Un ensayo de la revista The New Republic, del 18 de febrero de
2009, declaraba el fin del conservadurismo estadounidense. En su momento
consideré que era un entierro anticipado. Ahora un artículo en el diario El
País, señala el surgimiento de un nuevo movimiento conservador,
representado por el escritor Yuval Levin, al que considera el ideólogo de la
nueva derecha norteamericana. Al igual que con el artículo de la revista
estadounidense, la información del periódico español plantea ideas y hechos a
tomar en cuenta, pero también dudas.
En Conservatism
is Dead, Samm Tanenhaus argumentaba que una y otra vez, los conservadores
habían logrado reponerse a las derrotas en Estados Unidos, pero que en ese
momento el panorama que enfrentaban era mucho más devastador.
“Luego de los dos períodos presidenciales
de George W. Bush, los conservadores tienen que habérselas con las
consecuencias de una presidencia que fracasó, en gran medida, por su compromiso
ferviente con la ideología del movimiento: su unilateralismo agresivo en la
política exterior; la fe ciega en que un Wall Street ejerciendo un papel
dominante y sin ser regulado en forma alguna; una desagradable y punitiva
‘guerra cultural’ contra las ‘elites’ liberales. El hecho de que esos preceptos
hallan encontrado finalmente a su defensor más indefenso en la figura del
senador John McCain, que se había resistido a ellos durante la mayor parte de
su larga carrera, solo confirma que la doctrina del movimiento conserva un yugo
inflexible y sofocante sobre el Partido Republicano”.
Más allá incluso de la victoria de Barack
Obama, agregaba Tanenhaus, lo que nos indica con mayor fuerza esta debacle de
los conservadores es la intensidad que está adquiriendo la idea, en la
población en general, de que nos encontramos en la más aguda crisis económica
desde la Gran Depresión.
Para entonces muchos derechistas habían
admitido que los errores de la pasada administración fueron numerosos, pero
pocos lograron ir más allá de justificarse y criticar con dureza al expresidente
Bush. ¿Qué le quedaba entonces al movimiento conservador y cuál era su futuro?
En más de un comentario, Cuaderno de Cuba ha mencionado que desde
hace años el Partido Republicano necesita de una valoración de sus objetivos y
prioridades, y al mismo tiempo liberarse del control que sobre él viene
ejerciendo la ultraderecha sureña, en especial en su vertiente más
reaccionaria, dominada en buena medida por los diversos grupos y sectas
evangelistas.
Desde antes de conocerse el resultado de
las elecciones presidenciales que dieron el primer triunfo a Obama, se veía la
necesidad de esta revisión —algunos republicanos destacados la habían señalado—
y solo la presencia del expresidente Bush —primero su popularidad y luego su
rechazo— la detenía.
Sin embargo, como candidato presidencial
republicano, McCain no solo consideró necesario abandonar algunas de sus
posiciones anteriores —como señalaba Tanenhaus—, sino buscarse para acompañar
su boleta a una persona que precisamente ejemplificara eso que muchos veíamos
como un mal y él y sus asesores valoraron como la última tabla de salvación: Sarah
Palin.
De haber ganado McCain —y es cierto que
su derrota se debió en buena medida a la agudización de la crisis económica al
final de la campaña electoral—, apenas se hubiera dilatado por otros cuatro
años el enfrentamiento del problema, con consecuencias aún peores.
Sin embargo, la política republicana
transcurrió en esos cuatro años por un camino en que el debate no se
materializó en un campo amplio de discusión de ideas, como de acción en contra
no solo del gobierno demócrata sino en lo que estos republicanos —prácticamente
convertidos en “rebeldes”— consideraban eran la esencia del “democratismo”. En
el binomio McCain-Palin se impuso la segunda parte, y comenzó la época del Tea
Party, que se ha extendido al segundo período de Obama y continúa hasta hoy:
los años del ”No”.
El cambio más profundo en este sentido,
que se iniciará cuando el martes el Partido Republicano establezca un amplio
control del Congreso, es que en los próximos dos años se verá una batalla
dentro del republicanismo que está aún por definir, y es entre el ala más
radical dentro de ese partido y lo que aún puede considerarse su Establishment.
De que los nuevos conservadores como Levin
tratan de romper esta dicotomía da buena cuenta el artículo del diario español.
