jueves, 22 de marzo de 2007

Sangre por petróleo



No se trata sólo de exterminar a Sadam Husein para poner fin a la amenaza que éste representa para la humanidad. Hay otra justificación de la que el gobierno de George W. Bush no habla. Tiene nombre y no es un nombre grato a los oídos republicanos, pero su vigencia va más allá de su autor. Es la Doctrina Carter.
En 1980 —y durante el Discurso de la Unión que cada año el mandatario norteamericano debe rendir a la nación y al Congreso—, el entonces presidente Jimmy Carter formuló de una manera explícita lo que por largo tiempo había constituido un principio de la política exterior y la estrategia militar del país: cualquier campaña hostil para impedir el flujo del petróleo del Golfo Pérsico sería considerado “un asalto a los intereses vitales de Estados Unidos” y rechazado “por cualquier medio necesario, incluso la fuerza militar”. Tal principio surgió para detener el expansionismo soviético en la región, pero ha perdurado más allá de la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS): sirvió para justificar la intervención estadounidense en 1991, así como el mantenimiento de una presencia militar cada vez más poderosa en la zona.
Si el gobierno de Bush no ha recurrido a la Doctrina Carter, en sus explicaciones para justificar la guerra que prepara contra Husein, no es sólo por no invocar el legado demócrata, sino porque le está otorgando una proyección futura. No se trata de que en estos momentos exista una amenaza grave al flujo de crudo; es más bien un peligro latente, que va en contra de la hegemonía mundial norteamericana. Curiosamente, como se verá más adelante, Rusia vuelve a jugar un papel primordial en este peligro.
Hay otras razones. Una discusión al respecto pondría en evidencia lo poco que ha hecho —o piensa hacer— esta nación para limitar su dependencia al combustible que se produce en una de las áreas más explosivas del planeta. Dependencia que no es responsabilidad de la actual administración, pero cuyo análisis descubriría que el conflicto bélico no sólo va a estar dirigido contra un conocido enemigo: varios países amigos también están en la mira. Ambos aspectos, sin embargo, palidecen al lado del peligro político que implica decir a las claras que la nación está dispuesta a pagar una cuota de sangre a cambio de mantener una política energética que hace poco por estimular el ahorro o las formas alternativas de energías, al tiempo que alienta el consumo —y a veces hasta el despilfarro— energético.
La demanda de petróleo aumenta a diario en los Estados Unidos. Más allá de las fluctuaciones temporales —producidas por los cambios climáticos, el estado de la economía, diversos factores bursátiles y la política de precios de la OPEP— no se pronostica una disminución a largo plazo del consumo. Es más, la política energética actual no está enfocada hacia una utilización más provechosa del combustible; se basa en la búsqueda de mayores fuentes del mismo. Para el 2020, de acuerdo a las cifras del Departamento de Energía, la nación necesitará importar 17 millones de barriles de petróleo por día, seis millones más de los que se requieren diariamente en la actualidad. La oposición para aumentar la exploración de nuevos yacimientos y la explotación nacional —una oposición que, hay que decirlo, es utilizada también de forma demagógica e hipócrita por muchos grupos ecologistas— hace que desde el punto de vista político el Presidente prefiera buscar el combustible en el exterior antes que poner aún más en peligro los votos de un segmento de la población que ya de por sí no le es favorable.
Estados Unidos satisface una parte de sus necesidades petroleras de los yacimientos situados en Latinoamérica, Africa, Rusia y el mar Caspio. Pero al igual que ocurre en el seno de la Organización Internacional de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el Medio Oriente continúa marcando la pauta. De acuerdo al informe sobre política energética nacional —emitido en mayo del 2001 y conocido como “Informe Cheney”, por el papel clave que tuvo en su elaboración el vicepresidente—, “bajo cualquier estimado el petróleo producido en el Medio Oriente continuará siendo clave para la seguridad petrolera mundial”, y de esta forma permanecerá como “un foco fundamental de la política energética internacional de Estados Unidos”. Un factor fundamental es que las mayores reservas mundiales se encuentran en Arabia Saudi. Luego viene Irak, que teóricamente ocupa un distante segundo lugar, aunque se especula que sus reservas son mayores que el estimado actual de 112,000 millones de barriles y alcanzan los 330,000 millones. A esto se añade que las vastas áreas de territorios iraquíes no explorados hacen pensar que en su suelo realmente se concentra la mayor cantidad de crudo sin explotar existente bajo tierra.
De hecho, de acuerdo a The Washington Post, en estos momentos Irak suministra a Estados Unidos unos 800,000 barriles por día, o cerca del nueve por ciento de las importaciones norteamericanas (la compra no se hace de forma directa, sino mediante intermediarios que comercian con el crudo de Bagdad bajo la supervisión de las Naciones Unidas, de acuerdo al programa de petróleo por alimentos).
El papel del crudo del Medio Oriente, como un elemento importante a la hora de explicar las intenciones de la administración norteamericana con respecto al régimen de Irak, no se derivan sólo de los estrechos vínculos de la Casa Blanca con la industria petrolera. Tampoco es la razón única para lanzar al ataque, pero si es posible que sea la causa final que yace tras una serie de motivos.
El tema de Irak no alcanzó prominencia en la campaña presidencial. Tras los atentados terroristas de septiembre del año pasado, de inmediato comenzó a especularse sobre la posible vinculación de Husein con los acontecimientos, pero hasta el momento la administración no mostrado pruebas concluyentes, e incluso no hace referencia a ello.
