martes, 27 de febrero de 2007

Cuba corrupta



Tres corrientes conforman el desarrollo de Cuba como nación desde la Colonia hasta nuestros días: una actitud intelectual y antidogmática, que de los primeros afanes independentistas a hoy siempre se ha propuesto la creación de un país libre de los males que afectan a las naciones vecinas; una capacidad empresarial y pragmática capaz de sacarle provecho a cualquier situación, que irremediablemente ha sabido vadear las situaciones de inestabilidad social y sacar provecho de ellas, asegurándose de tener colocadas sus fichas en ambos lados del tablero político, y una vocación emocional siempre dispuesta a la acción, que se guía por principios o prejuicios, y que ha producido las páginas más heroicas y los errores más costosos de nuestra historia.
Estas tres corrientes confluyen en dos de los elementos que con mayor fuerza van a caracterizar la marcha cotidiana de los acontecimientos en el país desde los años de su formación: la corrupción política y económica y el sacrificio del ciudadano promedio.
Desde la colonización de Cuba, la corrupción se expresa en dos formas determinantes que son los ejes sobre los que va a girar todo el conflicto independentista: corrupción económica dada por la necesidad de explotación de una fuerza de labor esclava que realice la tarea fundamental sobre la que se basa la vida económica, y que a la vez se mantenga al margen de la escena nacional, y por otra parte corrupción administrativa derivada de una situación de rígido control económico, y de una virtual bancarrota del país. La lucha contra la corrupción colonial va a confundirse en muchas ocasiones con los afanes independentistas. El proceso de independencia cubano no es nunca una lucha contra los españoles al estilo de las guerras anticoloniales de América Central y del Sur, sino un combate por la purificación del país y la abolición de los frenos al desarrollo económico.
Los intelectuales cubanos del siglo XIX comprenden esta situación y se sienten impulsados por una fuerte necesidad de cambio, pero al principio no aprueban la vía armada. Realizan su labor en dos grandes frentes: el análisis social y la enseñanza. Su labor es admirable en ambos. Aspiran a una evolución no a una revolución. Al final, son empujados al independentismo por la incapacidad de renovación de España, pero tendrán que arrastrar su propia culpa: la antigua incapacidad de asimilar en toda su plenitud el papel del negro en la formación de la nación. José Martí es en este sentido el paradigma y la excepción: el líder político que lanza la lucha independentista bajo una plataforma política de participación popular, con plena integración de los negros y mulatos; el patriota que logra organizar la insurrección en el exilio y que crea las bases de un cabildeo eficaz en Washington en favor de la causa cubana; el intelectual que abandona la labor literaria por la lucha armada para en esos momentos precisamente escribir su mejor libro, que es su Diario de campaña; el político que concibe la lucha con astucia y sagacidad para lanzarse al combate a morir con inocencia torpe; el intelectual que rompe el molde de la espera y la lucubración teórica para entregarse a una febril labor conspirativa; el héroe que desde su muerte nos entregan todos los días en forma de molde único y que en realidad es una figura escurridiza como pocas.
Frente a la agudeza de los intelectuales del siglo XIX cubano y el heroísmo de los combatientes, los intereses comerciales, sobre todo los dueños de grandes plantaciones e ingenios azucareros, colocan con acierto sus fondos aquí y allá, impidiendo en la primera contienda que la guerra se extienda al occidente de la isla y consiguiendo que nunca la zafra azucarera se interrumpa por completo en la segunda. Las apariencias son buenas para la literatura y el arte, pero no para la historia, la independencia de Cuba fue un largo proceso en que a la población le tocó la peor parte, sobre todo a partir del 24 de febrero de 1895, que sirvió para el enriquecimiento de la oligarquía peninsular por las emisiones de bonos de guerra, y que fue financiada en su mayor parte no por los sacrificios de los tabaqueros de Tampa, seducidos por la elocuencia de Martí, sino por los grandes intereses azucareros, cuyo principal mercado no se encontraba en España sino en Estados Unidos. Una guerra en que las tropas españolas sufrieron enormes bajas por la capacidad de los generales cubanos no de enfrentarlas sino de rehuirlas, y de lograr que el agotamiento y las enfermedades diezmaran al enemigo. Una contienda en que la heroicidad mayor fue el vulgar sacrificio cotidiano de seguir viviendo.
