domingo, 4 de enero de 2015

Beneficios propios, pérdidas sociales


Bernard de Mandeville acuñó los principios liberales en una frase de éxito: “Vicios privados, beneficios públicos”. De hacerlo ahora, otra expresión encajaría mejor sobre lo que en los últimos años viene ocurriendo en Estados Unidos y Europa: a la hora de las ganancias hay que respetar al capital privado, pero al llegar el momento de las pérdidas, ahí está el Estado benefactor corporativo para cargar las cuentas sobre las espaldas de los contribuyentes.
“Quien está en contra de los bancos está en contra de Estados Unidos”, le dice el banquero al joven fugitivo en La Diligencia. Pero al final el banquero resulta un truhán y el fugitivo es el héroe. Lástima que la justicia solo se encuentre en las viejas películas.
Alexander Pope dijo en una ocasión que el verdadero amor a uno mismo y a lo social eran la misma cosa. Desde entonces, más de un economista sabio y un charlatán pícaro han elaborado un tratado o brindado una conferencia elogiando las bondades de la libertad del mercado, como solución a todos los problemas.
En Latinoamérica estos señores del mercado proliferaron en la década de los noventa, para fracasar estruendosamente en poco tiempo. Luego le tocó el turno a Estados Unidos, donde el mal es endémico, sufrir una erupción virulenta de neoliberalismo. Después asistimos ahora al final de la racha, pero es a los pobres y a la clase media a quienes les ha tocado rascarse, y lo siguen haciendo.
Desde el punto de vista histórico, el liberalismo surge como una superación del estado mercantilista, con una economía de libre mercado, basada en la división del trabajo, carente de influencias teleológicas e impulsada por el egoísmo individual, que terminaría encauzando al egoísmo hacia el bienestar social: el hombre está obligado a servir a los otros a fin de servirse a sí mismo. Olvida este enunciado que el egoísmo se expresa en la avaricia. La ganancia sin límites se persigue a diario, más allá de las preferencias partidistas, sin considerarse un vicio y elogiándose como una virtud: sin pudor ni decencia.
Pero estos enunciados liberales presuponen un racionalismo económico que en la práctica es imposible de alcanzar o mantener. El ser económico de la conceptualización liberal es propio de la filosofía de la Ilustración: un ser racional cuya irracionalidad es vista como un defecto y no como parte integrante del mismo. Lo cierto es que si teóricamente en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por la simple oferta y demanda sino también por la propaganda y la prensa en general, los grupos de intereses que influyen en los órganos de gobierno y fundamentalmente las grandes corporaciones que en la práctica actúan como lo que son: controladores del Estado. No solo las corporaciones multinacionales dominan la escena económica norteamericana, sino que la burocracia gubernamental y la corporativa son intercambiables.
Cuando los neoliberales, los neocons o los conservadores reformistas hablan de disminuir el papel del Estado paternalista, regulador y mercantilista, tras sus palabras está el afán de desmontar cualquier mecanismo de protección y ayuda a la población, para imponer con absoluta libertad sus proyectos de beneficio personal. El debate sobre el papel del Estado en los procesos económicos tuvo dos vertientes durante la segunda mitad del siglo pasado. En la primera y de mayores consecuencias políticas fue un enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. Pero también se desarrolló, y de forma destacada, dentro del mismo sistema capitalista. Ambas están, por otra parte, íntimamente relacionadas.
La intervención del Estado, a fin de prevenir y solucionar las crisis económicas, fue la solución propugnada por John M. Keynes para precisamente salvar al capitalismo y evitar un estallido social que llevara a una revolución socialista. Se aplicó con éxito en este país durante muchos años. Luego le llegó el turno a Milton Friedman, y sus principios fueron aplicados con mayor o menor eficacia por los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, así como por el equipo económico imperante durante la dictadura de Augusto Pinochet.
Con la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, los neoliberales volvieron al poder como los herederos perfectos de la teoría que lo dejaba todo en manos del mercado, y todo acaba en una gran recesión y una enorme crisis financiera.