“Ahora llega el reformismo conservador,
que no reniega del Tea Party, pero lo corrige. Yuval Levin, nacido hace 37 años
en Israel y emigrado a EEUU cuando era niño, se declara un ‘fan’ del Tea Party,
pero señala que tanto este movimiento como el Partido Republicano, ‘se han
centrado demasiado en lo que había que frenar y no en lo que había que hacer’”, señala Marc Bassets en El
País.
Pero el asunto no es tan simple, porque
no se es “fanático” del Tea Party como si se tratara simplemente de un equipo
de baloncesto, y precisamente el grupo se ha caracterizado por un celo
ideológico que en muchos casos lo acerca a una secta. Por lo tanto queda por
ver la otra cara del asunto, y es si los miembros del Tea Party van a ser
“fanáticos” del llamado “reformismo conservador”. De entrada, y al igual que
ocurre con cualquier fanático —deportivo o no deportivo, y sin comillas— el
reformismo siempre implica cierto compromiso que los del Tea Party rechazan.
Paréntesis
cubano
Analizar el ascenso y la caída del
movimiento conservador en Estados Unidos tiene además, en el caso de los
cubanos, un valor especial. La imagen que en buena medida el exilio de Miami
proyecta, las actividades de sus miembros que más se reflejan en la prensa y la
tendencia ideológica que de forma cada vez más enfática vienen transmitiendo
los legisladores nacionales cubanoamericanos es en la actualidad un calco más o
menos fiel de esta corriente en algunos de sus miembros —cuando aspiraba llegar
al Congreso, el senador Marco Rubio fue identificado en una portada de la
revista de The New York Times como
“el candidato del Tea Party— mientras que otros legisladores cubanoamericanos
de mayor antigüedad siempre se han caracterizado por pertenecer a un ala más
moderado del partido, salvo en el tema cubano.
En igual sentido, el conocer mejor las
causas y efectos de lo que a primera vista es una situación norteamericana
típica, sirve también para ver los puntos débiles, las virtudes y los errores
en que han incurrido la mayoría de las organizaciones exiliadas al fijar su
posición respecto al futuro de Cuba.
Queda así apenas enunciado un tema al que
vale la pena volver.
Conservadores
y neocons
Para Tanenhaus, el movimiento conservador
estaba exhausto y posiblemente muerto, pero ello se traduciría fundamentalmente
en un beneficio para la derecha, ya que por largo tiempo este había sido —en
sus ideas, argumentos, estrategias, y sobre todo en su visión—, de manera
profunda y desafiante, anticonservador.
Agregaba que tras finalizar la II Guerra
Mundial, el conservadurismo en EEUU había girado en torno a un debate único, repetido
una y otra vez. Analizar ese debate es la mejor forma de comprenderlo.
De acuerdo a Tanenhaus, lo que se conoce
como movimiento conservador norteamericano tiene su origen en las ideas del
pensador y político ingles Edmund Burke, quien a finales del siglo XVIII
postulaba que el gobierno debía nutrirse de una unidad “orgánica”, que mantenía
cohesionada a la población incluso en los tiempos de revolución.
El conservadurismo de Burke no se
sustentaba en un conjunto particular de principios ideológicos, sino más bien
en la desconfianza hacia todas las ideologías. En su denuncia de la Revolución
Francesa, Burke no buscaba una justificación del ancien régime y sus iniquidades, pero tampoco proponía una
ideología contrarrevolucionaria, sino que advertía contra todos los peligros de
desestabilización que acarreaban las políticas revolucionarias.
Para Burke, lo más importante era
salvaguardar las tradiciones e instituciones establecidas en lo que él llamaba
“sociedad civil”. Ante el peligro de destruir lo viejo, era mejor tratar de
enmendarlo con cautela.
En este sentido, el debate conservador se
había situado entre los que se mantenían fieles a la idea de Burke —de enmendar
la sociedad civil mediante un ajuste de acuerdo a las circunstancias imperantes
en cada momento— y quienes buscaban una contrarrevolución revanchista. Y una y
otra vez, habían ganado los contrarrevolucionarios.
