martes, 13 de enero de 2015

Lo mejor o lo peor de Obama está aún por verse


El reto fundamental que enfrenta Obama —y como consecuencia el Partido Demócrata— es dar pasos concretos y exitosos para disminuir la desigualdad social, no solo en base a un crecimiento sostenido —algo que ya ha conseguido—, sino a través de medidas que logren que ese desarrollo se transforme en la práctica en un aumento del nivel de vida de la clase media.
En este sentido, lo fundamental sería lograr superar el viejo esquema de distribución de la riqueza por otro más acorde a la época actual de expansión de la riqueza no solo para unos pocos. Puede parecer lo mismo, pero no lo es. Mientras que una distribución de la riqueza depende en buena medida de la adopción de una legislatura que favorece la justicia social —algo positivo en esencia pero que de inmediato enfrenta una confrontación ideológica en este país—, la expansión de la riqueza tendría su fundamentación en la creación de oportunidades y capacitación laboral, incremento del número de profesionales y facilidades empresariales.
Solo así podrían librarse Obama y los demócratas de la acusación repetida a diario por los republicanos, que buscan sacar el mayor provecho político de un problema que en realidad ellos crearon-
La culpa de la creciente desigualdad en este país no es del actual mandatario. Todo empezó décadas atrás, con el gobierno de Ronald Reagan, que se caracterizó por destruir muchos de los frenos que por décadas impidieron una acumulación desproporcionada de riqueza, los límites a las grandes corporaciones y estableció que la avaricia no era un mal sino una virtud. Por otra parte, no solo los políticos son responsables de esta situación, sino también quienes los eligieron. Echarles la culpa a los ricos y a los ejecutivos es una fórmula demasiado simplista y agotada. No es que los supuestos ideológicos para colocar a la avaricia como el principal motor del desarrollo económico no existieran desde mucho antes, sino que los diques sociales y políticos que la contenían fueron derribados. Así, el culto a la riqueza del protestantismo fue convertido en rapacidad institucionalizada, no solo para ser ejercida hacia el exterior sino desde dentro.
Los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos. Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan) y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, pero en 1995 beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y al nuevo Congreso republicano.
La mayoría de los norteamericanos acogieron con satisfacción la reforma del sistema de asistencia social, al que culparon de gran parte de los problemas económicos del país, aunque tal medida solo le ahorró al país mucho menos del uno por ciento del producto nacional bruto. Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos beneficiaban principalmente a los ricos tuvieron poco efecto en las urnas y cualquier propuesta para regular los negocios fue inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o anticuada.
El auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separa a los ricos y los pobres. De pronto, el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza hasta los directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas.
Cuando aspiraba a la presidencia por vez primera, Obama dejó claro que la culpa no solo había que buscarla en Reagan y la familia Bush, sino también en Clinton. La casi aspiración de Hillary Clinton a la candidatura demócrata traerá de nuevo a colación el problema, y lo que han hecho o no los demócratas, y en especial Obama, para solucionar el problema. El futuro del Partido Demócrata está de momento en sus manos.
No es la primera vez que esto ocurre en la nación norteamericana. No hay que pensar que será la última. Estados Unidos parece condenado al péndulo entre los intereses públicos y los privados. Pasó durante la época dorada a finales del siglo XIX, en la década del veinte en el siglo XX. Vuelve a comienzos de esta centuria. El engrandecimiento de las corporaciones, la especulación y las ganancias financieras exorbitantes, que revientan como una burbuja, y la crisis económica resultante que llevó al establecimiento de nuevas regulaciones.
Ahora está por verse si la solución del problema es dar un paso adelante o volver al pasado.
En este sentido resultan pertinentes las críticas formuladas por la senadora demócrata por Massachusetts, Elizabeth Warren. Si bien la legisladora no tiene posibilidades de llegar a la presidencia —y lo ha descartado, algo que por otra parte no constituye aún una última palabra— representa un reclamo a tomar en cuenta.
Warren se ha destacado por una actitud crítica frente a Wall Street, más avanzada que la que ha caracterizado a Obama y aun mucho más distante de la que es posible esperar de Hillary Clinton, si se toma en cuenta el historial del matrimonio Clinton.
Y es precisamente en este punto donde radica uno de los fallos de la presidencia de Obama que el sector más de izquierda dentro de su partido le va a reclamar al nuevo candidato presidencial.
Si bien por una parte el gobierno de Obama ha adoptado regulaciones al capital financiero —algo muy criticado por los republicanos— en la práctica el último presupuesto para este país, firmado por Obama. fue hecho casi a la medida para el capital financiero.