La corrupción no desaparece cuando desciende la bandera española del Morro, sino que florece con la segunda intervención estadounidense, y es en sí la verdadera expresión de frustración republicana que posibilita el surgimiento de las revoluciones del 30 y del 59, para adaptarse con nuevos rostros por encima de la ejemplar Constitución del 40, reinar a sus anchas en los gobiernos auténticos y la dictadura batistiana, y resurgir con más fuerza que nunca desde las primeras medidas revolucionarias, hasta regir el actual destino de Cuba. Es también la peor amenaza en su futuro.
En los años republicanos, la lucha contra la corrupción continúa expresándose en pensadores como Enrique José Varona, pero cristaliza en la figura histriónica de Eduardo Chibás. Su “último aldabonazo” fue un llamado a la conciencia cubana pero entre sus ecos tocó a la puerta de Palacio el general Fulgencio Batista. El daño mayor que Batista le hizo a Cuba no fue ser un tirano cruel sino ser un dictador a medias. Entre la salida emocional del disparo de Chibás y la entrada calculada de Batista al poder media la tragedia de la isla. A partir de entonces, los intelectuales se refugian tras sus obras, las hazañas heroicas (reales o míticas) se hacen cotidianas y los intereses económicos caen víctimas de su propio juego. El heroísmo es en muchos casos sólo la salida desesperada ante la mediocridad y la estulticia, pero un gesto condenado a consumirse en su propio esplendor, incapaz de dejar huella duradera en la vida del país salvo en el reino de lo anhelado y ausente. Con su vida fundamentada sobre el principio de la escasez, tanto económica como sicológica, tras la revolución el cubano vive presa de la corrupción, que detesta y practica con igual fuerza. De los primeros fusilamientos a la Causa No 1, la corrupción ha sido justificación y vía de escape; motivo de envidia y rencor. Como gemelos separados por el mar, vemos iguales prácticas entre algunos funcionarios de origen cubano aquí en Miami, Luchar contra ella no es sólo un deber moral sino nuestra razón de supervivencia.

30 de diciembre de 1996 - 2 de octubre de 1997.

Los culpables


Nietzsche, Hegel y Marx estaban errados. La historia no se repite sino se multiplica, poliédrica y contradictoria.
Alemania se integra y los alemanes se dividen. Europa marcha hacia la unificación mientras los nacionalismos resurgen con fuerza. La cultura occidental domina el planeta, pero al mismo tiempo los fanáticos musulmanes (con armas occidentales) tratan de destruirla.
Años atrás imaginé el argumento de una novela. Se desarrollaba en una Cuba donde Fidel Castro había muerto, víctima de un atentado, a los pocos meses de tomar el poder en 1959. La Habana era una gran ciudad, al estilo de Caracas, donde el narcotráfico, el lavado de dinero y el turismo habían creado una megalópolis dueña y señora del país: rodeada de grandes barrios marginales, con casi cuatro millones de habitantes e infestada de supercarreteras que conectan con centros turísticos en ambas costas. Más allá de la capital, pueblos empobrecidos con algunas áreas privilegiadas de maquiladoras libres de impuestos. Varios puertos comerciales y aeropuertos para turistas y playas exclusivas. La ganadería, la minería y los cultivos reducidos a una pequeña porción de la economía nacional.
Como protagonista, la obra tendría un escritor que intenta desarrollar una novela, cuya trama gira en torno a un Castro (en la realidad del texto un personaje secundario de la historia de Cuba, al igual que Antonio Guiteras Holmes) que habría sobrevivido al atentado que le costó la vida, manteniéndose en el poder desde entonces. El dilema del protagonista era darle verosimilitud a lo escrito por él, que en resumidas cuentas no sería otra cosa que estrictamente lo ocurrido en Cuba. Mientras, yo tendría que luchar por rodearlo de un entorno lo menos irreal posible, pero completamente imaginario.
