Controlar a los intelectuales ha sido uno de los mayores esfuerzos del régimen cubano. También uno de sus fracasos más manifiestos. La actual oleada represiva no es otra cosa que el capitulo más reciente de esa batalla con pausas entre Fidel Castro y los escritores y artistas, que se inició el primero de enero de 1959.
Caduca la opción bélica contra el régimen; estancada desde hace años en acciones estériles la mayor parte de las respuestas del exilio frente a Castro; inoperantes y caducas las sanciones económicas; agotadas las gestiones políticas internacionales de todo tipo, el gobierno de La Habana aún no se siente tranquilo: quienes piensan y escriben resurgen una y otra vez para cuestionarse el sistema. Periodistas, economistas, ingenieros, profesores y bibliotecarios se han convertido en los enemigos más temidos de la Seguridad del Estado: la represión se ha ensañado con ellos. No sin razón. La oposición en Cuba en estos momentos no se define en la lucha armada sino en la confrontación política; no hay una batalla ideológica, hay una lucha contra las ideas.
Los escritores y artistas de la isla deben sentir una profunda vergüenza por las largas condenas contra los opositores pacíficos y los periodistas independientes. No deben olvidar que, a los ojos del régimen, es igualmente sospechoso un disidente que se cuestiona el curso del proceso social y un creador interesado en difundir su punto de vista. La única diferencia aceptada es el grado de encubrimiento a la hora de exponer una opinión. En ambos casos, el grado de distanciamiento del punto de vista oficial lo establece el régimen. No son sólo las circunstancias las que hacen más o menos permisible una crítica. Castro es quien se abroga el derecho de dictaminar sobre qué protestar, cómo y cuándo hacerlo.
Desde hace años, el deteriorado aparato cultural del régimen cubano ha buscado el apoyo internacional, sin excluir a una parte de la comunidad exiliada. Ha aumentado la comunicación intelectual entre Cuba y los exiliados. Este es un hecho positivo cuando no se pierde de vista el concepto de que la cultura la constituyen los miembros de una comunidad o un país, no un gobierno. Hay que diferenciar entre las acciones individuales y las llevadas a cabo por un Estado.
El rechazo a las medidas represivas que ha manifestado buena parte de la intelectualidad europea —especialmente el repudio al castrismo por escritores y artistas que tradicionalmente han defendido puntos de vista considerados progresistas, liberales o de izquierda— repercutirá sobre los creadores de la isla. Castro los cogerá de chivos expiatorios, se vengará en ellos.
Todo escritor y artista honesto que vive en la isla está ante una situación sumamente difícil. Guardar un silencio culpable compromete la dignidad intelectual del país. Manifestarse abiertamente implica no sólo un peligro personal, sino también la posibilidad de ver interrumpida la labor creativa. Queda a cada cual determinar qué es más importante. Como nación, Cuba atraviesa una crisis cultural sin salida. Con el tiempo se sabrá si este año marcó una etapa de intelectuales silenciados o silenciosos. No se puede arengar desde el exterior el asumir un compromiso que se negó al abandonar el país. Sí se puede sugerir que, al menos, se practique un retraimiento decente.
Ciertas figuras clave de la cultura cubana están obligadas a manifestar su criterio en estos momentos. No se incluye en este grupo a los funcionarios de todo tipo, que amparados en sus cargos desde hace muchos o pocos años vienen divulgando sus obras, con independencia de las mismas. Son los que en otras épocas sufrieron persecuciones, los que en determinado momento fueron marginados; quienes han logrado mantenerse en el difícil equilibro de continuar viviendo en Cuba y escribir, pintar, componer y crear sin que por ello puedan ser considerados simples alabarderos del régimen. O al menos sin que se pueda decir que siempre su papel se ha limitado a servir de cortesanos ilustrados.
No los salvará que, en la tranquilidad de una sala familiar o en un momento de confidencia, declaren a sus amigos que ellos no tienen que ver nada con el régimen, que están en contra de lo que está ocurriendo. Esto lo deben de haber hecho y van a seguir haciendo, con todo el derecho que les asiste por vivir bajo un gobierno totalitario.
El problema es que Castro le ha dado marcha atrás al reloj. Ya no se puede repetir, como hace unos meses, que la época de la represión y la persecución a los intelectuales quedó atrás. Para el gobernante cubano, los escritores y artistas no son más que personajes peligrosos o muñecos insignificantes, dedicados a un oficio que él se empeña en convertir en una actividad pueril. No admite otra clasificación.
No es hay que pedirle a un intelectual que, en razón de su oficio, sea un valiente. Tampoco que sus opiniones políticas tengan más valor que la de cualquier otro ciudadano. No se trata de hacer un llamado a comportarse como héroes. El heroísmo es casi siempre una salida desesperada ante la mediocridad y la estulticia, pero un gesto condenado a consumirse en su propio esplendor, incapaz de dejar huella duradera en la vida del país salvo en el reino de lo anhelado y ausente. Sin embargo, existe una tendencia histórica en la nación cubana, definida por una actitud intelectual y antidogmática, que desde los primeros afanes independentistas hasta hoy siempre se ha propuesto la creación de un país libre. Esta tradición no puede dejarse a un lado. Quienes no puedan alzar la voz para denunciar la injusticia, deben tener al menos el pudor de callarse. Pero este silencio debe ser una forma de protesta.
Publicado el jueves 1 de mayor de 2003 en Encuentro en la Red