De forma limitada Barack Obama aplicó el keynesianismo. Pero aunque Estados Unidos logró salir de una profunda crisis laboral y financiera —en parte gracias a la política gubernamental y en parte también por las características cíclicas del sistema— el mejoramiento de la situación económica solo ha llegado de forma extremadamente limitada a la clase media y los pobres. Quiere esto decir que de nuevo la economía estadounidense marcha a la cabeza del mundo, el desempleo ha disminuido sustancialmente y el déficit se ha reducido, así como la dependencia energética, pero ni la mesa ni al bolsillo del ciudadano de a pie se han visto beneficiados como en ocasiones anteriores, al superar el país una recesión.
Lo que vuelve a colocar sobre el tapete las necesidades de la clase media, que de momento y con dos años por delante hasta la próxima elección presidencial, constituye hoy lo que se avizora como el tema fundamental de la próxima campaña electoral (en dependencia, por supuesto, de lo que ocurra en la arena internacional).
En este sentido, no solo la creación de empleos, sino de puestos de trabajo bien remunerados y facilidades al pequeño empresario, dominarán buena parte del debate político en los próximos meses.
Cuando un republicano habla de la creación de empleos, por lo general se remite a dos aspectos.
El primero es otorgarles todo tipo de ventajas a los inversionistas y empresarios, como una forma de alentarlos a “crear empleos”, lo que se traduce en menos regulaciones, desde las que tienen que ver con el medio ambiente hasta las condiciones específicas en que se realiza la labor.
La decisión al respecto, la cifra de posibles puestos de trabajo y el grado de explotación a que serán sometidos los empleados queda por completo en manos de los inversionistas o los capitalistas en general.
El segundo es la mayor rebaja posible de impuestos a esos mismos capitalistas, ya sean nuevos inversionistas, propietarios de viejas instalaciones o empresarios en busca de oportunidades.
El problema es que muchos de estos privilegios pueden resultar provechosos, para el enriquecimiento aún mayor de unos pocos, pero de poca o nula efectividad en la creación de empleos.
Sin embargo, el intentar una mayor participación del Estado en los procesos económicos ―salvo en lo que se refiere a un número de regularizaciones básicas, que desde la época de Ronald Reagan se fueron desestimando, tanto por demócratas como por republicanos― no ha brindado los resultados esperados.
Este ha sido fundamentalmente uno de los principales fracasos de los gobiernos socialdemócratas y de corte progresista, durante la década en Europa, pero también de algunos de tendencia derechista e incluso neoliberal, tanto del viejo continente como aquí en EEUU, para volver al ejemplo del gobierno de Bush.
La forma tradicional en que un gobierno puede crear empleos es aplicando medidas keynesianas. Esto es lo que han hecho tanto gobiernos demócratas como republicanos en los últimos años. Lo hizo George W. Bush y lo repitió, a gran escala, Barack Obama. En ambos casos fracasaron.
También el gobierno de Zapatero aplicó el keynesianismo en España, mientras le duró el dinero, con iguales malos resultados
Lo que resulta preocupante, en este sentido, es que en Europa la ecuación se ha invertido: en lugar del Estado ―y en última instancia los gobiernos― ejercer una función del control sobre el mercado, lo que en la actualidad rige es lo opuesto: los mercados determinan quién gobierna o no.
La situación creada es el desarrollo de algo parecido a un “tercermundismo” europeo. En vez de Latinoamérica mirar hacia Europa, como fue tradicionalmente, da la impresión que son algunos países europeos los que están mirando a los ejemplos latinoamericanos, y en este caso hay que agregar que son “malos ejemplos”.
Los casos más notables son los de Grecia y España, donde el populismo de izquierda cobra cada vez mayor fuerza. Al mismo tiempo, también viene desarrollándose un populismo de derecha —en Francia, Suiza y también en Grecia, por ejemplo— que provoca conmociones en el ambiente político, pero que de momento no tiene posibilidades de llegar al poder, aunque sí han logrado en diversas naciones una presencia parlamentaria.
Pero en Grecia y España la izquierda radical y populista sí cuenta con posibilidades reales de alzarse con el poder en las urnas. En Grecia el primer partido en intención de voto es el izquierdista Syriza, que cuenta con alrededor del 30% de partidarios, según la última encuesta, Mientras, en España Podemos se ha convertido en una fuerza política de primer orden.