Por la misma época una revista de Miami me pidió un artículo sobre la novela Fatherland, de 1992, escrita por el columnista británico Robert Harris, que imagina la victoria de Adolfo Hitler, tras la cual los productos, la cultura y la política nazi dominan en 1964 a una Europa que se prepara para celebrar el cumpleaños 75 del Führer y a recibir al presidente norteamericano, Joseph K. Kennedy, después de largos años de guerra fría entre el bloque alemán y Estados Unidos.
En la búsqueda de información sobre Fatherland, descubrí la existencia de un antecedente, The Man in the High Castle, del escritor de ciencia ficción norteamericano Philip K. Dick, publicada en Estados Unidos en 1962 y en España, con el título de El Hombre en el Castillo, en 1968. Dick, fallecido en 1982, es más conocido por los relatos que sirvieron de argumento a dos célebres películas, Blade Runner, protagonizada por Harrison Ford, y Total Recall, con Arnold Schwarzeneger.
El hombre en el Castillo parte de la victoria del Eje sobre los Aliados. Japón y Alemania se han repartido el mundo. Africa es una gran reserva de ganado y cultivos. En Europa no queda un judío. Los líderes del Tercer Reich están vivos. Uno de ellos, Goebbels, encargado de la opinión pública de todo el planeta, está preocupado por la existencia de un libro. Se trata de una novela que circula clandestinamente. Su título, La Langosta Se Ha Posado. La obra insurgente plantea otra realidad, que aterra a los hitlerianos: el fascismo se desmoronó en Italia, los norteamericanos derrotaron al Japón y los Aliados vencieron en Alemania. La novela clandestina es furiosamente perseguida por los nazis, que intuyen que el libro posiblemente contenga otra cara de los hechos.
La narración de Dick está escrita con la ayuda del I Ching, o Libro de las Mutaciones, un texto clásico de la cultura china usado con fines adivinatorios y que consiste en una serie de hexagramas. El hexagrama al que arriban los personajes de la novela, al final del libro, es el referido a la verdad interior. El texto clandestino se torna real: Japón y Alemania perdieron la guerra.
Es posible que Harris esté en deuda con Dick. Hay, sin embargo, un texto de Borges que antecede a ambos: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de 1944, en que el mundo, tal como lo conocemos, es suplantado poco a poco por un laberinto creado por una asociación mundial de conspiradores intelectuales. Una realidad omitiendo a la otra.
Desde hace tiempo me pierde una superstición que creo malsana, pero que no puedo evitar: tras tantas conjeturas se esconde otra idea, que es, a su vez, una nueva realidad. Quizá a Fidel Castro lo mantenemos vivos nosotros, hablando constantemente de él. Es por ello que yo, y tú que has llegado hasta este punto, somos también culpables.
Miamenses y más

Lisandro Otero y ''Hitler Reivindicado''


Lisandro Otero, escritor cubano radicado en México y director de las páginas de opiniones del periódico Excelsior, escribió recientemente dos artículos y una aclaración en que intenta ofrecer otra visión de la historia: aquélla en la que Adolfo Hitler es descrito como un protagonista positivo. En su aclaración Otero se defiende y dice que los criterios expuestos no son suyos, pero antes, en su primer artículo, Hitler Reivindicado, ha ido tan lejos sin añadir una palabra crítica, que no resulta extraño que sus palabras provoquen indignación.
¿Es justificada esta indignación o se exagera en la interpretación de una columna que simplemente intenta dar a conocer una corriente de pensamiento? Lo mejor es volver al texto original. El columnista se refiere a una tendencia en la historiografía contemporánea que se inclina a la reivindicación de Hitler: “Sin Hitler no hubiera existido el movimiento de descolonización ni la emancipación de los mundos árabe y africano. Tampoco hubiera ocurrido la división de Alemania y su consiguiente reunificación, con mayor potencia que nunca antes. Sin Hitler no existiría el estado de Israel ni el auge de la identidad de la cultura negra''.
