos, agrega en El País.
“En América”, dice Levin, “los conservadores conservan una tradición que empezó en la revolución”.
Para Levin, el legado de Reagan sigue definiendo las propuestas republicanas en política fiscal, que prohíben cualquier subida de impuestos y protegen a los emprendedores y a los más ricos como origen de la riqueza que después se expande al resto de la sociedad.
“Hablamos demasiado de propietarios de empresas y de impuestos a las empresas y de tipos impositivos que afectan a los más ricos, y no hablamos lo suficiente de los impuestos que afectan a las familias de clase media”, agrega Levin.
¿Debate ideológico o estrategia política?
Si esta ideología consigue imponerse dentro del Partido Republicano —lo que está por verse— el candidato presidencial ideal para las próximas elecciones es el exgobernador de la Florida Jeb Bush.
Se asistiría entonces a una representación ampliada de uno de los temas fundamentales en los debates presidenciales entre Obama y el aspirante presidencial republicano Mitt Romney, y que se convirtió en tema fundamental de ambas campañas: el bienestar de la clase media.
Aún falta mucho para llegar allí, y antes un posible aspirante a la candidatura, como Bush, tendría que superar la prueba más difícil: cómo vencer con ideas moderadas en una elección primaria dentro de su propio partido, que en la última elección se caracterizó por los extremos  y no precisamente por el reformismo moderado.
Precisamente fue esta cuestión la que llegó a convertirse en el talón más débil de Romney, que tras convertirse en candidato tuvo que pasar el tiempo haciendo piruetas de su extremismo anterior a una modelación oportuna.

La única manera de salvar este escollo, para los republicanos, es que en los próximos dos años se logre una transformación que haga ver —no solo entre los votantes sino en las poderosas fuerzas de financiamiento electoral— que la moderación es la carta de triunfo. Entonces lo que ahora se inscribe como debate ideológico se transformará en estrategia política, probar en las urnas. Mientras tanto, queda abierto un necesario debate dentro del conservadurismo estadounidense.