Todos los días se escuchan y se
leen en Miami comentarios, opiniones y declaraciones dirigidas a formular,
alentar y desear el fin del sistema que impera en Cuba. Sin embargo, ¿realmente
se beneficiaría esta ciudad en el supuesto caso que ello ocurriera? Lanzo la
interrogante desde una perspectiva económica. No es una pregunta que debe
hacerse a los patriotas, verdaderos o falsos. Comprendo además que es imposible
en esta ciudad encontrar una respuesta que no implique asumir una posición
política. Pero no deja de ser una inquietud que habrá que enfrentar, más tarde
o más temprano. Hemos visto celebrar con júbilo la enfermedad de Fidel Castro,
y una y otra vez los rumores de su posible muerte, nunca materializados pero
acogidos siempre con entusiasmo.
Con una ceguera total, aquí se ha
asistido a un cambio de gobierno en la isla, y a una renuncia, por voluntad
propia, del que por casi cincuenta años fuera Comandante en Jefe y presidente de los consejos de Estado y de
Ministros, sin ello produjera un deterioro radical de la situación política
cubana, y nos hemos quedado sin respuesta: confiando en el paso del tiempo para
resolver nuestros problemas. Los que en esta comunidad constituyen el llamado
“exilio de línea dura” siguen pensando como si Fidel Castro estuviera en el
ejercicio pleno del poder, y apostando a
su deterioro físico y mental. Son los
fidelistas perfectos. ¿Hasta que punto esa fidelidad refleja sólo un aspecto
emocional, de personas que saben que cualquier posible cambio radical en Cuba
va a alterar poco sus vidas? Porque, por el contrario, los cambios profundos en
Miami ocurrirán si realmente desaparece, no sólo el actual gobierno sino
también la ideología y la práctica que mueve a quienes gobiernan a noventa millas
de nosotros, con independencia de las simpatías o rechazos que aquí se pueden
tener al respecto.
¿Beneficiará a Miami el fin de
Castro? La respuesta optimista a esta pregunta, es que la reconstrucción de
Cuba será de provecho mutuo para la isla y el sur de la Florida. La creación de
un puente estable de intercambio empresarial, de capital y tecnología,
permitirá a muchas empresas de esta ciudad establecer filiales en el territorio
cubano y así aumentar sus operaciones, con el consecuente beneficio para quienes
laboran en éstas y tienen a su cargo las labores de dirección.
La situación de deterioro
económico, político y social en la isla —a consecuencia del obsoleto modelo que
por décadas ha impedido el desarrollo nacional—
que tendrá que enfrentar cualquier gobierno encargado de una transición
radical implicará la adopción de medidas de incentivo para atraer las
inversiones extranjeras, que inevitablemente tienen que tomar en cuenta la
existencia de los capitales idóneos para esta tarea que se encuentran en Miami.
La necesidad de una especie de
Plan Marshall a la cubana, enunciado a medias como parte del supuesto proyecto
creado por la actual administración republicana, es un principio fundamental —y
también un instrumento de propaganda que no ha logrado penetrar el escepticismo
de los habitantes de la isla— acatado por la mayoría de las organizaciones de
la comunidad exiliada.
Por un período de tiempo más o
menos largo, Miami y el sur de la Florida tendrían que darle mucho a Cuba. Más
de lo que recibirán de ella, en cualquier intercambio económico entre dos
naciones. No hay que olvidar (aunque a veces resulta difícil) que Miami forma
parte de Estados Unidos y que no estamos en una situación similar a la ocurrida
durante la unión de las dos Alemanias. Más allá de una supuesta y prometida
ayuda norteamericana, la contribución fundamental tendrá que venir de capitales
privados. Por muchas declaraciones patrióticas que escuchemos aquí, se sabe —y
los empresarios del exilio han dado pruebas de ello— que la realidad económica
se impondrá por encima de cualquier ideal declarado ante un micrófono, una
tribuna y una cámara de televisión. Esta
realidad —aceptada por los exiliados de esta cuidad, sin que haya podido
manifestarse en la práctica— no tiene necesariamente que ser del beneplácito
del resto de los grupos poblacionales que viven aquí.
¿Surgirán entonces nuevas
tensiones raciales, étnicas y políticas?
Mucho depende de la ayuda que
también esté dispuesta a aportar la administración norteamericana de turno.
Pero es indudable que el fin lógico de ciertas prerrogativas migratorias, que
en la actualidad benefician a los cubanos, será la primera exigencia a
enfrentar cuando ocurra el cambio.
Terminados los beneficios
migratorios —y sin que se produzca un pronto desarrollo económico en la isla
que atenúe la ilusión de abandonar el país para buscar una vida mejor en
Miami—, la ciudad se verá amenazada con una entrada sistemática y sin límites
de inmigrantes ilegales procedentes de Cuba, que buscarían establecerse en ella
gracias a las facilidades de los viajes turísticos y la existencia aquí de una
infraestructura familiar, de intereses comunes y similitud de origen.