En realidad, lo correcto es decir: sin la caída de Hitler no existiría el estado de Israel, sin la II Guerra Mundial, desencadenada y perdida por Hitler, el ascenso de Estados Unidos a primera potencia mundial hubiera sido mucho más lento, y sin el fin del colonialismo inglés y francés a consecuencia de esa guerra, algunos países árabes y africanos se habrían visto envueltos en sangrientos e interminables
conflictos para lograr su emancipación. Es curioso que Otero excluya a la Unión Soviética de su lista: sin Hitler, su invasión a la URSS y su posterior derrota, no se habría expandido de forma fulminante el poderío soviético por Europa.
Pero con ello sólo estamos dando una explicación a posteriori de los hechos históricos, no juzgándolos por su valor. El querer asignarle un valor positivo o negativo a algunas de estas circunstancias depende de la ideología del autor. Otero va aún más lejos: “El estado totalitario, del cual tanto se le acusa, no lo era para la mayoría de los alemanes. Según sus ensalzadores, solamente los judíos, los gitanos y los homosexuales tenían algo que temer bajo el nacionalsocialismo”.
Incluir un párrafo de esta naturaleza en una columna de opinión, sin agregar un comentario que aclare al lector desprevenido la realidad del fascismo, carece de justificación, salvo que de alguna manera se intente justificar al régimen.
Porque si la intención fue simplemente dar a conocer una corriente dentro de la historiografía contemporánea, el autor peca de ignorante.
Otero caracteriza de “fuerte” tendencia historiográfica a una corriente revisionista con una visión “novedosa” en que incluye a estudiosos como John Luckacs, Sebastian Haffner y Konrad Heiden. Pero es que ninguno de los tres autores citados intentan una reivindicación de Hitler. En algunos casos, como el de Heiden, el enfoque tampoco resulta novedoso. Heiden fue un periodista que emigró de Alemania luego de la ascensión al poder del nazismo. En 1936 publicó el primer estudio sustancial sobre Hitler, en que advertía que el líder alemán era subestimado de forma peligrosa, tanto por sus aliados como por sus opositores.
Respecto a Luckacs, su libro más reciente, The Hitler of History, no es una biografía más sobre el dictador alemán sino una obra en que se analiza el tratamiento que la figura de Hitler ha recibido por los historiadores. Luckacs no es un revisionista, no justifica a Hitler.
Pero donde el equívoco es más evidente es la cita textual de Otero al comienzo de esta columna, en que valora la importancia de Hitler para el surgimiento del estado de Israel. Otero la atribuye a The Hitler of History de Luckacs. Es un error. La afirmación original se encuentra en The Meaning of Hitler, de Haffner, de donde la recoge Luckacs en una nota al pie de página. A continuación reproducimos el texto completo, situando entre corchetes las partes omitidas por Otero: “El mundo actual [nos guste o no nos guste] es obra de Hitler. Sin Hitler no hubiera existido división de Alemania [y Europa; sin Hitler no hubieran habido norteamericanos y rusos en Berlín]; sin Hitler no existiría Israel; sin Hitler no hubiera existido descolonización [,al menos no de forma tan rápida]; no se hubiera producido la emancipación [asiática,] árabe y africana, y no se habría producido una disminución de la preeminencia europea. [O más precisamente, no se hubiera producido nada de esto sin los errores de Hitler. El realmente no quería que nada de ello ocurriera]''.
Las omisiones se expresan por sí solas. ¿Es tan torpe Otero como para eliminar de una cita cuestiones claves, como las que aparecen al final de la misma, o deliberadamente está tratando de tergiversar la obra de historiadores de reconocido prestigio internacional? Hay que preguntarse entonces si al detener su atención sobre el tema del totalitarismo, Otero no estaba tratando al mismo tiempo de responderse una cuestión igualmente grave: ¿se intentará reivindicar a Fidel Castro el día de mañana? ¿Querrá alguien algún día poner al dictador cubano como la razón para que el neoliberalismo y la privatización se extendieran por el continente? Siempre llama la
atención la ironía de la historia, los logros alcanzados por fines no propuestos o las consecuencias inversas de un acto premeditado, pero ello no libra a la figuras históricas de las consecuencias morales de sus actos. En este sentido, Hitler ni Castro tienen reivindicación. Y a estas alturas, Lisandro Otero debería saberlo.