En el caso de EEUU, lo que buscaban esos
contrarrevolucionarios era destruir todas las leyes, principios y normas que
llevaron a la creación de una sociedad con servicios de seguridad social,
asistencia pública y beneficios para los más necesitados, y volver al ancien régime, en este caso la época del
capitalismo más salvaje de la década de 1920, existente antes del
establecimiento del New Deal/Fair Deal de
las décadas de 1930 y 1940 y de la puesta en práctica años después del concepto
de la Nueva Frontera/Gran Sociedad de los años 60.
Una de las razones del avance de estas
ideas contrarrevolucionarias era que habían sido elaboradas por exmarxistas,
quienes cambiaron de la izquierda a la derecha, pero que no pudieron superar
tanto el famoso movimiento pendular de los extremos —advertido por Hannah
Arendt— como la sensación de que estaban viviendo tiempos revolucionarios. Por esas
razones, creían que lo que debían mantener en alto era su fervor absolutista.
Para estos nuevos conservadores, el pensamiento
marxista había sido sustituido por una política maniquea del bien y el mal.
En la actualidad, los mejores exponentes
de este celo contrarrevolucionario son los neocons,
y en sus orígenes —más allá de un pensamiento marxista clásico— destaca la idea
trotskista de la revolución permanente,
con los postulados de llevar la democracia por el mundo con la fuerza de los
cañones, que imperó durante el mandato de Bush, de una forma abierta a partir
de los ataques del 9/11 y hasta que la situación en Irak, luego del
derrocamiento de Sadam Husein, adquirió dimensiones catastróficas.
Estos derechistas habían ido tan lejos en
sus posiciones, que no solo abandonaron cualquier vestigio de los
planteamientos de Burke, sino que se convirtieron en una especie de comunistas
a la inversa, colocando la lealtad al movimiento —en este caso muchos de los
postulados puestos en práctica por el gobierno de Ronald Reagan—por encima de
sus responsabilidades civiles durante la recién concluida administración de
Bush.
Al final, Tanenhaus sostiene —y esto es
algo a lo que Cuaderno de Cuba ya ha
dedicado varios comentarios— que quien ganó la elección fue el candidato
presidencial más comprometido con llevar a la práctica los principios de Burke,
mucho más que cualquier otro político de la derecha republicana.
Levin, quien es director de la revista National Affairs y uno de los ideólogos
de los conservadores reformistas, señala que el Partido Republicano actual es
diferente al de la época de George W. Bush.
“Ha
sufrido varias sacudidas. No es el mismo partido que al final de los años de
Bush”, señala en el artículo aparecido en El
País.
“En la política exterior es mucho más cauto
ante las ambiciones agresivas y la implicación en los asuntos internos de otros
países. En la política interior es un partido mucho más conservador, mucho más
comprometido con un papel reducido del Estado y con un gasto público inferior,
y más preocupado por el déficit”, agrega.
La
agenda doméstica
En este debate hay otros aspectos a tomar
en cuenta.
Uno es que el rechazo a las políticas de welfare en EEUU, por parte de buena
parte de la población, trasciende la política y la ideología en su sentido más
estrecho. Tiene desde implicaciones raciales hasta un fundamento en la creencia
nacional de que cualquier persona puede ser un triunfador.
Analizar esta creencia, cuánto hay de
realidad, cuánto de mito, implica desde cambios en la inmigración, que ha
estado llegando a esta nación en los últimos cincuenta años, hasta la
existencia de una serie de estereotipos establecidos desde hace mucho tiempo y
reforzados particularmente por la televisión y el cine.
Otro es que si bien los neoliberales y
libertarios no solo han abandonado las ideas de Burke, sino también lo han
traicionado, al político inglés tampoco le ha ido muy bien con la otra rama del
conservadurismo que sí se mantiene fiel a sus postulados, y es el sector
tradicionalista.
En la actualidad el tradicionalismo es
más una reacción a la fragmentación y la inseguridad de la sociedad capitalista
postindustrial que un movimiento con gran alcance. Más allá de la sinceridad de
una parte de sus miembros, las apelaciones políticas a la familia y los valores
tradicionales no pasan de ser pura demagogia.
En este sentido, Levin insiste en la
dimensión moral, espiritual de la política, y lamenta el carácter economicista
y utilitario de los debates en Washington.