El giro del gobierno norteamericano —que ahora tiene centrada su atención en Irak mientras aún continúan muchos problemas pendientes en Afganistán y otros frentes de la lucha antiterrorista— parece obedecer a varios factores: una forma de encubrir los errores de una guerra en que no produjo la captura o la muerte confirmada de los principales cabecillas, el fracaso en poder determinar la ubicación y el destino de Osama bin Laden, las presiones en favor del ataque de grupos neoconservadores, tanto republicanos como demócratas, la alianza entre el fundamentalismo cristiano y los radicales sionistas, y hasta la necesidad sicológica de terminar un asunto pendiente (resuelto a medias por el padre del actual mandatario y en el que participaron prominentes figuras cuyo poder y preponderancia en el gobierno se ha fortalecido).
Ninguno de estos factores omite un hecho real: hay una diferencia fundamental entre Husein y otros dictadores, que también merecen ser derrocados: él ha demostrado una falta total de escrúpulos a la hora de usar armas de exterminio masivo, prohibidas por los acuerdos internacionales. Lo hizo en la guerra contra Irán y volvió a hacerlo contra los kurdos. Cuando el presidente Bush dice que Husein representa un peligro real para la humanidad está en lo cierto. Pero a la hora de analizar la forma de llevar a cabo las acciones contra Bagdad, y de medir las consecuencias de una invasión a gran escala, las opciones se tornan sumamente complejas y peligrosas.
Peligrosas porque una guerra con Irak puede tener consecuencias catastróficas. El gobierno de Ariel Sharon favorece la guerra, pero los habitantes de Israel estarían entre las víctimas más afectadas. Si en 1991 Husein no se detuvo a la hora de lanzar 39 misiles Scud contra Israel (e incluso se cree, según la revista The New Republic, que tenía preparados otros 25 con cabezas portadoras de gérmenes letales), ahora cuenta con la alianza de los grupos terroristas palestinos, lo que le abre la posibilidad de lanzar una guerra química y bacteriológica contra ese país sin tener que recurrir a los cohetes. No es difícil imaginar los resultados de una acción de este tipo bajo el gobierno guerrero de Sharon. La respuesta justificada de Israel, que incluso posee armas nucleares, podría extender la guerra a toda la región.
Complejas porque hay en juego otros intereses, además de la seguridad de la zona y el suministro de crudo a los Estados Unidos. Irak ha firmado acuerdos para el desarrollo de su industria petrolera con varias firmas de diversos países. Entre las compañías involucradas con la explotación de yacimientos, en una zona donde se cree hay 44,000 millones de barriles de crudo, están las europeas ENI y TotalFinaElf, así como Lukoil de Rusia y la Compañía Nacional de Petróleo de China.
El 18 de agosto se anunció que Irak y Rusia están a punto de firmar un plan de cooperación por $40,000 millones. Dicho plan podría enfrentar a Moscú con Washington, de producirse una guerra. Por su parte, el presidente ruso Vladimir Putin ha afirmado la intención de su país de volver a ocupar un lugar prominente en el mercado de armas. Según un cable de abril de la Agence France Presse, para aumentar sus ventas Moscú “debe consagrase a países como Irán, Irak y Libia”, de acuerdo al experto militar Alex Vatanka, del Jane’s Defense Reaserch Group, de Londres.
Todo ello coloca a la administración de Bush en una posición sumamente delicada: ante la posibilidad de una guerra donde los aliados como Israel pueden verse implicados de forma peligrosa, y los países “amigos” como Rusia colocados en una disyuntiva difícil, en que sus intereses económicos terminarán por enfrentarlos a los Estados Unidos (si no militarmente al menos desde el punto de vista político). Hasta el momento, y salvo Gran Bretaña, las naciones europeas tampoco demuestran ser fáciles de convencer a la hora de sumarse a la lucha.
Nada garantiza tampoco, en este panorama sombrío, que tras la derrota de Husein, los Estados Unidos logren de forma permanente un suministro estable de crudo procedente de Bagdad, a no ser que convierta al país en un protectorado, con las consecuencias políticas que ello implica. Por lo pronto, y en el mejor de los casos, la recuperación del mercado petrolero iraquí no se logrará hasta el 2008. Y aunque los expertos vaticinan que si el conflicto no se extiende el alza inmediata que se producirá en el combustible disminuirá en pocos meses, la situación de inseguridad creada en torno al debate sobre la guerra ya ha aumentado, en un promedio de 15 centavos de dólar, el precio de la gasolina. Como consecuencia, ya el ciudadano norteamericano ha comenzado a pagar con su sudor el precio del conflicto. Cada día hay menos esperanzas de que no llegue el día de que pague también con su sangre.
Fotografía superior: el soldado Pablo Rivas, de origen cubano, a su regreso de Irak junto a otros 104 marines. Rivas es abrazado por su mama Maricela Vitón y su herrmana Jessica Arzola, durante el encuentro realizado en el Reserve Cennter de la 18650 NW 62 Ave. (Roberto Koltún/El Nuevo Herald).
Fotografía medio izquierda: niños iraquíes limpian la calle después de que un proyectil de mortero estallara el viernes 24 de septiembre de 2004 en una concurrida plaza del centro de Bagdad, Irak. (Mohamed Messara/EFE)
Fotografía inferior: una niña con inscripciones en sus manos participa de una manifestacion en Ciudad de Mexico, el 15 de marzo de 2003, en dirección a la embajada de Estados Unidos en Mexico. Miles de personas se manifestaron entonces contra una posible guerra de Estados Unidos y sus aliados a Irak, congregados por el segundo llamado por la paz del Foro Social Mundial. (Jorge Uzón/AFP)
Este artículo apareció originalmente el 17 de septiembre de 2002 en Encuentro en la red, con el título
Sangre por oro... negro.