Por supuesto que el “conservadurismo” de Obama no ha resultado contrario a los ideales de quienes desean mayor justicia social sin recurrir para ello a la conocida inutilidad de los intentos revolucionarios. Pero ello no basta.
La inversión de términos ocurrida durante la última década, en el campo político, ha contribuido a enmascarar, con el disfraz de la ideología, a quienes se han apropiado no solo de las tácticas más radicales —hay mucho de trotskismo en el neoliberalismo y en el Tea Party—, sino también a sus opositores.
Más allá de las posiciones ideológicas, la realidad social y económica de Estados Unidos está presente con tal fuerza, que de momento todo indica que resultará imposible colocarla en un segundo plano, como ocurrió durante la campaña para la reelección de George W. Bush. A menos que se produzca un atentado terrorista de grandes proporciones, dentro de dos años los norteamericanos elegirán al nuevo presidente a partir de sus problemas domésticos. Y éstos no son pocos.
En la actualidad, más del cuarenta por ciento del ingreso total de la población estadounidense está en manos del diez por ciento de quienes reciben mayores ingresos en el país. Las cifras son similares a las existentes en los años veinte del siglo pasado, que luego fueron reducidas hasta finales de los setenta. El uno por ciento de las familias más acaudaladas poseen en la actualidad más del cuarenta por ciento de todos los medios económicos, entre ellos viviendas e inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra en años anteriores a 1929. Como señaló hace pocos años el exasesor republicano Kevin Phillips, en su libro Wealth and Democracy, Estados Unidos ha regresado a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie y Morgan de finales del siglo XIX.
Como consecuencia, la separación en ingresos entre los muy ricos y el resto de la población se ha elevado a niveles nunca vistos desde las décadas de los veinte y treinta del pasado siglo.
Luego, con el "contrato con América" de Gingrich, disminuyeron las posibilidades de regulación del mercado, al adoptarse medidas que dificultaron demandar a una compañía que brinde información inadecuada a sus inversionistas. Tras la debacle financiera en que culminó la presidencia de George W. Bush, se establecieron medidas de ajuste tendientes a eliminar la repetición de errores, pero poco o nada se ha hecho para disminuir la desigualdad.
La actual filosofía de riqueza desmedida tiene su origen en la abolición de controles financieros y regulaciones económicas, característica del neoliberalismo, pero va más allá. Fue causa y efecto de esa revolución iniciada por Reagan, continuada por Gingrich y culminada durante los dos períodos presidenciales de Bush. Sin embargo, los cambios de procedimiento no han alterado su esencia.
Al inicio del gobierno de Obama se pensó que el péndulo político había comenzado a moverse en dirección contraria, pero en la práctica ambos mandatos de Obama se han visto obstaculizados en buena medida por un Congreso caracterizado por la ineficiencia y la parálisis. Quizá esta situación cambie en cierto sentido ahora, que los republicanos se muestran empeñados en demostrar que saben hacer algo más que obstaculizar. Queda por ver si este esfuerzo culminará en la mejora del nivel de vida del estadounidense promedio. Si lo logran, el conservadurismo reformista habrá demostrado su fuerza y tendrá posibilidades de imponerse en las urnas para la elección presidencial, si logra antes un candidato adecuado. Falta también por ver cuánto es capaz de hacer Obama, en buena medida en contra de un Congreso empeñado aún en descarrilar sus esfuerzos. 

domingo, 4 de enero de 2015

Beneficios propios, pérdidas sociales


Bernard de Mandeville acuñó los principios liberales en una frase de éxito: “Vicios privados, beneficios públicos”. De hacerlo ahora, otra expresión encajaría mejor sobre lo que en los últimos años viene ocurriendo en Estados Unidos y Europa: a la hora de las ganancias hay que respetar al capital privado, pero al llegar el momento de las pérdidas, ahí está el Estado benefactor corporativo para cargar las cuentas sobre las espaldas de los contribuyentes.
“Quien está en contra de los bancos está en contra de Estados Unidos”, le dice el banquero al joven fugitivo en La Diligencia. Pero al final el banquero resulta un truhán y el fugitivo es el héroe. Lástima que la justicia solo se encuentre en las viejas películas.
Alexander Pope dijo en una ocasión que el verdadero amor a uno mismo y a lo social eran la misma cosa. Desde entonces, más de un economista sabio y un charlatán pícaro han elaborado un tratado o brindado una conferencia elogiando las bondades de la libertad del mercado, como solución a todos los problemas.