Copyright © 1998 El Nuevo Herald

lunes, 19 de febrero de 2007

Cine en color, cine gris, cine en blanco y negro

—La primera vez que estuve en casa de Fraga —dijo Rine Leal con sonrisa maliciosa—, vi que tenía todo un librero con las obras clásicas de la filosofía universal: Platón, Aristóteles, La Fenomenología del Espíritu, La Critica de la Razón Pura, hasta El Ser y la Nada de Heidegger. Entonces pensé: este hombre es un sabio o un cretino. Y resultó ser...
—Un cretino —respondí.
Rine asintió con esa cara de pícaro y mirada juvenil, casi adolescente, que todavía conservaba a ratos en 1973.
Pero en 1971 Jorge Fraga no era un cretino. No para mi y tampoco para Eugenio. Fraga era un director de cine. Eugenio y yo miembros del grupo que había formado un cine-club en la Universidad de La Habana. También queríamos hacer una revista de cine. En realidad no éramos creadores de nada, porque el cine-club existía antes de que naciéramos y el único mérito fue reavivar la programación y organizar debates y cambiarle el nombre. Pero entonces no había quién nos dijera que no habíamos fundado el cine-club.
Tampoco la idea de la revista era de nosotros y sí de Alberto Mora. Pero Alberto insistía en que la revista era de todos y todos lo creíamos más que Alberto que lo decía. Alberto era miembro de una familia revolucionaria. Tenía grados de comandante, ganados en la lucha contra Batista. Pero para nosotros Alberto —Mora, como lo llamábamos al principio— no era un revolucionario hijo de un héroe, salvo cuando recordábamos que sólo él podía editar la revista. Y la revista era más importante que los cine-clubs, los debates y las películas. Más importante que el cine. Así pensábamos Eugenio y yo.
La revista era de nosotros. Eso decía Alberto. Todos lo creíamos y todos los días estaba Alberto para repetirlo.
“Todos teníamos veintidós años”.
Eso también lo repetía Alberto. La frase era de Gertrude Stein, de la Autobiografía de Alice B. Toklas. Mora nos lo había enseñado.
Alberto no tenía veintidós años, pero yo sí y Eugenio uno más y acabábamos de descubrir a Godard.
También habíamos puesto Made in USA en la Universidad y logrado que cientos de estudiantes asistieran. No estaba mal. Aunque no nos importaba. Porque lo de nosotros era la revista y el cine algo secundario.
Lo que Eugenio y yo queríamos era ser teóricos marxistas y descifrar los mecanismos de comunicación del cine godariano.
Fue Eugenio quien propuso invitar a Fraga para que nos ayudara.
Fraga tampoco tenía veintidós años. Mucho menos el interés de guiarnos en la interpretación marxista de Godard. Una interpretación que sólo era un pretexto más para escribir en una revista.
El grupo no era bien visto por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica. No le hacía gracia a Alfredo Guevara.
Alfredo era el director del ICAIC y otro que no tenía veintidós años. El sí sabía quien era Alberto Mora. Eso tampoco le hacía gracia.
“De todas las artes, el cine es la más importante”.
Era una buena frase y era de Lenin.
A los funcionarios del ICAIC les gustaba repetirla.
Estaba escrita en un gran cartel a la entrada de su edificio blanco de la calle 23, al lado de la Cinemateca de Cuba. La Cinemateca era un cine con unas 1,200 butacas, que aún en la década del 70 contaba con un excelente aire acondicionado. Los lunes daba una función para los empleados del ICAIC. El martes otra para los estudiantes universitarios. El resto de la semana la programación era abierta al público.
El grupo consiguió que le dejaran organizar la función del martes. Lo logró Alberto, pero él repetía que era obra del grupo. Nosotros lo creíamos porque lo decía Alberto y porque nos gustaba pensar que así era.
En las mañanas se veía a los directores de cine en la puerta de su edificio. No parecían funcionarios. No eran igual que el resto de los trabajadores del país. No había forma de confundirlos con los pintores, los escritores y los músicos.
Eso sí le gustaba a Alfredo.
Eran diferentes.
La diferencia se reducía a llevar todos una combinación única: chaqueta y pantalones vaqueros. A los blue jeans les decían pitusas en esa época en Cuba y mezclilla a la tela con que estaban hechos. Para ser un verdadero intelectual de izquierda, había que tener un pantalón y una chaqueta de mezclilla.