Los últimos sondeos oficiales, difundidos en noviembre, le otorgan a Podemos la tercera posición, por detrás de los socialistas y del Partido Popular, que ganaría aunque perdería la mayoría absoluta que tiene en la actualidad.
El PP obtendría un 27,5% de los votos, el PSOE un 23,9% y Podemos alcanzaría un 22,5%, según estos sondeos.
Una encuesta publicada el domingo por La Razón indica que el gobernante Partido Popular volvería a ganar las elecciones en España.
A menos de un año para los comicios, el barómetro electoral elaborado por NC Report para el diario conservador sitúa al PP al frente con un 28,6% de la intención de voto, seguido del PSOE con un 23,4% y Podemos con un 23,2%.
De momento, la clave electoral española se define en Grecia. Los resultados de la votación presidencial en ese país, a celebrarse el próximo 25, y un posible triunfo de Syriza, servirán de guía a los españoles para tener una idea más clara de lo que podría ocurrirle en caso de una victoria de Podemos.
De vuelta a EEUU, lo que ocurra en los próximos dos años también podría afectar en Europa, precisamente por la paradoja del tránsito por una vía opuesta. Para proseguir con el caso español, donde la izquierda se ha multiplicado y diversificado, en perjuicio de su poder político tradicional —el PSOE— parecería estar ocurriendo lo mismo, pero dentro de la derecha, con un Partido Republicano debatiéndose entre su ala más radical y otra moderada.
Si los conservadores reformistas se consolidan dentro del Congreso y se convierte en el parámetro ideológico fundamental para las futuras presidenciales, el país experimentará un giro dentro de la derecha, hacia un conservadurismo más preocupado por los problemas de la clase media y menos ortodoxo en sus postulados.
“Hablamos demasiado de propietarios de empresas y de impuestos a las empresas y de tipos impositivos que afectan a los más ricos, y no hablamos lo suficiente de los impuestos que afectan a las familias de clase media”, dice Yuval Levin, director de la revista National Affairs y uno de los principales ideólogos de los conservadores reformistas, en un artículo ya comentado en Cuaderno de Cuba.
Pero si Levin plantea con cierta certeza que “los americanos, de izquierdas y derechas, son todos capitalistas”, de asumir los republicanos algunos de los temas tradicionales de los demócratas no tiene que traducirse necesariamente en un desarme ideológico del Partido Demócrata, sino en todo lo contrario: una radicalización.
Muestras de esa radicalización ya se han observado en la influencia creciente dentro de los votantes demócratas de la senadora por Massachusetts, Elizabeth Warren. Si bien la legisladora no tiene posibilidades de llegar a la presidencia —y lo ha descartado, algo que por otra parte no constituye aún una última palabra— representa un reclamo a tomar en cuenta.
Warren se ha destacado por una actitud crítica frente a Wall Street, más avanzada que la que ha caracterizado a Obama y aun mucho más distante de la que es posible esperar de Hillary Clinton, si se toma en cuenta el historial del matrimonio Clinton.
Y es precisamente en este punto donde radica uno de los fallos de la presidencia de Obama que el sector más de izquierda dentro de su partido le va a reclamar al nuevo candidato presidencial.
Si bien por una parte el gobierno de Obama ha adoptado regulaciones al capital financiero —algo muy criticado por los republicanos— en la práctica acaba de firmar un presupuesto hecho casi a la medida del capital financiero.
El presupuesto estadounidense para 2015 no solo recorta el gasto en educación, sanidad, obras públicas y medio ambiente y ayudas, sino que otorga privilegios a JP Morgan y Citigroup.
“De hecho, el consejero delegado de JP Morgan, Jamie Dimon, llamó personalmente por teléfono a varios congresistas para indicarles lo que la entidad quería”,  escribió Pablo Pardo en el diario español El Mundo.
No consta si les dictó los párrafos, en parte porque, según ha declarado la senadora Warren, Citigroup escribió, lisa y llanamente, esa parte del Presupuesto y luego se lo pasó al Congreso, agrega la información de El Mundo.
Queda entonces abierto la contienda, tanto para demócratas como para republicanos, en que los principios liberales vuelven a ser tema de discusión, no importa el lenguaje nuevo con que se les quiera vestir.