sábado, 13 de enero de 2007

Asnos sin garras



La presentación, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, del número de la revista Letras Libres dedicado a Cuba, fue interrumpida por una numerosa claque —pagada no para aplaudir sino para escupir— que respondió con gritos y muestras de mala educación a las palabras de los miembros del panel. No cabe duda de que se trató de una actividad organizada desde Cuba, con el objetivo de amedrentar cualquier manifestación contraria a la imagen plácida y engañosa con que quiere vestirse el régimen de La Habana.
Por un minuto quiero imaginar que no se trató de un acto organizado, sino de una explosión espontánea en favor de la revolución cubana. Quiero imaginarlo. Sé que no fue así, pero tengo el derecho de la imaginación.
Ese mismo derecho me permite presumir dos actividades, que podrían haber ocurrido en Cuba si ésta fuera una nación libre.
Hace poco visitó la isla el célebre realizador cinematográfico Steven Spielberg. Un grupo de jóvenes y no tan jóvenes se reúne en las afueras del cine donde se proyecta una de las películas del director norteamericano. Protestan contra el cine comercial hecho en Hollywood, del cual Spielberg es uno de sus representantes más destacados. Critican el colonialismo cultural Made in USA, que se impone en el planeta. Rechazan la visión el mundo que presentan las películas realizadas en Estados Unidos. Se apoyan en diversos comentarios del presidente cubano, Fidel Castro, que en varias ocasiones ha manifestado su disgusto por las películas yanquis. Alaban la política cultural de La Habana, que por décadas mantuvo alejadas de las pantallas del país películas racistas como Lo que el viento se llevó. Son abanderados del ya histórico nuevo cine latinoamericano y de lo mejor de la producción fílmica socialista, desgraciadamente desaparecida tras la caída de la Unión Soviética y el fin de las “democracias populares”. “Fuera el cine comercial del norte revuelto y brutal de nuestras salas”, gritan los manifestantes. Varios que han logrado entrar en la sala oscura lanzan bostezos y hacen un llamado a la conciencia crítica de los espectadores. En el vestíbulo, dos o tres tratan de repartir viejos ejemplares de las revistas Cine Cubano y Arte 7. Una muchacha distribuye críticas de Mario Naito, apenas legibles por los años.
¿Hubiera sido posible esta manifestación en la isla? Sus organizadores estarían en estos momentos presos, acusados de provocadores, agentes de la CIA y otros cargos similares.
En fecha reciente se celebró una feria de productos agrícolas norteamericanos en la capital de la isla. Participaron numerosos granjeros del Norte. Otro grupo de jóvenes y no tan jóvenes logra entrar en el evento y expresan su solidaridad con los trabajadores agrícolas inmigrantes —muchos de ellos mexicanos— que año tras año son explotados despiadadamente en los campos de Estados Unidos. Claman en favor de la creación de sindicatos que protejan los derechos de los indocumentados, de que se les pague un salario decoroso y tengan beneficios indispensables, como seguro médico para ellos y su familia, vacaciones y el pago de horas extras. ¿Es posible hablar en La Habana, en favor de los desamparados y en contra de la explotación capitalista, en ésta u otra actividad concebida por el régimen para ganarse el favor de antiguos enemigos? ¿Gritarle a los legisladores republicanos y demócratas, de visita en la isla, que son parte de un régimen condenado por la historia? La cárcel es el destino que espera a cualquiera que trate de llevar a cabo un acto similar.
¿Pudo alguien decirle a Jimmy Carter que por cuatro años fue el representante de un gobierno imperialista ¿Fue posible recordarle al Papa los crímenes cometidos por la Inquisición? Si en algún momento durante el castrismo, un presidente norteamericano llega a viajar a Cuba, ¿aparecerá un cartel que diga Yanqui Go Home?
Nada de esto es posible. Por lo tanto, cualquiera que apoye un acto de la revolución cubana, en cualquier lugar del mundo, debe tener bien claro que su papel se limita a hacer de monigote del régimen. No importa cuáles sean sus intenciones, su ingenuidad o los motivos para su rechazo a las injusticias emanadas de la globalización, el nuevo orden mundial o el capitalismo.
Esta es una de las diferencias fundamentales que separan al castrismo de las imperfectas sociedades democráticas. El derecho a protestar de forma espontánea —con razón o sin ella— sobre cualquier cosa. No importa si la protesta sea efectiva o no, si logre ser oído o se limite al papel de payaso. El derecho a protestar sin ser dirigido. La opción a equivocarse o acertar. La posibilidad de manifestar una opinión propia. La diferencia no está entre gritar, aplaudir o saludar. La diferencia es poder hacerlo con voz propia. Lo demás es un problema de educación, respeto o salvajismo. En todo caso, siempre es preferible un salvaje espontáneo que un cortesano amable.
En Guadalajara no hay cabida para la espontaneidad, si se trata de apoyar a Castro. Nada diferencia a los cultos de los maleducados. Títeres con distintos disfraces, a los que mueve un mismo hilo.
¿Quién se atreve a afirmar a estas alturas de que se trata de un evento cultural, donde sólo está en juego la calidad literaria o la difusión de las obras? No este año. No cuando Cuba —o mejor dicho, la realidad cubana desvirtuada que es el régimen castrista— está presente, de forma dominante y tratando de avasallar a los opositores.
Los escritores y artistas de la isla, o los pocos residentes en el exterior que forman parte de las actividades oficiales de la delegación cubana, deberían sentir una profunda vergüenza por lo ocurrido durante la presentación de la revista Letras Libres: un saludable rechazo por quienes ensuciaron el acto. Si no lo sienten, es porque ellos están sucios también. No deben olvidar que a los ojos del régimen no hay diferencia alguna entre un perturbador que obedece a sus propósitos y un creador interesado en la difusión de su obra. Castro es quien se abroga del derecho de dictaminar sobre qué protestar, cómo y cuándo hacerlo. El precio de ser invitado en nombre de La Habana—¿no sabían los organizadores mexicanos (que parecen desconocer la obra de Octavio Paz) que los cubanos tienen dos patrias: Cuba y la noche, sólo que Castro ha convertido a la noche en una “noche triste”?— es convertirse en monigote.
Monigotes son los ancianos poetas de verso refinado, los ensayistas que han gastado muchas noches de su vida descifrando textos, los novelistas que lograron concebir tramas complejas y personajes destacados y los autores teatrales de dramas y comedias sobresalientes. Ninguna acrobacia de ballet abolirá el asco de la Feria. Mucho menos un cantante de voz breve y algún que otro desafinado. Ni las rumberas logran salvarse en Guadalajara.
Entre un bestia que tosió, gritó y bostezó durante la presentación de Letras Libres y un intelectual que llega del mar al lago, y al menos reclama un mínimo de atención en la lectura de su obra, no hay diferencia alguna. No hay diferencias entre un gritón en una Guadalajara hospitalaria para los castristas y no tan hospitalaria para los contrarios, y un cantante que viaja a una Miami en última instancia hospitalaria para todos, porque de lo contrario no podía entrar aquí, y se queja —con razón— de que unos pocos energúmenos griten y lancen alguna que otra botella a los que quieren oírlo, y tenga que intervenir la policía para asegurar que reine la calma —como debe ser, le guste o no le guste a todos, y sin olvidar las diferencias entre una ciudad extranjera para todos y una comunidad exiliada— “porque él es un artista y no un político”.
Sí hay una diferencia notable entre Miami y Guadalajara para el intelectual o artista que viene de visita. Una diferencia de trajes, pero no de ropa. Para venir a Miami todos se visten de creadores. Para viajar a Guadalajara, tuvieron que aceptar disfrazarse de políticos, de alabarderos de un régimen que muchos de ellos desprecian y esperan impacientes por su desaparición. No importa que luego, en la tranquilidad de una sala familiar o en un momento de confidencia, declaren a sus amigos que ellos no tienen que ver nada con el régimen. Como han hecho y van a seguir haciendo, con todo el derecho que les asiste por vivir bajo un gobierno totalitario: cambiar de casaca.