En Latinoamérica estos señores del mercado proliferaron en la década de los noventa, para fracasar estruendosamente en poco tiempo. Luego le tocó el turno a Estados Unidos, donde el mal es endémico, sufrir una erupción virulenta de neoliberalismo. Después asistimos ahora al final de la racha, pero es a los pobres y a la clase media a quienes les ha tocado rascarse, y lo siguen haciendo.
Desde el punto de vista histórico, el liberalismo surge como una superación del estado mercantilista, con una economía de libre mercado, basada en la división del trabajo, carente de influencias teleológicas e impulsada por el egoísmo individual, que terminaría encauzando al egoísmo hacia el bienestar social: el hombre está obligado a servir a los otros a fin de servirse a sí mismo. Olvida este enunciado que el egoísmo se expresa en la avaricia. La ganancia sin límites se persigue a diario, más allá de las preferencias partidistas, sin considerarse un vicio y elogiándose como una virtud: sin pudor ni decencia.
Pero estos enunciados liberales presuponen un racionalismo económico que en la práctica es imposible de alcanzar o mantener. El ser económico de la conceptualización liberal es propio de la filosofía de la Ilustración: un ser racional cuya irracionalidad es vista como un defecto y no como parte integrante del mismo. Lo cierto es que si teóricamente en una economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por la simple oferta y demanda sino también por la propaganda y la prensa en general, los grupos de intereses que influyen en los órganos de gobierno y fundamentalmente las grandes corporaciones que en la práctica actúan como lo que son: controladores del Estado. No solo las corporaciones multinacionales dominan la escena económica norteamericana, sino que la burocracia gubernamental y la corporativa son intercambiables.
Cuando los neoliberales, los neocons o los conservadores reformistas hablan de disminuir el papel del Estado paternalista, regulador y mercantilista, tras sus palabras está el afán de desmontar cualquier mecanismo de protección y ayuda a la población, para imponer con absoluta libertad sus proyectos de beneficio personal. El debate sobre el papel del Estado en los procesos económicos tuvo dos vertientes durante la segunda mitad del siglo pasado. En la primera y de mayores consecuencias políticas fue un enfrentamiento entre capitalismo y socialismo. Pero también se desarrolló, y de forma destacada, dentro del mismo sistema capitalista. Ambas están, por otra parte, íntimamente relacionadas.
La intervención del Estado, a fin de prevenir y solucionar las crisis económicas, fue la solución propugnada por John M. Keynes para precisamente salvar al capitalismo y evitar un estallido social que llevara a una revolución socialista. Se aplicó con éxito en este país durante muchos años. Luego le llegó el turno a Milton Friedman, y sus principios fueron aplicados con mayor o menor eficacia por los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, así como por el equipo económico imperante durante la dictadura de Augusto Pinochet.
Con la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, los neoliberales volvieron al poder como los herederos perfectos de la teoría que lo dejaba todo en manos del mercado, y todo acaba en una gran recesión y una enorme crisis financiera.
De forma limitada Barack Obama aplicó el keynesianismo. Pero aunque Estados Unidos logró salir de una profunda crisis laboral y financiera —en parte gracias a la política gubernamental y en parte también por las características cíclicas del sistema— el mejoramiento de la situación económica solo ha llegado de forma extremadamente limitada a la clase media y los pobres. Quiere esto decir que de nuevo la economía estadounidense marcha a la cabeza del mundo, el desempleo ha disminuido sustancialmente y el déficit se ha reducido, así como la dependencia energética, pero ni la mesa ni al bolsillo del ciudadano de a pie se han visto beneficiados como en ocasiones anteriores, al superar el país una recesión.
Lo que vuelve a colocar sobre el tapete las necesidades de la clase media, que de momento y con dos años por delante hasta la próxima elección presidencial, constituye hoy lo que se avizora como el tema fundamental de la próxima campaña electoral (en dependencia, por supuesto, de lo que ocurra en la arena internacional).
En este sentido, no solo la creación de empleos, sino de puestos de trabajo bien remunerados y facilidades al pequeño empresario, dominarán buena parte del debate político en los próximos meses.
Cuando un republicano habla de la creación de empleos, por lo general se remite a dos aspectos.
El primero es otorgarles todo tipo de ventajas a los inversionistas y empresarios, como una forma de alentarlos a “crear empleos”, lo que se traduce en menos regulaciones, desde las que tienen que ver con el medio ambiente hasta las condiciones específicas en que se realiza la labor.
La decisión al respecto, la cifra de posibles puestos de trabajo y el grado de explotación a que serán sometidos los empleados queda por completo en manos de los inversionistas o los capitalistas en general.
El segundo es la mayor rebaja posible de impuestos a esos mismos capitalistas, ya sean nuevos inversionistas, propietarios de viejas instalaciones o empresarios en busca de oportunidades.
