sábado, 13 de enero de 2007

Totalitarismo y cultura


En un día poco feliz para su inteligencia, el ministro de Cultura cubano Abel Prieto arremetió contra Raúl Rivero, Zoé Valdés y Guillermo Cabrera Infante. Con pocos argumentos, pasó de la bravuconería gansteril al discurso del inquisidor. Justificó la represión y defendió la censura. Dijo todo lo que no debe decir un funcionario invitado en un país extranjero. Dejó mal parado al gobierno que representa y pareció no importarle. Desgraciado el país cuyo rector cultural no es un policía: simplemente aspira al cargo.
Prieto dijo que los disidentes condenados en abril de 2003 habrían sido “asesinados en una cuneta” en otro país. Con ironía, al día siguiente Rivero “agradeció el gesto tan gentil” que le ha permitido seguir vivo y residir ahora en España.
No era necesario que el ministro recordara la eficiencia de la maquinaria represiva cubana, que hasta el momento le ha permitido prescindir de las “desapariciones”. Aunque, ¿no desaparecen los fusilados, no es un método eficaz de desaparición una condena de 28 años de prisión? Más importante para él fue tratar de establecer la diferencia entre un delito de opinión y el colaborar con el enemigo.
Es lógico pensar en actos de espionaje, terrorismo y sabotaje cuando se habla de “colaborar con el enemigo”. No en el caso cubano. Para el régimen de La Habana, esta colaboración puede ser un acto tan simple como publicar una crónica en un periódico de Miami y España. Como en cualquier sociedad, el gobierno de la Isla se encarga de definir lo que es un delito. Lo que disgusta a sus funcionarios es que alguien en cualquier lugar del mundo se cuestione esa definición.
“Vivimos una guerra terrible. Imaginen que España está en guerra con una potencia nuclear”, dijo Prieto. Lo difícil de imaginar es que una nación está en guerra con otra y al mismo tiempo le compra alimentos a su enemigo, agasaja a los legisladores del bando contrario y celebra subastas de tabacos donde los principales invitados y compradores no vienen de una trinchera sino viajan cómodamente al país anfitrión. Una guerra sin disparos y ataques, sin cañones y acorazados. Una contienda donde los únicos “barcos enemigos” que entran en aguas cubanas traen mercancías que se cargan en los puertos de la nación agresora.
Sin embargo, Cuba está en una “guerra” según Prieto y no le queda más remedio que encarcelar a los agentes que luchan en favor del otro lado. Aunque esos agentes no se ocultan para realizar sus actividades. Gracias a que la revolución es generosa, a veces son encarcelados a la luz del día.
En Cuba no ha habido una “ejecución extrajudicial”, por el simple hecho de que no son necesarias. No hacen falta grupos paramilitares, guerra sucia y esbirros que actúen en las sombras. Cuando es necesario fusilar a alguien, se dicta la sentencia y asunto concluido.
El ministro también niega la existencia de “casos de tortura ni de maltrato de presos”. Sus palabras carecen de valor ante los miles de testimonios de víctimas y victimarios.
Todas estas negaciones constituyen la parte del discurso que a Prieto le es más fácil sostener. El ministro como policía. Nada ayuda tanto como un estado policial para fabricar un delito.
Hay otro aspecto en que Prieto sabe que se mueve en otro terreno. No se trata de encarcelar a un “delincuente” sino de cerrarle el paso a la divulgación de una obra literaria. El encierro puede impedir —o al menos limitar— la labor de un periodista: reducir su mundo a cuatro paredes, negarle el acceso a la información de lo que ocurre en el exterior, tratar de imposibilitar que lo que escriba —si es que lo dejan escribir— se conozca fuera de la prisión. Una novela, un cuento y un poema se mueven por otros cauces.
Por eso el ministro se vio obligado en sus palabras a inventar dicotomías, de una forma esquizoide. Justificó el castigo de los disidentes recurriendo al conocido expediente castrista de que éstos son “agentes del enemigo”. Con uno de ellos, el poeta y periodista Rivero, trató de ser más “generoso”. Por algo Prieto es ministro de Cultura, y no representa el papel de un simple policía. Ni hablar de limitarse sólo al expediente judicial. Rivero, según Prieto, es “un autentico intelectual”. Aquí surge el primer problema para el ministro. Hace años habría bastado decir que era un “agente de la CIA”. Los tiempos han cambiado. Ahora hay que convertir al poeta en dos personas. El Rivero bueno es el poeta y escritor de artículos de opinión. El Rivero malo es el “colaborador”. Una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde que se paseaba por La Habana. Fue imposible meter en la cárcel sólo a uno de los dos. Ello explica que el Rivero bueno pudiera escribir poemas de amor en la cárcel mientras el malo estaba en una celda de castigo, rodeado de sapos y alimañas. Generosa de nuevo que es la revolución.