Todos, poetas, novelistas, narradores, músicos, pintores y artistas en general deben saberlo: para Fidel Castro no son más que marionetas. No importa el disfraz. Para no seguir haciendo un papel tan triste tendrían que abandonar casa, ropa y comida.
El problema es que lo saben. Si callan o gritan es porque les mandan. Los domina el miedo, Un miedo real y hasta cierto punto justificado, porque muchos de ellos sufrieron la represión y el recuerdo de las purgas y el ostracismo es una memoria aún muy reciente, pese a que también algunos de esos mismos perseguidos de hace unos años se apresuren en declarar ahora que el pasado ha quedado atrás. Una parte del pasado ha quedado detrás; la otra vive en el presente. Son esclavos, aunque luego se encierren frente a una hoja en blanco y logren llenarla con un mínimo de literario decoro. Son bufones, pese al prestigio que puedan otorgarle sus libros. Sólo algunos para el exilio y pocos para el mundo: todos para los ojos de Castro.
Para el gobernante cubano, los escritores y artistas no son más que muñecos insignificantes, dedicados a un oficio que él se empeña en convertir en una actividad pueril: charlatanes temerosos ante un periodista y deslumbrados frente a una sala llena de un auditorio complaciente: asnos sin garras los que gritaron; asnos con herraduras los que todavía no se atreven a salir del pesebre, ya sea en Cuba o en el exterior.
Bestias de carga. Nobles brutos. Eso es lo que son a los ojos de un dictador que goza del poder de convertir un evento literario y editorial en una confrontación política. Cuando no puede mandar a sus tropas, Castro se limita a enviar a la impedimenta.