No sólo los aspirantes a intelectuales de izquierda. Cada joven quería tener su pantalón pitusa. Pero no los había en las tiendas. Tampoco chaquetas y ni siquiera la tela. Los directores los compraban cuando viajaban a presentar sus películas en los festivales internacionales.
Durante el año se celebraban festivales y semanas de cine cubano por todo el mundo. El ICAIC nunca dejaba de enviar una delegación.
En la Universidad no eran bien vistos los pitusas. Despertaban sospechas. Un pitusa significaba una compra en la bolsa negra o un vínculo con un extranjero. Un estudiante universitario no podía permitirse ese tipo de relaciones.
Para el realizador cinematográfico, un pitusa cumplía varias funciones. Le permitía distanciarse del burócrata, del funcionario y del burgués. Una trilogía abolida gracias a unos tijeretazos y un pedazo de tela. Lo convertía también en miembro de una elite especial, que tenía acceso a la ropa de afuera. El revolucionario de la calle estaba obligado a vestir igual que el trabajador manual: pantalones y camisas hechos en el país y jamás llevaba chaqueta de mezclilla. Parar ser revolucionario —y andar con un pitusa y una chaqueta— había que ser miembro del ICAIC. Porque de todas las artes, el cine era la más importante.
La protección que daba la frase de Lenin era muy importante. La de Alfredo más. Permitía ser diferente.
Gracias a Alfredo, los cineastas cubanos iban de pantalla por el mundo. Cuando en cualquier parte un extranjero miraba la pantalla, no sólo veía lo mejor de la producción fílmica revolucionaria. También un cartel que decía que, de todas las revoluciones, la cubana era la más importante. Por ser diferente.
Un director de cine cubano no era igual que cualquier otro.
Era más: teórico, intelectual, propagandista, educador, agitador político, intrigante nacional e internacional, funcionario astuto y experto en relaciones públicas. Hacía todo eso, y además lograba dirigir una película. Tantas ocupaciones le impedían dominar su oficio. Pero casi siempre lograba arreglárselas, con una arenga ideológica y vanguardista.
Fraga demostró dominar su oficio un sábado al mediodía: “Particularmente el análisis de Made in USA es el eterno problema, quizá de siglos de historia, entre la significación lingüística y la eficacia de la cinematografía”.
No nos perdíamos un detalle. Lo escuchábamos sentados alrededor de una mesa redonda. Acentuaba sus palabras tamborilleando sobre un ejemplar de nuestra revista, la que le habíamos entregado apenas entró. En dos o tres ocasiones llegó a golpearla. Porque si estaba con nosotros no era por su gusto sino en misión preventiva, luego de consultarlo con Alfredo. Y el énfasis resultaba imprescindible.
“Godard es un caso muy claro de una muy obstinada y muy terca voluntad de renovación del lenguaje, y no se trata de una voluntad sino de un resultado en el cual efectivamente Godard ha dado su postura y ha encontrado nuevos vínculos, nuevas formas de lenguaje”, nos explicaba Fraga. De un golpe había convertido al director de cine francés en una gallina.
Eugenio hizo la primera pregunta sobre el cine de Godard. Al realizador cubano, aquello de responder una pregunta sobre otro francés le parecía muy poco. Habló de terapia lingüística; de consideraciones extralingüísticas, que estaban relacionadas con el lenguaje; de la utilización de la iconografía en la sociedad; del lenguaje convencional; de la problemática cinematográfica abordada por medios extracinematográficos; del llamado sociologismo vulgar; de la dialéctica de las paradojas y del general Máximo Gómez —un patriota de la guerra de independencia cubana que había nacido en la República Dominicana. Fraga no dejó de mencionar el detalle, aunque todos lo sabíamos desde la escuela primaria.
“Ejemplo de internacionalismo”, recalcó de nuevo con el puño.
Siguió hablando por dos horas sin volver a mencionar a Godard, el cine francés y la importancia de la Nueva Ola.