El problema es que muchos de estos privilegios pueden resultar provechosos, para el enriquecimiento aún mayor de unos pocos, pero de poca o nula efectividad en la creación de empleos.
Sin embargo, el intentar una mayor participación del Estado en los procesos económicos ―salvo en lo que se refiere a un número de regularizaciones básicas, que desde la época de Ronald Reagan se fueron desestimando, tanto por demócratas como por republicanos― no ha brindado los resultados esperados.
Este ha sido fundamentalmente uno de los principales fracasos de los gobiernos socialdemócratas y de corte progresista, durante la década en Europa, pero también de algunos de tendencia derechista e incluso neoliberal, tanto del viejo continente como aquí en EEUU, para volver al ejemplo del gobierno de Bush.
La forma tradicional en que un gobierno puede crear empleos es aplicando medidas keynesianas. Esto es lo que han hecho tanto gobiernos demócratas como republicanos en los últimos años. Lo hizo George W. Bush y lo repitió, a gran escala, Barack Obama. En ambos casos fracasaron.
También el gobierno de Zapatero aplicó el keynesianismo en España, mientras le duró el dinero, con iguales malos resultados
Lo que resulta preocupante, en este sentido, es que en Europa la ecuación se ha invertido: en lugar del Estado ―y en última instancia los gobiernos― ejercer una función del control sobre el mercado, lo que en la actualidad rige es lo opuesto: los mercados determinan quién gobierna o no.
La situación creada es el desarrollo de algo parecido a un “tercermundismo” europeo. En vez de Latinoamérica mirar hacia Europa, como fue tradicionalmente, da la impresión que son algunos países europeos los que están mirando a los ejemplos latinoamericanos, y en este caso hay que agregar que son “malos ejemplos”.
Los casos más notables son los de Grecia y España, donde el populismo de izquierda cobra cada vez mayor fuerza. Al mismo tiempo, también viene desarrollándose un populismo de derecha —en Francia, Suiza y también en Grecia, por ejemplo— que provoca conmociones en el ambiente político, pero que de momento no tiene posibilidades de llegar al poder, aunque sí han logrado en diversas naciones una presencia parlamentaria.
Pero en Grecia y España la izquierda radical y populista sí cuenta con posibilidades reales de alzarse con el poder en las urnas. En Grecia el primer partido en intención de voto es el izquierdista Syriza, que cuenta con alrededor del 30% de partidarios, según la última encuesta, Mientras, en España Podemos se ha convertido en una fuerza política de primer orden.
Los últimos sondeos oficiales, difundidos en noviembre, le otorgan a Podemos la tercera posición, por detrás de los socialistas y del Partido Popular, que ganaría aunque perdería la mayoría absoluta que tiene en la actualidad.
El PP obtendría un 27,5% de los votos, el PSOE un 23,9% y Podemos alcanzaría un 22,5%, según estos sondeos.
Una encuesta publicada el domingo por La Razón indica que el gobernante Partido Popular volvería a ganar las elecciones en España.
A menos de un año para los comicios, el barómetro electoral elaborado por NC Report para el diario conservador sitúa al PP al frente con un 28,6% de la intención de voto, seguido del PSOE con un 23,4% y Podemos con un 23,2%.
De momento, la clave electoral española se define en Grecia. Los resultados de la votación presidencial en ese país, a celebrarse el próximo 25, y un posible triunfo de Syriza, servirán de guía a los españoles para tener una idea más clara de lo que podría ocurrirle en caso de una victoria de Podemos.
De vuelta a EEUU, lo que ocurra en los próximos dos años también podría afectar en Europa, precisamente por la paradoja del tránsito por una vía opuesta. Para proseguir con el caso español, donde la izquierda se ha multiplicado y diversificado, en perjuicio de su poder político tradicional —el PSOE— parecería estar ocurriendo lo mismo, pero dentro de la derecha, con un Partido Republicano debatiéndose entre su ala más radical y otra moderada.
Si los conservadores reformistas se consolidan dentro del Congreso y se convierte en el parámetro ideológico fundamental para las futuras presidenciales, el país experimentará un giro dentro de la derecha, hacia un conservadurismo más preocupado por los problemas de la clase media y menos ortodoxo en sus postulados.
“Hablamos demasiado de propietarios de empresas y de impuestos a las empresas y de tipos impositivos que afectan a los más ricos, y no hablamos lo suficiente de los impuestos que afectan a las familias de clase media”, dice Yuval Levin, director de la revista National Affairs y uno de los principales ideólogos de los conservadores reformistas, en un artículo ya comentado en Cuaderno de Cuba.