Esto implicaría el surgimiento de
una población flotante, dedicada a la economía informal, que perjudicaría notablemente
los servicios educacionales y de asistencia pública, al tiempo que no
contribuirá tributariamente a las arcas locales y del estado.
En otras palabras, que en Miami
podría producirse la situación que existe en las grandes ciudades latinoamericanas.
A lo anterior hay que añadir que
las características económicas del sur de la Florida —especialmente de esta
ciudad— no dejan cabida al optimismo, respecto a la posibilidad de que un
cambio en Cuba —que implique a mediano plazo una mejora económica notable en la
isla— repercuta favorablemente en estas tierras. Incluso suponiendo de que esta
mejora se produzca —algo que de por sí requiere una fuerte dosis de optimismo—,
el sur de la Florida, y especialmente Miami, se verían afectados con el
traslado hacia La Habana de algunas de las fuentes de empleo tradicionales del
área.
Esta ciudad depende en gran
medida de la esfera de servicios. Miami, Miami Beach y Fort Lauderdale como
destinos turísticos nacionales tendrían que enfrentar la competencia cubana: una
industria que ya cuenta con una estructura hotelera en crecimiento, notables
atracciones y el incentivo adicional de precios más bajos, la cual en poco
tiempo podría incrementarse substancialmente.
Por ejemplo, las empresas de
cruceros establecidas aquí podrían ver con buenos ojos el contar con la
alternativa del puerto de La Habana como centro de operaciones. No es difícil
imaginar que cualquier gobierno en la Cuba postCastro sería más permisivo que
el norteamericano, en cuanto a muchas de las regulaciones que tienen que
cumplir estas compañías en la actualidad.
El traslado de la relativamente
importante industria del entretenimiento de Miami hacia La Habana es también
muy probable. Las firmas disqueras y la reducida industria fílmica y de vídeo
contarían en la isla con una fuente casi inagotable de talento local y un
personal capacitado. La estructura tecnológica no sería difícil de establecer
en breve tiempo, luego que se eliminen las trabas que imposibilitan su creación
en la actualidad.
A todo ello se une el hecho de
que, a la vuelta de unos pocos años, Cuba podría contar con una industria
bancaria mucho más permisiva también que la norteamericana, la cual favorecería
la creación de paraísos fiscales y el establecimiento de sedes “virtuales” de
corporaciones, con el objetivo de evadir los impuestos que tienen que pagar en
este país.
Estoy hablando de negocios
“lícitos”, aunque reprobables desde el punto de vista fiscal y ético. No me
refiero al lavado de dinero producto del narcotráfico u otras prácticas
fraudulentas, sino a una práctica que llevan a cabo muchas grandes
corporaciones norteamericanas de nombre prestigioso, que incluso cuentan con
gran número de contratos con el gobierno norteamericano y en cuyos consejos de
dirección han formado o forman parte figuras destacadas en el quehacer político
nacional, con independencia de su pertenencia a uno u otro de los dos partidos
que se alternan en el poder.
La subsidiada industria azucarera
floridana entra —hablando en igual sentido especulativo— entre las que podrían
encontrar en la isla un ambiente más propicio. Con menos regulaciones
ambientales y sin que sus propietarios tengan que invertir sumas comparables en
las labores de cabildeo.
Es más, es posible que sea
precisamente esta industria floridana una de las instituciones claves —la otra
podría ser la dedicada a la destilación y fabricación de bebidas alcohólicas— a
la hora de formar nuevas alianzas entre los gobernantes cubanos de turno y la
empresa privada.
La paradoja es que a la larga los
mayores beneficiarios con un cambio de sistema en Cuba serán los estados
norteamericanos donde la presencia de cubanos es casi ínfima o nula. Aquellos
donde se encuentran los grandes graneros del país o las granjas de producción
de cerdos y aves. Hasta los puertos de otros estados, o de otras áreas de la
Florida, tendrán un mayor comercio con Cuba que el puerto de Miami.
Al resultar imposible que la
población cubana incremente en un corto plazo su nivel adquisitivo de forma
apreciable —y los habitantes de la isla estén en capacidad de disfrutar de
viajes turísticos al extranjero—, el flujo de visitantes será hacia la isla y
no en el sentido inverso.
Aunque casi la totalidad de la
población que vive en Cuba sueña con conocer Miami en algún momento de su vida,
el supuesto fin del actual sistema político que rige en la isla podría alejar
la posibilidad de cumplir ese anhelo. Es más —paradoja de las paradojas—,
transformarlo en un imposible. Muchos familiares y amigos, que en la actualidad
no visitan la isla por motivos políticos, preferirán hacerlo antes que mandarle
el dinero a sus parientes, como ocurre ahora, para que sean éstos los que
viajen a Miami. Ir a Cuba a verlos resultará más barato que traerlos aquí.
