martes, 13 de enero de 2015

Lo mejor o lo peor de Obama está aún por verse


El reto fundamental que enfrenta Obama —y como consecuencia el Partido Demócrata— es dar pasos concretos y exitosos para disminuir la desigualdad social, no solo en base a un crecimiento sostenido —algo que ya ha conseguido—, sino a través de medidas que logren que ese desarrollo se transforme en la práctica en un aumento del nivel de vida de la clase media.
En este sentido, lo fundamental sería lograr superar el viejo esquema de distribución de la riqueza por otro más acorde a la época actual de expansión de la riqueza no solo para unos pocos. Puede parecer lo mismo, pero no lo es. Mientras que una distribución de la riqueza depende en buena medida de la adopción de una legislatura que favorece la justicia social —algo positivo en esencia pero que de inmediato enfrenta una confrontación ideológica en este país—, la expansión de la riqueza tendría su fundamentación en la creación de oportunidades y capacitación laboral, incremento del número de profesionales y facilidades empresariales.
Solo así podrían librarse Obama y los demócratas de la acusación repetida a diario por los republicanos, que buscan sacar el mayor provecho político de un problema que en realidad ellos crearon-
La culpa de la creciente desigualdad en este país no es del actual mandatario. Todo empezó décadas atrás, con el gobierno de Ronald Reagan, que se caracterizó por destruir muchos de los frenos que por décadas impidieron una acumulación desproporcionada de riqueza, los límites a las grandes corporaciones y estableció que la avaricia no era un mal sino una virtud. Por otra parte, no solo los políticos son responsables de esta situación, sino también quienes los eligieron. Echarles la culpa a los ricos y a los ejecutivos es una fórmula demasiado simplista y agotada. No es que los supuestos ideológicos para colocar a la avaricia como el principal motor del desarrollo económico no existieran desde mucho antes, sino que los diques sociales y políticos que la contenían fueron derribados. Así, el culto a la riqueza del protestantismo fue convertido en rapacidad institucionalizada, no solo para ser ejercida hacia el exterior sino desde dentro.
Los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos. Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan) y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, pero en 1995 beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y al nuevo Congreso republicano.
La mayoría de los norteamericanos acogieron con satisfacción la reforma del sistema de asistencia social, al que culparon de gran parte de los problemas económicos del país, aunque tal medida solo le ahorró al país mucho menos del uno por ciento del producto nacional bruto. Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos beneficiaban principalmente a los ricos tuvieron poco efecto en las urnas y cualquier propuesta para regular los negocios fue inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o anticuada.
El auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separa a los ricos y los pobres. De pronto, el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza hasta los directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas.
Cuando aspiraba a la presidencia por vez primera, Obama dejó claro que la culpa no solo había que buscarla en Reagan y la familia Bush, sino también en Clinton. La casi aspiración de Hillary Clinton a la candidatura demócrata traerá de nuevo a colación el problema, y lo que han hecho o no los demócratas, y en especial Obama, para solucionar el problema. El futuro del Partido Demócrata está de momento en sus manos.
No es la primera vez que esto ocurre en la nación norteamericana. No hay que pensar que será la última. Estados Unidos parece condenado al péndulo entre los intereses públicos y los privados. Pasó durante la época dorada a finales del siglo XIX, en la década del veinte en el siglo XX. Vuelve a comienzos de esta centuria. El engrandecimiento de las corporaciones, la especulación y las ganancias financieras exorbitantes, que revientan como una burbuja, y la crisis económica resultante que llevó al establecimiento de nuevas regulaciones.
Ahora está por verse si la solución del problema es dar un paso adelante o volver al pasado.
En este sentido resultan pertinentes las críticas formuladas por la senadora demócrata por Massachusetts, Elizabeth Warren. Si bien la legisladora no tiene posibilidades de llegar a la presidencia —y lo ha descartado, algo que por otra parte no constituye aún una última palabra— representa un reclamo a tomar en cuenta.