Pero si Levin plantea con cierta certeza que “los americanos, de izquierdas y derechas, son todos capitalistas”, de asumir los republicanos algunos de los temas tradicionales de los demócratas no tiene que traducirse necesariamente en un desarme ideológico del Partido Demócrata, sino en todo lo contrario: una radicalización.
Muestras de esa radicalización ya se han observado en la influencia creciente dentro de los votantes demócratas de la senadora por Massachusetts, Elizabeth Warren. Si bien la legisladora no tiene posibilidades de llegar a la presidencia —y lo ha descartado, algo que por otra parte no constituye aún una última palabra— representa un reclamo a tomar en cuenta.
Warren se ha destacado por una actitud crítica frente a Wall Street, más avanzada que la que ha caracterizado a Obama y aun mucho más distante de la que es posible esperar de Hillary Clinton, si se toma en cuenta el historial del matrimonio Clinton.
Y es precisamente en este punto donde radica uno de los fallos de la presidencia de Obama que el sector más de izquierda dentro de su partido le va a reclamar al nuevo candidato presidencial.
Si bien por una parte el gobierno de Obama ha adoptado regulaciones al capital financiero —algo muy criticado por los republicanos— en la práctica acaba de firmar un presupuesto hecho casi a la medida del capital financiero.
El presupuesto estadounidense para 2015 no solo recorta el gasto en educación, sanidad, obras públicas y medio ambiente y ayudas, sino que otorga privilegios a JP Morgan y Citigroup.
“De hecho, el consejero delegado de JP Morgan, Jamie Dimon, llamó personalmente por teléfono a varios congresistas para indicarles lo que la entidad quería”,  escribió Pablo Pardo en el diario español El Mundo.
No consta si les dictó los párrafos, en parte porque, según ha declarado la senadora Warren, Citigroup escribió, lisa y llanamente, esa parte del Presupuesto y luego se lo pasó al Congreso, agrega la información de El Mundo.
Queda entonces abierto la contienda, tanto para demócratas como para republicanos, en que los principios liberales vuelven a ser tema de discusión, no importa el lenguaje nuevo con que se les quiera vestir. 

Debate conservador


Un ensayo de la revista The New Republic, del 18 de febrero de 2009, declaraba el fin del conservadurismo estadounidense. En su momento consideré que era un entierro anticipado. Ahora un artículo en el diario El País, señala el surgimiento de un nuevo movimiento conservador, representado por el escritor Yuval Levin, al que considera el ideólogo de la nueva derecha norteamericana. Al igual que con el artículo de la revista estadounidense, la información del periódico español plantea ideas y hechos a tomar en cuenta, pero también dudas.
En Conservatism is Dead, Samm Tanenhaus argumentaba que una y otra vez, los conservadores habían logrado reponerse a las derrotas en Estados Unidos, pero que en ese momento el panorama que enfrentaban era mucho más devastador.
“Luego de los dos períodos presidenciales de George W. Bush, los conservadores tienen que habérselas con las consecuencias de una presidencia que fracasó, en gran medida, por su compromiso ferviente con la ideología del movimiento: su unilateralismo agresivo en la política exterior; la fe ciega en que un Wall Street ejerciendo un papel dominante y sin ser regulado en forma alguna; una desagradable y punitiva ‘guerra cultural’ contra las ‘elites’ liberales. El hecho de que esos preceptos hallan encontrado finalmente a su defensor más indefenso en la figura del senador John McCain, que se había resistido a ellos durante la mayor parte de su larga carrera, solo confirma que la doctrina del movimiento conserva un yugo inflexible y sofocante sobre el Partido Republicano”.
Más allá incluso de la victoria de Barack Obama, agregaba Tanenhaus, lo que nos indica con mayor fuerza esta debacle de los conservadores es la intensidad que está adquiriendo la idea, en la población en general, de que nos encontramos en la más aguda crisis económica desde la Gran Depresión.
Para entonces muchos derechistas habían admitido que los errores de la pasada administración fueron numerosos, pero pocos lograron ir más allá de justificarse y criticar con dureza al expresidente Bush. ¿Qué le quedaba entonces al movimiento conservador y cuál era su futuro?
En más de un comentario, Cuaderno de Cuba ha mencionado que desde hace años el Partido Republicano necesita de una valoración de sus objetivos y prioridades, y al mismo tiempo liberarse del control que sobre él viene ejerciendo la ultraderecha sureña, en especial en su vertiente más reaccionaria, dominada en buena medida por los diversos grupos y sectas evangelistas.