Gracias al apoyo internacional, el Rivero bueno (no hay que olvidar que es poeta) logra salir de la cárcel y marchar a España. No le queda más remedio que cargar en su viaje con el Rivero malo, que hubiera preferido seguir “colaborando” desde La Habana. Curioso que en el expediente judicial no aparezcan nunca las acciones del Rivero malo. Pero eso nadie se lo preguntó al ministro durante el encuentro organizado en Madrid por el Club Internacional de Prensa. Ahora Prieto —que por algo es ministro de Cultura y no un simple policía, como ya se dijo— está preocupado por el destino de los poemas y las ideas políticas del Rivero bueno. ¿Teme que Mr. Hyde acabe por apoderarse por completo del cuerpo del Dr. Jekyll? No hay que olvidar tampoco que el ministro de Cultura —que aparenta no ser policía es también novelista—, así que debe conocerse la trama de la novela de Stevenson.
Mal rato pasó el ministro tratando de explicar la verdad sobre el caso Rivero. Por eso quiso desquitarse al referirse a Valdés y Cabrera Infante.
A la novelista cubana trató de despacharla rápido. Negó que en la Isla existiera censura política, pero afirmó que no “estaría mal” que existiera censura literaria. Fue un respiro para él encontrar un terreno donde pudiera ser policía a secas, aunque fuera simplemente un agente del orden literario.
“No todo es publicable”, dijo al referirse a los libros de Valdés. El ministro olvidó que la decisión sobre la publicación de una obra, y el valor de ésta, es un asunto editorial, que también interesa a los lectores y a la crítica. Omitió hacer referencia a la activa labor intelectual de Valdés en contra del régimen de La Habana. Aquí no hizo falta apelar a dicotomías. Le bastó pasar de crítico a censor. Sólo que el papel de un ministro de Cultura no es censurar sino divulgar. Si la obra de Valdés no se publica por criterios literarios —dejando a un lado todos los aspectos relativos a acuerdos editoriales—, ¿por qué se omite su nombre de la prensa oficial, salvo para atacarla en alguna publicación destinada a un público extranjero? Dar noticia de los premios obtenidos por la escritora no es valorar su obra: es simplemente divulgar una información. Cuba no sólo no publica a Valdés, sino que ignora su existencia.
Queda por último el caso de Cabrera Infante. El caso de censura cubana que por años ha perseguido a los funcionarios cubanos. Prieto dice que Cabrera Infante está en “los diccionarios de literatura”. La referencia alude a la edición en internet del Diccionario de Literatura Cubana, porque fue notoria su exclusión de la edición impresa de 1980. Por otra parte, desde hace muchos años la prensa oficial cubana ha omitido cualquier referencia a Cabrera Infante, desde el otorgamiento del premio Cervantes hasta su fallecimiento reciente. El ministro afirma que en Mea Cuba Cabrera Infante escribió contra José Martí. Eso es falso. No sólo Cabrera Infante no escribió contra Martí en el libro mencionado, sino que fue el más importante escritor exiliado que se encargó de la divulgación de la obra martiana en España, de los escritores exilados. De hecho, la edición española del Diario de Campaña de José Martí lleva un prólogo de Cabrera Infante.
Prieto va más allá de la mentira, al convertir en una especie de delito el falso ataque contra Martí. ¿Qué libertad hay en un país donde no se pueda atacar a un escritor, aunque sea “lo más esencial de nuestra literatura”?
Así se llega a la justificación final de la censura en boca de Abel Prieto: lo que muchos definen como censura literaria, en la Isla es “el canon literario cubano”, nos dice.
El funcionario apela al concepto del canon para justificar su dogmatismo. Hablar del “canon literario cubano” se ha puesto de moda a partir de la obra de Harold Bloom. Rafael Rojas le ha dedicado un libro, Un banquete canónico, y Roberto González Echevarría un artículo, Oye mi son: el canon cubano, además de que Roberto Fernández Retamar le dedicó un largo ensayo, Calibán, publicado y años más tarde revisado, que precede a todos los anteriores. Además de que Prieto se destapa como lector asiduo de la revista Encuentro, se ve obligado a apelar a un concepto reaccionario —todos los cánones son por su propia naturaleza reaccionarios— para justificar, desde el punto de vista cultural, lo que no es más que un acto de censura.
Es difícil lograr en un puñado de declaraciones torpes tantas transformaciones. Hay que reconocerle el mérito que tiene el ministro al lograrlo. Es necesario algo más que el azar para recorrer en tan breve tiempo los caminos del policía, el censor y el inquisidor. No hay ejemplo literario a la mano y sólo puede venir en la ayuda el cine, con las películas sobre personajes con personalidad múltiple que la moda del psicoanálisis logró colar en la pantalla. Más que curioso que Prieto no echara mano a la repetición de que el Aleph de la cultura cubana se encuentra en la isla. Al verse atrapado en la defensa de una ideología estéril, no le quedó otra alternativa que aplicar un criterio de autoridad, que elimina las diferencias y crea un tablado de santos que deja fuera a los herejes ilustres. Sólo cabe preguntarse: ¿en qué círculo del Infierno hubiera colocado Dante a Abel Prieto?