Warren se ha destacado por una actitud crítica frente a Wall Street, más avanzada que la que ha caracterizado a Obama y aun mucho más distante de la que es posible esperar de Hillary Clinton, si se toma en cuenta el historial del matrimonio Clinton.
Y es precisamente en este punto donde radica uno de los fallos de la presidencia de Obama que el sector más de izquierda dentro de su partido le va a reclamar al nuevo candidato presidencial.
Si bien por una parte el gobierno de Obama ha adoptado regulaciones al capital financiero —algo muy criticado por los republicanos— en la práctica el último presupuesto para este país, firmado por Obama. fue hecho casi a la medida para el capital financiero.
Por supuesto que el “conservadurismo” de Obama no ha resultado contrario a los ideales de quienes desean mayor justicia social sin recurrir para ello a la conocida inutilidad de los intentos revolucionarios. Pero ello no basta.
La inversión de términos ocurrida durante la última década, en el campo político, ha contribuido a enmascarar, con el disfraz de la ideología, a quienes se han apropiado no solo de las tácticas más radicales —hay mucho de trotskismo en el neoliberalismo y en el Tea Party—, sino también a sus opositores.
Más allá de las posiciones ideológicas, la realidad social y económica de Estados Unidos está presente con tal fuerza, que de momento todo indica que resultará imposible colocarla en un segundo plano, como ocurrió durante la campaña para la reelección de George W. Bush. A menos que se produzca un atentado terrorista de grandes proporciones, dentro de dos años los norteamericanos elegirán al nuevo presidente a partir de sus problemas domésticos. Y éstos no son pocos.
En la actualidad, más del cuarenta por ciento del ingreso total de la población estadounidense está en manos del diez por ciento de quienes reciben mayores ingresos en el país. Las cifras son similares a las existentes en los años veinte del siglo pasado, que luego fueron reducidas hasta finales de los setenta. El uno por ciento de las familias más acaudaladas poseen en la actualidad más del cuarenta por ciento de todos los medios económicos, entre ellos viviendas e inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra en años anteriores a 1929. Como señaló hace pocos años el exasesor republicano Kevin Phillips, en su libro Wealth and Democracy, Estados Unidos ha regresado a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie y Morgan de finales del siglo XIX.
Como consecuencia, la separación en ingresos entre los muy ricos y el resto de la población se ha elevado a niveles nunca vistos desde las décadas de los veinte y treinta del pasado siglo.
Luego, con el "contrato con América" de Gingrich, disminuyeron las posibilidades de regulación del mercado, al adoptarse medidas que dificultaron demandar a una compañía que brinde información inadecuada a sus inversionistas. Tras la debacle financiera en que culminó la presidencia de George W. Bush, se establecieron medidas de ajuste tendientes a eliminar la repetición de errores, pero poco o nada se ha hecho para disminuir la desigualdad.
La actual filosofía de riqueza desmedida tiene su origen en la abolición de controles financieros y regulaciones económicas, característica del neoliberalismo, pero va más allá. Fue causa y efecto de esa revolución iniciada por Reagan, continuada por Gingrich y culminada durante los dos períodos presidenciales de Bush. Sin embargo, los cambios de procedimiento no han alterado su esencia.
Al inicio del gobierno de Obama se pensó que el péndulo político había comenzado a moverse en dirección contraria, pero en la práctica ambos mandatos de Obama se han visto obstaculizados en buena medida por un Congreso caracterizado por la ineficiencia y la parálisis. Quizá esta situación cambie en cierto sentido ahora, que los republicanos se muestran empeñados en demostrar que saben hacer algo más que obstaculizar. Queda por ver si este esfuerzo culminará en la mejora del nivel de vida del estadounidense promedio. Si lo logran, el conservadurismo reformista habrá demostrado su fuerza y tendrá posibilidades de imponerse en las urnas para la elección presidencial, si logra antes un candidato adecuado. Falta también por ver cuánto es capaz de hacer Obama, en buena medida en contra de un Congreso empeñado aún en descarrilar sus esfuerzos.