Desde antes de conocerse el resultado de las elecciones presidenciales que dieron el primer triunfo a Obama, se veía la necesidad de esta revisión —algunos republicanos destacados la habían señalado— y solo la presencia del expresidente Bush —primero su popularidad y luego su rechazo— la detenía.
Sin embargo, como candidato presidencial republicano, McCain no solo consideró necesario abandonar algunas de sus posiciones anteriores —como señalaba Tanenhaus—, sino buscarse para acompañar su boleta a una persona que precisamente ejemplificara eso que muchos veíamos como un mal y él y sus asesores valoraron como la última tabla de salvación: Sarah Palin.
De haber ganado McCain —y es cierto que su derrota se debió en buena medida a la agudización de la crisis económica al final de la campaña electoral—, apenas se hubiera dilatado por otros cuatro años el enfrentamiento del problema, con consecuencias aún peores.
Sin embargo, la política republicana transcurrió en esos cuatro años por un camino en que el debate no se materializó en un campo amplio de discusión de ideas, como de acción en contra no solo del gobierno demócrata sino en lo que estos republicanos —prácticamente convertidos en “rebeldes”— consideraban eran la esencia del “democratismo”. En el binomio McCain-Palin se impuso la segunda parte, y comenzó la época del Tea Party, que se ha extendido al segundo período de Obama y continúa hasta hoy: los años del ”No”.
El cambio más profundo en este sentido, que se iniciará cuando el martes el Partido Republicano establezca un amplio control del Congreso, es que en los próximos dos años se verá una batalla dentro del republicanismo que está aún por definir, y es entre el ala más radical dentro de ese partido y lo que aún puede considerarse su Establishment.
De que los nuevos conservadores como Levin tratan de romper esta dicotomía da buena cuenta el artículo del diario español.
“Ahora llega el reformismo conservador, que no reniega del Tea Party, pero lo corrige. Yuval Levin, nacido hace 37 años en Israel y emigrado a EEUU cuando era niño, se declara un ‘fan’ del Tea Party, pero señala que tanto este movimiento como el Partido Republicano, ‘se han centrado demasiado en lo que había que frenar y no en lo que había que hacer’”, señala Marc Bassets en El País.
Pero el asunto no es tan simple, porque no se es “fanático” del Tea Party como si se tratara simplemente de un equipo de baloncesto, y precisamente el grupo se ha caracterizado por un celo ideológico que en muchos casos lo acerca a una secta. Por lo tanto queda por ver la otra cara del asunto, y es si los miembros del Tea Party van a ser “fanáticos” del llamado “reformismo conservador”. De entrada, y al igual que ocurre con cualquier fanático —deportivo o no deportivo, y sin comillas— el reformismo siempre implica cierto compromiso que los del Tea Party rechazan.
Paréntesis cubano
Analizar el ascenso y la caída del movimiento conservador en Estados Unidos tiene además, en el caso de los cubanos, un valor especial. La imagen que en buena medida el exilio de Miami proyecta, las actividades de sus miembros que más se reflejan en la prensa y la tendencia ideológica que de forma cada vez más enfática vienen transmitiendo los legisladores nacionales cubanoamericanos es en la actualidad un calco más o menos fiel de esta corriente en algunos de sus miembros —cuando aspiraba llegar al Congreso, el senador Marco Rubio fue identificado en una portada de la revista de The New York Times como “el candidato del Tea Party— mientras que otros legisladores cubanoamericanos de mayor antigüedad siempre se han caracterizado por pertenecer a un ala más moderado del partido, salvo en el tema cubano.
En igual sentido, el conocer mejor las causas y efectos de lo que a primera vista es una situación norteamericana típica, sirve también para ver los puntos débiles, las virtudes y los errores en que han incurrido la mayoría de las organizaciones exiliadas al fijar su posición respecto al futuro de Cuba.
Queda así apenas enunciado un tema al que vale la pena volver.
Conservadores y neocons
Para Tanenhaus, el movimiento conservador estaba exhausto y posiblemente muerto, pero ello se traduciría fundamentalmente en un beneficio para la derecha, ya que por largo tiempo este había sido —en sus ideas, argumentos, estrategias, y sobre todo en su visión—, de manera profunda y desafiante, anticonservador.
Agregaba que tras finalizar la II Guerra Mundial, el conservadurismo en EEUU había girado en torno a un debate único, repetido una y otra vez. Analizar ese debate es la mejor forma de comprenderlo.
De acuerdo a Tanenhaus, lo que se conoce como movimiento conservador norteamericano tiene su origen en las ideas del pensador y político ingles Edmund Burke, quien a finales del siglo XVIII postulaba que el gobierno debía nutrirse de una unidad “orgánica”, que mantenía cohesionada a la población incluso en los tiempos de revolución.
