Se respiraba tensión aquella tarde de
1999, en la redacción del servicio latinoamericano del diario Wall Street Journal. Se acercaba la hora
del cierre y era necesario informar lo mejor
posible sobre la mayor privatización de la historia. En medio de la
prisa, traducía con asombro: la industria telefónica brasileña era un desastre
y acababa de pasar a manos privadas. Un ejemplo: Telemar, la compañía que daba
servicio a Río de Janeiro y otros 15 estados, era un modelo de ineficiencia.
Pasaban dos años antes de poder conseguir una línea. Costaba unos $2,000 el
obtenerla. De diez intentos de llamadas, nueve resultaban infructuosos. Cuando
la edición estuvo lista, todavía quedaba un pedazo de tarde neoyorquina que uno
podía disfrutar apaciblemente en el distrito financiero de la ciudad, donde
nadie pensaba en las torres gemelas cercanas salvo como un lugar de recreación y
trabajo. Entré con Manolo Ballagas en un bar de Liberty Street y tomamos
cerveza alemana rodeados de corredores de bolsa, que conversaban animadamente
sobre las alzas del día, mientras hablamos de amigos, tabacos y mujeres, y de
Cuba no como un destino político sino como un boarding home amable donde
terminar la vida. Pero en ningún momento le mencioné a Ballagas que horas
antes, mirando por una ventana al río Hudson, había pensado que finalmente
Latinoamérica entraba en el primer mundo.
Parecía entonces que se había alcanzado
la solución a los múltiples problemas de la región, y lo mejor de todo era que
resultaba sencillo. Inexplicable que no se hubiera ensayado antes. Ahí estaba
el ejemplo de Brasil para abrirle los ojos a cualquiera: poner los servicios telefónicos
en manos privadas. Permitir a los accionistas extranjeros que adquirieran
Telemar y otras empresas. Eliminar las trabas burocráticas. Acabar con un
estado hipertrofiado y dejar al mercado regirse por sus propias leyes. Simple y
sencillo. El fin de los problemas económicos que por largo tiempo venían
abatiendo a la zona.
En
Brasil, la solución dio resultados en el caso de los servicios telefónicos. En
la actualidad la instalación de un teléfono tarda unas dos semanas y cuesta
alrededor de $12. El número de líneas, en el área a la cual Telemar da
servicio, ha aumentado de 10 millones a
más de 18. Pero en todos los casos y en todos los países no ha sido igual de
fácil. De lo contrario quedaría sin explicación esta pregunta: ¿por qué tantos
brasileños acaban de votar para elegir a un presidente izquierdista, que
representa la oposición a la globalización y el mercado libre que les permitió
tener teléfonos? Porque si, como todo parece indicar, Luiz Inacio “Lula” da
Silva es finalmente elegido, su llegada al poder constituirá un retroceso
político y una interrupción de las reformas que pretendieron sacar a su país de
la órbita tradicional de proteccionismo
y nacionalismo que han caracterizado a la región por más de un siglo.
La explicación de lo que ocurre en Brasil
no se encuentra sólo dentro de las fronteras del gigante sudamericano. En igual
sentido, el resultado último de la votación tendrá una repercusión en todo el
continente. No se trata de una simple consulta democrática: es una elección
ideológica. El triunfo del candidato sindicalista tiene consecuencias para el
replanteamiento de las ideas sociales del área. Es una contienda cuyo resultado
influirá en la relación Norte-Sur: entre Estados Unidos y las naciones
latinoamericanas.
Los votantes brasileños votaron por un
cambio debido a la crisis económica que azota al país, pero también por
contagio, bajo la influencia de una situación que saben ha destruido
prácticamente a la sociedad de la vecina Argentina. Fueron a las urnas
temerosos de una situación internacional, donde vaticinan que les tocará —ya
les está tocando— sufrir la peor parte. Marcaron en las pantallas de las
máquinas electoras su decepción de que nuevamente sus ilusiones se vieron
frustradas.
En la década de los noventa el neoliberalismo
tomó fuerza en Latinoamérica. Sus propugnadores prometían lo que largos y
tediosos años de proteccionismo económico, izquierdismo y economía controlada
no habían logrado: el bienestar del ciudadano. Sin embargo, la riqueza generada
por la privatización se malgastó en pagos atrasados de la deuda externa; se
diluyó a través del robo corporativo y el latrocinio y se perdió en ventas
fraudulentas e irrisorias, logradas mediante el soborno. Las prácticas
neoliberales —aplicadas muchas veces a media— dejaron a la región con una parte
enorme de la población empobrecida y sin futuro, y con la mayoría de los
ciudadanos atrapados entre el cinismo y la desesperanza.