“No hablamos lo suficiente en la vida
pública de las virtudes que permiten una vida floreciente”, dice al periódico
español. Instituciones como la familia y la religión son fundamentales en esta
visión arraigada en los valores de la derecha.
Sin embargo, aquí sus opiniones pueden
ser consideradas algo ingenuas, en el mejor de los casos.
La explicación es sencilla —y aquí sí se
cumplen los postulados marxistas—, ya que no se puede apelar constantemente a
estos valores en una sociedad donde imperan no solo el consumo sino la
frecuente movilidad laboral, por no hablar del desempleo. La base económica no
se corresponde con una superestructura tradicional, que tanto en Burke como en
otra época en EEUU se vinculaba fundamentalmente a una sociedad agraria. La
globalización y el tradicionalismo no ligan.
Otra cuestión es que el recurrente
énfasis del Tea Party a la familia y el individuo frente al gobierno —y en
última instancia el Estado— no refleja un sentimiento humanitario y mucho menos
solidario. Todo lo contrario, donde encaja mejor es dentro de una tendencia a
valorar positivamente la avaricia que inició su desarrollo —como valor
socialmente aceptado— durante la época de Reagan. No es que antes no existiera
la avaricia, que data de muchos siglos atrás, sino que no se admitía su
exaltación pública.
“El
Gran Debate”
Levin considera que los actuales debates
entre derecha e izquierda, entre conservadores y progresistas, entre
republicanos y demócratas, se fraguaron entre 1770 y 1800. Le ha dedicado un
libro al tema: The Great Debate.
Cree que todo empezó en la pelea entre
los políticos y pensadores británicos Edmund Burke y Thomas Paine, un reflejo
de la tensión entre cambio y preservación del statu quo.
Burke abogaba por la cautela y el progreso
paulatino. Paine, que aunque nació en Inglaterra se considera un intelectual
radical y revolucionario estadounidense ,se entusiasmó con la Revolución.
“Burke refleja una visión de la sociedad
fundamentada en la tradición, que respeta las instituciones establecidas porque
estas poseen una mayor sabiduría de la que pueda alcanzar nuestra destreza
técnica”, dice. La de Burke es la tradición de la derecha, aunque políticos
como el presidente Barack Obama —un político cauto y partidario de los pequeños
pasos— se han declarado burkeanos, agrega en El País.
“En América”, dice Levin, “los
conservadores conservan una tradición que empezó en la revolución”.
Para Levin, el legado de Reagan sigue definiendo
las propuestas republicanas en política fiscal, que prohíben cualquier subida
de impuestos y protegen a los emprendedores y a los más ricos como origen de la
riqueza que después se expande al resto de la sociedad.
“Hablamos demasiado de propietarios de
empresas y de impuestos a las empresas y de tipos impositivos que afectan a los
más ricos, y no hablamos lo suficiente de los impuestos que afectan a las
familias de clase media”, agrega Levin.
¿Debate
ideológico o estrategia política?
Si esta ideología consigue imponerse
dentro del Partido Republicano —lo que está por verse— el candidato
presidencial ideal para las próximas elecciones es el exgobernador de la
Florida Jeb Bush.
Se asistiría entonces a una
representación ampliada de uno de los temas fundamentales en los debates
presidenciales entre Obama y el aspirante presidencial republicano Mitt Romney,
y que se convirtió en tema fundamental de ambas campañas: el bienestar de la
clase media.
Aún falta mucho para llegar allí, y antes
un posible aspirante a la candidatura, como Bush, tendría que superar la prueba
más difícil: cómo vencer con ideas moderadas en una elección primaria dentro de
su propio partido, que en la última elección se caracterizó por los
extremos y no precisamente por el
reformismo moderado.
Precisamente fue esta cuestión la que
llegó a convertirse en el talón más débil de Romney, que tras convertirse en
candidato tuvo que pasar el tiempo haciendo piruetas de su extremismo anterior
a una modelación oportuna.
La única manera de salvar este escollo,
para los republicanos, es que en los próximos dos años se logre una
transformación que haga ver —no solo entre los votantes sino en las poderosas
fuerzas de financiamiento electoral— que la moderación es la carta de triunfo. Entonces
lo que ahora se inscribe como debate ideológico se transformará en estrategia
política, probar en las urnas. Mientras tanto, queda abierto un necesario
debate dentro del conservadurismo estadounidense.