El conservadurismo de Burke no se sustentaba en un conjunto particular de principios ideológicos, sino más bien en la desconfianza hacia todas las ideologías. En su denuncia de la Revolución Francesa, Burke no buscaba una justificación del ancien régime y sus iniquidades, pero tampoco proponía una ideología contrarrevolucionaria, sino que advertía contra todos los peligros de desestabilización que acarreaban las políticas revolucionarias.
Para Burke, lo más importante era salvaguardar las tradiciones e instituciones establecidas en lo que él llamaba “sociedad civil”. Ante el peligro de destruir lo viejo, era mejor tratar de enmendarlo con cautela.
En este sentido, el debate conservador se había situado entre los que se mantenían fieles a la idea de Burke —de enmendar la sociedad civil mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes en cada momento— y quienes buscaban una contrarrevolución revanchista. Y una y otra vez, habían ganado los contrarrevolucionarios.
En el caso de EEUU, lo que buscaban esos contrarrevolucionarios era destruir todas las leyes, principios y normas que llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social, asistencia pública y beneficios para los más necesitados, y volver al ancien régime, en este caso la época del capitalismo más salvaje de la década de 1920, existente antes del establecimiento del New Deal/Fair Deal de las décadas de 1930 y 1940 y de la puesta en práctica años después del concepto de la Nueva Frontera/Gran Sociedad de los años 60.
Una de las razones del avance de estas ideas contrarrevolucionarias era que habían sido elaboradas por exmarxistas, quienes cambiaron de la izquierda a la derecha, pero que no pudieron superar tanto el famoso movimiento pendular de los extremos —advertido por Hannah Arendt— como la sensación de que estaban viviendo tiempos revolucionarios. Por esas razones, creían que lo que debían mantener en alto era su fervor absolutista.
Para estos nuevos conservadores, el pensamiento marxista había sido sustituido por una política maniquea del bien y el mal.
En la actualidad, los mejores exponentes de este celo contrarrevolucionario son los neocons, y en sus orígenes —más allá de un pensamiento marxista clásico— destaca la idea trotskista  de la revolución permanente, con los postulados de llevar la democracia por el mundo con la fuerza de los cañones, que imperó durante el mandato de Bush, de una forma abierta a partir de los ataques del 9/11 y hasta que la situación en Irak, luego del derrocamiento de Sadam Husein, adquirió dimensiones catastróficas.
Estos derechistas habían ido tan lejos en sus posiciones, que no solo abandonaron cualquier vestigio de los planteamientos de Burke, sino que se convirtieron en una especie de comunistas a la inversa, colocando la lealtad al movimiento —en este caso muchos de los postulados puestos en práctica por el gobierno de Ronald Reagan—por encima de sus responsabilidades civiles durante la recién concluida administración de Bush.
Al final, Tanenhaus sostiene —y esto es algo a lo que Cuaderno de Cuba ya ha dedicado varios comentarios— que quien ganó la elección fue el candidato presidencial más comprometido con llevar a la práctica los principios de Burke, mucho más que cualquier otro político de la derecha republicana.
Levin, quien es director de la revista National Affairs y uno de los ideólogos de los conservadores reformistas, señala que el Partido Republicano actual es diferente al de la época de George W. Bush.
 “Ha sufrido varias sacudidas. No es el mismo partido que al final de los años de Bush”, señala en el artículo aparecido en El País.
 “En la política exterior es mucho más cauto ante las ambiciones agresivas y la implicación en los asuntos internos de otros países. En la política interior es un partido mucho más conservador, mucho más comprometido con un papel reducido del Estado y con un gasto público inferior, y más preocupado por el déficit”, agrega.
La agenda doméstica
En este debate hay otros aspectos a tomar en cuenta.
Uno es que el rechazo a las políticas de welfare en EEUU, por parte de buena parte de la población, trasciende la política y la ideología en su sentido más estrecho. Tiene desde implicaciones raciales hasta un fundamento en la creencia nacional de que cualquier persona puede ser un triunfador.
Analizar esta creencia, cuánto hay de realidad, cuánto de mito, implica desde cambios en la inmigración, que ha estado llegando a esta nación en los últimos cincuenta años, hasta la existencia de una serie de estereotipos establecidos desde hace mucho tiempo y reforzados particularmente por la televisión y el cine.
Otro es que si bien los neoliberales y libertarios no solo han abandonado las ideas de Burke, sino también lo han traicionado, al político inglés tampoco le ha ido muy bien con la otra rama del conservadurismo que sí se mantiene fiel a sus postulados, y es el sector tradicionalista.