Si fue necesario más de un siglo para
echar por tierra la retórica del marxismo-leninismo, para el desprestigio del
neoliberalismo bastaron apenas diez años. Su fracaso en tan breve tiempo se
debe a la carencia de una base real para fundamentar su teoría. En tal sentido,
recuerda sospechosamente a la ideología de extrema izquierda. Al igual que
hicieron los comunistas, los neoliberales tienden a suplantar al hombre real
por el que vendrá; a sacrificar a la sociedad actual —de miseria y medidas de
choque económico— en nombre de un futuro prometido y lejano, muy lejano,
demasiado lejano; que se pierde hasta llegar a lo inexistente. Si bien es
cierto que en una economía de mercado libre la creación de mercancías está
determinada por los precios y el consumo, en el mundo real y moderno estos
mecanismos ya no son regidos por la simple ley de la oferta y la demanda, sino
por la propaganda, las técnicas de mercadeo y los monopolios. Eso para
mencionar los aspectos más técnicos y visibles: la corrupción, el engaño y el
soborno con frecuencia acompañan a los
“logros” neoliberales. Los fanáticos de esta teoría propugnan llegar a
un paraíso postmodernista, de felicidad dada por el consumo, irrigado desde el
cielo por un panteón de ángeles multimillonarios. Viven al mismo tiempo
aferrados a sus criterios caducos. No es extraño que le salgan al paso
doctrinarios del viejo estilo, como Lula.
Cuando Brasil comenzó su apertura
neoliberal, bajo la presidencia de Fernando Henrique Cardoso en 1995, las
inversiones extranjeras contribuyeron a estabilizar la economía, reducir la
inflación, crear nuevos empleos e impulsar el crecimiento. Pero en 1999 el
modelo comenzó a mostrar los problemas que se han agudizado actualmente, debido
en un primer momento por la caída de los mercados asiáticos y el desbarajuste
en Rusia, y luego por la crisis latinoamericana y mundial. La fuga de capitales
extranjeros se intensificó luego de la debacle argentina, en enero de este año,
con el temor de que también Brasil dejara de pagar su deuda externa. No logró
la calma el apoyo que al final le otorgó el Fondo Monetario Internacional (FMI)
—con un préstamo de emergencia de $30,000 millones. Los empresarios, la clase
media, los trabajadores, campesinos y desempleados temen a un futuro que
continúe aferrado a la situación cotidiana. Botaron por el cambio porque no
creen que de continuar la política actual, les depare nada bueno. Prefirieron
la esperanza —con su carga de incertidumbre— a continuar encerrados en la
arcadia del presente. No se opusieron al capitalismo, sino a la avaricia del
sector empresarial internacional. No están en contra de los fabricantes
nacionales —todo lo contrario. Lo que rechazan es la banca mundial que los
agobia.
En un artículo sobre la isla caribeña de
Granada, V. S. Naipaul narra con maestría la dignidad de una pordiosera negra,
que sin dientes, descalza, con el pelo sucio y sin peinar, entra en una tienda
de comestibles y pregunta por el precio de un paquete de bizcochos, que sabe no
puede comprar. “Todo lo que ella podía hacer con ese gesto —escribe Naipaul—
era colocar en una situación embarazosa a los que se encontraban en la tienda,
para quienes la pobreza de la mujer debía ser bien conocida”. No se puede
ignorar la miseria ajena. No es decente, como hacen los neoliberales, proclamar
que la solución a la depauperación de gran parte de la humanidad es cuestión de
tiempo: hasta que el mercado, de forma libre y espontánea, produzca cantidades
cada vez mayores de bienes.
En Brasil, una falta de regulación de los
precios y los servicios ha convencido a muchos de que su situación no ha
mejorado. No pueden pasarse la vida aguardando. Aunque el precio de adquirir un
teléfono se ha reducido substancialmente desde la privatización del servicio en
Río de Janeiro, las cuentas de los consumidores han aumentado en un 290 por
ciento. Para millones de habitantes del país, la declaración de que los ricos
crean riqueza, que a la larga termina llegando a todos, no pasa de ser un
chiste tétrico.
De acuerdo a The New York Times, en 1993 —aproximadamente un año antes de que
las reformas neoliberales comenzaran— el 44 por ciento de la población vivía
con menos de un dólar norteamericano al día. Esta cifra se redujo al 35 por
ciento en 1999, el último año del que se disponen cifras estadísticas. El que
la tasa de pobreza ha disminuido en la pasada década es una buena noticia, pero
no basta para votar en favor del candidato gubernamental, en medio de la
incertidumbre reinante. Brasil ocupa el cuarto lugar entre las naciones con
peor disparidad en la distribución de ingresos a nivel mundial. La urgencia de
los desposeídos, y el temor de los trabajadores, la clase media y los
industriales, ha influido notablemente en la elecciones. Al fracaso anterior de
todos los ensayos de proteccionismo estatal, utopías revolucionarias e
ilusiones independentistas, se ha sumado la vulnerabilidad de un sistema que hace
víctimas a los más débiles, de cualquier situación que ocurra en cualquier
lugar del mundo.