Siguió hablando incansable, para eludir mencionar una película. Habló no como el cretino definido por Rine —que lo conocía desde antes de la revolución— sino como un funcionario convertido.
Sólo hubo otra pregunta. Yo mencioné a Bergman y Antonioni. Fraga apenas me miró.
Si respondió fue para demostrar que en ocasiones no necesitaba tantas palabras.
—Bergman es todo lo grande que tú quieras, pero es sueco. Es decir: “¿Es cubano?: No. ¿Es revolucionario?: No”.
Esta vez el puño dejó una marca sobre la portada.
Ninguno de nosotros lo notó, porque estábamos pendientes de sus palabras y de su rostro, que de pronto mostraba la contrariedad que le ocasionaba estar reunido con nosotros esa tarde de sábado.
Eso era todo.
Lo que le preocupaba al ICAIC no era que fuéramos revolucionarios.
Eso se daba por sentado, puesto que estudiábamos en la Universidad. Tampoco que quisiéramos poner cine norteamericano y francés. Ellos tenían el poder para dar o negar las películas.
Era fácil acabar con un grupo que sólo quisiera poner “películas capitalistas”. Lo habían hecho ya en varias ocasiones. A nadie en el ICAIC le pasaba por la cabeza que alguno de nosotros intentara hacer cine. Para hacer un largometraje había que pertenecer al ICAIC. ¿De dónde íbamos a sacar la película virgen? ¿Dónde exhibirla? ¿Con qué proyector?
No entraba en el campo de los asuntos a tratar por el ICAIC si un grupo de estudiantes se pasaba el día hablando de cine, mencionando a Godard, Bergman y Antonioni. Allá la Universidad, la Unión de Jóvenes Comunistas y el Partido, si no le prestaban la atención requerida al problema.
Al ICAIC, lo único que le preocupaba era el interés que teníamos en hacer una revista. Un ejemplar de la cual, aquella tarde Fraga había golpeado con insistencia, casi con furia. La prueba escrita de que sus anfitriones intentaba hacerle la competencia.
Porque para analizar el cine estaba el ICAIC.
(Continuará)

sábado, 10 de febrero de 2007

El profeta desenterrado



Cuando se conocieron en “casa de María Antonia”, el Che y Fidel hablaron de trotskismo. Más de una vez lo escuché en La Habana. Pero la realidad que empujaba a repetir este mito con tono conspirativo —convertido en secreto para quienes se creían iniciados en la obra de León Trotsky por un par de lecturas clandestinas— es que el nombre del revolucionario ruso se pronunciaba en Cuba tanto con miedo como con respeto.
Otro rumor refería que en los primeros años de la revolución y por diversos rumbos varios trotskistas —juntos o en diversos grupos, aquí se multiplicaban las versiones— habían aterrizado en La Habana. Se decía además que el destino siempre había sido el mismo: todos conducidos de vuelta hacia la práctica de la revolución permanente en otras tierras del mundo: en Cuba no se necesitaba el concurso de sus modestos esfuerzos.
Poco más podía ser verificado a principios de los años setenta, sobre la presencia del trotskismo en la Isla. Se sabía que en un número de Lunes de Revolución habían aparecido algunos trabajos del fundador del Ejército Rojo, pero no era posible comprobarlo en la Biblioteca Nacional. Se comentaba del gracioso que se había presentado en la carpeta del hotel Habana Libre, y pedido que por los altavoces trataran de localizar al camarada soviético Lev Davidovitch Bronstein. Aunque nadie podía afirmar que la broma fuera cierta. Lo real era que más de un revolucionario había cumplido prisión por sus ideas trotskistas, además de la existencia de algún que otro suicida por los mismos motivos.
Algo siempre quedaba en el terreno de los malentendidos y las palabras dichas en el lugar y el momento inapropiados, como la irritación del Kremlin hacia el Che Guevara y la acusación de la embajada de Moscú en La Habana, de que éste “desconocía los principios básicos del marxismo-leninismo”, al tiempo que denunciaba un artículo del guerrillero argentino como una muestra de “ultrarrevolucionarismo que bordea el aventurerismo”. Y aunque estos reproches no detuvieron los intentos de exportar la revolución, tampoco propiciaron que alguien en la Isla se atreviera a hablar de la necesidad de la revolución permanente.