En la actualidad el tradicionalismo es más una reacción a la fragmentación y la inseguridad de la sociedad capitalista postindustrial que un movimiento con gran alcance. Más allá de la sinceridad de una parte de sus miembros, las apelaciones políticas a la familia y los valores tradicionales no pasan de ser pura demagogia.
En este sentido, Levin insiste en la dimensión moral, espiritual de la política, y lamenta el carácter economicista y utilitario de los debates en Washington.
“No hablamos lo suficiente en la vida pública de las virtudes que permiten una vida floreciente”, dice al periódico español. Instituciones como la familia y la religión son fundamentales en esta visión arraigada en los valores de la derecha.
Sin embargo, aquí sus opiniones pueden ser consideradas algo ingenuas, en el mejor de los casos.
La explicación es sencilla —y aquí sí se cumplen los postulados marxistas—, ya que no se puede apelar constantemente a estos valores en una sociedad donde imperan no solo el consumo sino la frecuente movilidad laboral, por no hablar del desempleo. La base económica no se corresponde con una superestructura tradicional, que tanto en Burke como en otra época en EEUU se vinculaba fundamentalmente a una sociedad agraria. La globalización y el tradicionalismo no ligan.
Otra cuestión es que el recurrente énfasis del Tea Party a la familia y el individuo frente al gobierno —y en última instancia el Estado— no refleja un sentimiento humanitario y mucho menos solidario. Todo lo contrario, donde encaja mejor es dentro de una tendencia a valorar positivamente la avaricia que inició su desarrollo —como valor socialmente aceptado— durante la época de Reagan. No es que antes no existiera la avaricia, que data de muchos siglos atrás, sino que no se admitía su exaltación pública.
“El Gran Debate”
Levin considera que los actuales debates entre derecha e izquierda, entre conservadores y progresistas, entre republicanos y demócratas, se fraguaron entre 1770 y 1800. Le ha dedicado un libro al tema: The Great Debate.
Cree que todo empezó en la pelea entre los políticos y pensadores británicos Edmund Burke y Thomas Paine, un reflejo de la tensión entre cambio y preservación del statu quo.
Burke abogaba por la cautela y el progreso paulatino. Paine, que aunque nació en Inglaterra se considera un intelectual radical y revolucionario estadounidense ,se entusiasmó con la Revolución.
“Burke refleja una visión de la sociedad fundamentada en la tradición, que respeta las instituciones establecidas porque estas poseen una mayor sabiduría de la que pueda alcanzar nuestra destreza técnica”, dice. La de Burke es la tradición de la derecha, aunque políticos como el presidente Barack Obama —un político cauto y partidario de los pequeños pasos— se han declarado burkeanos, agrega en El País.
“En América”, dice Levin, “los conservadores conservan una tradición que empezó en la revolución”.
Para Levin, el legado de Reagan sigue definiendo las propuestas republicanas en política fiscal, que prohíben cualquier subida de impuestos y protegen a los emprendedores y a los más ricos como origen de la riqueza que después se expande al resto de la sociedad.
“Hablamos demasiado de propietarios de empresas y de impuestos a las empresas y de tipos impositivos que afectan a los más ricos, y no hablamos lo suficiente de los impuestos que afectan a las familias de clase media”, agrega Levin.
¿Debate ideológico o estrategia política?
Si esta ideología consigue imponerse dentro del Partido Republicano —lo que está por verse— el candidato presidencial ideal para las próximas elecciones es el exgobernador de la Florida Jeb Bush.
Se asistiría entonces a una representación ampliada de uno de los temas fundamentales en los debates presidenciales entre Obama y el aspirante presidencial republicano Mitt Romney, y que se convirtió en tema fundamental de ambas campañas: el bienestar de la clase media.
Aún falta mucho para llegar allí, y antes un posible aspirante a la candidatura, como Bush, tendría que superar la prueba más difícil: cómo vencer con ideas moderadas en una elección primaria dentro de su propio partido, que en la última elección se caracterizó por los extremos  y no precisamente por el reformismo moderado.
Precisamente fue esta cuestión la que llegó a convertirse en el talón más débil de Romney, que tras convertirse en candidato tuvo que pasar el tiempo haciendo piruetas de su extremismo anterior a una modelación oportuna.

La única manera de salvar este escollo, para los republicanos, es que en los próximos dos años se logre una transformación que haga ver —no solo entre los votantes sino en las poderosas fuerzas de financiamiento electoral— que la moderación es la carta de triunfo. Entonces lo que ahora se inscribe como debate ideológico se transformará en estrategia política, probar en las urnas. Mientras tanto, queda abierto un necesario debate dentro del conservadurismo estadounidense.