Los neoliberales se defienden explicando
que el proceso preconizado por ellos no se ha levado a cabo de forma adecuada
en Latinoamérica. Las privatizaciones de la región no han hecho más que
convertir a los monopolios públicos en monopolios privados, transfiriendo buena
parte de las ganancias a los gobernantes o los amigos de los gobernantes. Lo
que realmente se perseguía, argumentan, era la transferencia de empresas del
estado al sector privado, para de esta forma sanearlas, modernizarlas y
obligarlas a competir y a prestar mejores servicios. Tienen parte de razón en
su defensa, pero la emplean como una justificación de su ideología, en lugar de tratar de comprender las
limitaciones inherentes al concepto. En este sentido, tampoco se diferencian de
los eurocomunistas y los reformadores marxistas de finales del siglo pasado.
Mientras que la administración del
presidente norteamericano George W. Bush y el FMI han elogiado la política
económica de Brasil, los inversionistas han castigado al país con una fuga de
capitales que no cesa desde hace meses.
Esta situación no ha hecho sino beneficiar a Lula. Lo que los brasileños han
proclamado, al votar por el candidato del Partido de los Trabajadores, es una
afirmación de su independencia, al tiempo que un rechazo a la hegemonía de
Estados Unidos. En este sentido, hay un sentimiento común que une a los
desempleados con la clase media alta y los empresarios. Hay que enfatizar este
punto: al igual que en Argentina, el rechazo es hacia el sector financiero, y
no hacia los capitalistas nacionales.
Los cambios más significativos en Brasil,
de ser electo finalmente Lula, no serán de inmediato en el sector nacional —a
menos que la banca internacional le cierre por completo las puertas la
país. El Partido de los Trabajadores ya
gobernaba cinco estados, siete capitales y varias grandes ciudades, que suman
en total más de 50 millones. Tampoco el partido de Lula tendrá el control
absoluto del Congreso. Su gobierno
pondrá freno a las reformas neoliberales e incrementará el proteccionismo, pero
es difícil que logre cumplir muchas de sus promesas de campaña. En el terreno
económico, la inflación parece inevitable.
Las consecuencias internacionales son de
mayor importancia. La lucha contra la
globalización adquirirá un impulso formidable. El Foro de San Pablo contará con
un importante país para presionar en favor de sus puntos de vista. La idea de
Bush de una zona de libre comercio —que ocupe todo el continente americano, de
una punta a la otra— queda abolida. En Argentina aumentan las posibilidades de
triunfo para Adolfo Rodríguez Saá. En Uruguay ya la coalición de izquierda
(Frente Amplio) tiene el favor del 45 por ciento de la opinión. Paraguay, que
atraviesa una crisis política, se sumará al movimiento. Lula no parece ser un
nuevo Chávez. Sin embargo, el régimen de Caracas gana con contar con un amigo
al mando de la más importante nación
latinoamericana. Tampoco el dirigente sindical se vislumbra como otro Castro,
pero La Habana sale beneficiada con un aliado político. Ya se habla de una
Latinoamérica divida en dos bloques: un Bloque del Atlántico, con Brasil,
Venezuela y Cuba, como cabezas, contrario a la política estadounidense. Un
Bloque del Pacífico al otro extremo, encabezado por Chile, Colombia, Perú, y
seguido por los países centroamericanos, aliados de Norteamérica.
El efecto más negativo de Lula —de llegar
al poder como todo parece indicar— será una reivindicación de un
antinorteamericanismo vetusto, prisionero de la década de los sesenta y
setenta. Si es presidente traerá un segundo aire para una izquierda
latinoamericana que se sabía relegada por la historia y no se resignaba a
perder. Lo más sensato en este sentido sería no intentar “matar al mensajero”,
y comprender que su triunfo es el resultado del abandono —y el desprecio— de
Estados Unidos hacia los problemas de sus vecinos del Sur.
Durante los ocho años de mandato de Bill
Clinton, Latinoamérica —salvo Colombia—
apenas figuró en su agenda. Bush prometió cambiar esta situación, pero hasta el
momento —salvo de nuevo Colombia— apenas ha hecho algo al respecto, aunque hay
que reconocer en su favor que la situación generada tras los ataques
terroristas del 11 de septiembre del pasado año han complicado enormemente la
situación internacional.
De toda esta situación, el sur de la
Florida puede resultar beneficiado con una inmigración de brasileños
acaudalados buscando refugio en Miami Beach, al tiempo que perjudicado por una
disminución del turismo.
Aunque Lula ha adoptado la corbata
ejecutiva y un discurso más pausado, no deja de ser un izquierdista tradicional.
Es el regreso del cangaceiro, no del
bandido del sertao, sino del símbolo
del Cinema Novo: el mito del defensor de los desposeídos, la
esperanza campesina que llega al centro industrial del país —procedente del
nordeste campesino y empobrecido— para convertirse en obrero y recordarle a
todos que los miserables también existen.
Aunque ha tratado de suavizar su
discurso, Lula sabe que esa esperanza de justicia para los desamparados le ha
ganado millones de votos. No representa el futuro, ni para Brasil ni para
Latinoamérica, pero nos recuerda que el pasado latinoamericano de hambre y
miseria no ha dejado de existir.
Publicado en Encuentro
en la red, el martes 28 de octubre de 2002.