Cabe entonces otra pregunta más
realista: ¿Cómo debe enfrentar esta ciudad la nueva situación —que por el
momento no deja de ser también un supuesto— de que se produzca en la isla un
cambio no traumático y paulatino, pero que implique una transformación básica
de los requerimientos, actitudes y actuaciones que hasta el momento determinan
los nexos de las dos comunidades separadas por el estrecho de la Florida?
En la medida en que la poderosa
clase empresarial de origen cubano pueda lograr, de forma directa e indirecta,
cierta influencia en la isla, el cubanoamericano común y corriente mantendrá
sus vínculos afectivos, aunque la política pasará a ser un aspecto menos
importante en su vida (una transformación que ya viene ocurriendo).
Más allá de cualquier premisa
política, al tiempo en que Cuba lleve a cabo una transformación, no importa lo
larga y compleja que esta sea, y siempre de que ocurra de forma pacífica
—garantizando un clima de seguridad al establecimiento de capitales procedentes
del exterior—, el sur de la Florida será un factor clave a la hora de tomar las
decisiones que determinen la política exterior norteamericana respecto a la
isla.
Al igual que ocurre en el caso de
Israel, estas decisiones tendrán que tomar en cuenta dos aspectos
fundamentales: las consecuencias para Estados Unidos y las consecuencias dentro
de esta nación. Miami no perderá su carácter cubano, pero los que llegaron
antes y los que sigan atravesando el estrecho de la Florida, no podrán ejercer
esa disyuntiva borrosa, entre ser exiliados e inmigrantes, que se practica a
diario en esta ciudad. El exilio ha resultado un gran negocio para unos pocos.
Para la mayoría una vida de frustraciones y esperanzas.
Durante muchos años Miami ha sido un refugio,
con las ventajas de una isla desierta y sin los inconvenientes de una isla
desierta. Una ciudad que se convirtió de resort en la “capital del exilio
cubano”, pero que —para la mayoría de los turistas que la visitan y alimentan
una de las industrias principales de la zona— no deja de ser un sitio de
veraneo: la dualidad que define la ciudad. Un lugar escindido, que refleja la
bipolaridad afectiva, la conducta dividida, la personalidad por momentos
esquizoide de gran parte de sus habitantes de origen cubano.
De ahí que muchos miembros de
esta comunidad, sobre todo los que llegaron en las primeras décadas, se nieguen
con razón o sin ella a ser catalogados de inmigrantes y reclamen siempre el
título de exiliado, acosados por las disyuntivas entre ambos modelos, aunque a
veces, por su actuación y vida diaria, esta disyuntiva parezca no preocuparles
mucho. Por eso actúan como si tuviera múltiples personalidades. La publicidad y
la propaganda se mezclan indisolubles en su vida. La arenga y la discusión
política con la tarjeta de negocios y el comercial. Acuden a los actos
políticos y están pendiente de las noticias de la radio, pero no despegan el
ojo de la caja contadora. Por otra parte, sus hijos, nietos y bisnietos son
norteamericanos por nacimiento y cultura.
La vida en un país libre, aunque
uno sea un desterrado, implica una flexibilidad en las decisiones que va más
allá de la posibilidad de elegir entre las diversas marcas de pasta de
diente y jabón de baño. En una ciudad
donde cada cual (negro, anglo, latinoamericano, caribeño) tira para sí, el
exiliado cubano pasa los días ocupado en un tira y encoge que al mismo tiempo
jala con fuerza hacia el pasado, el presente y el futuro de una Cuba que existe
sólo para él. Lo ideal sería que pudiera acomodar mejor la realidad y el deseo.
Pero para lograrlo sería necesario un esfuerzo mayor al que en este momento
realizan tanto Washington como La Habana.
Nada de lo anterior significa un olvido suave
o una renuncia paulatina. En muchos casos, el país de origen llega a estar más
cercano a una carga emocional y económica que una esperanza perdida. Aunque no
se abandonará el empeño de influir en su destino pese a la distancia. Una
condición irracional, que no depende de cifras demográficas. Los cubanos y los
hebreos estamos destinados a ser una minoría que hace sentir su presencia.
Ningún cubano estará nunca dispuesto a dejar a un lado la algarabía y la isla
renunció a un destino plácido cuando surgió de entre las aguas. Pero es
posible, vale la esperanza, de que en un futuro no muy lejano se pueda lograr
un mayor acercamiento y entendimiento, que no será un destino común, sino más
bien dos esferas con muchos puntos de contactos.