También se sabía de la imprudencia de Jorge Ibarra, que colocó un asterisco al final de un trabajo publicado en la revista Casa de las Américas: “Capítulo de un libro sobre Lenin, Trotsky y Gramsci, de próxima publicación”. Sin embargo, ningún editor del Instituto del Libro llegó a preocuparse por eso, porque nadie del mundo editorial desconocía que Ibarra anunciaba libros que después abandonaba.
Por aquellos años la editorial Polémica publicó los dos tomos de la Teoría Económica Marxista y La Formación del pensamiento económico de Carlos Marx de Ernest Mandel. Tampoco había aquí muchos motivos para quitarle el sueño a los censores. No sólo las tiradas era muy limitadas, sino que ambas obras estaban restringidas a funcionarios y especialistas. Por lo tanto, los primeros seguro desconocían que el autor era trotskista y los segundos iban a leerlas —o ya las habían leído— en las ediciones mexicanas. La línea oficial era apartarse de la escolástica soviética, pero sin caer en un revisionismo extranjero. El gobernante cubano era quien dictaba los límites para avanzar al margen de la ortodoxia marxista-leninista decretada por Moscú, sin detenerse en muertos célebres. Se hablaba de los planes para la publicación de los tres tomos de la biografía de Deutscher, que finalmente nunca aparecieron. Por lo demás, Trotsky era tabú.
Bienvenido camarada Bronstein
Las cosas han cambiado. En la Isla los estudiosos pueden mencionar el nombre y referirse a sus artículos y libros. Señalar sus aciertos y la agudeza de sus críticas a Stalin. Si entonces le hubieran hecho caso a Trotsky —se lamentan algunos—, quizá el socialismo no habría desaparecido de Europa Oriental.
Es una buena noticia que las simpatías hacia el revolucionario ruso ya son admitidas en La Habana, que éstas no impiden la entrada al Partido Comunista de Cuba (PCC). Al menos en el caso de la hija de Armando Hart y Haydée Santamaría.
Celia Hart se ha destacado por su intento de reivindicar públicamente la figura y el pensamiento de Trotski en la Isla. Su artículo La bandera de Coyoacán, con fecha 19 de diciembre de 2003, ha aparecido en diversos sitios de la Internet, así como otro en que refuta la tesis estalinista de la construcción del socialismo en un solo país.
En una entrevista publicada en el diario mexicano La Jornada, el 6 de abril de 2005, Celia Hart señala que dos trabajos publicados en Juventud Rebelde el año anterior aparecieron sin la mención que ella hizo del luchador revolucionario. Agrega que hace pocos años era “impensable” esa reivindicación.
Cabe también una pregunta que el reportero no hace: ¿por qué demoró tanto en aceptarse la figura más odiada por los estalinistas, si Cuba había dejado de depender de la generosidad soviética desde hacía más de una década? Si el encarcelamiento de los revolucionarios trotskistas cubanos supuestamente obedeció al deseo de congraciarse con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) —algo que Celia Hart no menciona, pero ha sido señalado por diversos autores—, ¿qué otras razones determinaron esta demora?
“Yo no creía en el socialismo. Para mí no era una sociedad viable. Cuando leí a Trotsky y a Rosa [Luxemburgo] me di cuenta de que no, de que aquello no era socialismo. Que hay una nueva manera de hacer el socialismo, que el socialismo está por hacerse. Doy mil gracias de que se haya caído la Unión Soviética, con el dolor que me dan tantos camaradas muertos”, afirma Celia Hart en La Jornada.
Trotskismo chicEntre la tragedia y la farsa. Así puede titularse un estudio sobre la influencia trotskista tras el primero de enero de 1959. Ahora la farsa es permitida y la tragedia olvidada. En La Habana se puede practicar un trotskismo chic. Lo saludan periodistas de paso y le disgusta a algún que otro recalcitrante. Noticia de farándula que juega a las izquierdas. Rebeldía de bar habanero con aire acondicionado en hotel para extranjeros.
“Vengo de leerles una ponencia a los viejitos del Moncada y les gustó. Ponme una cerveza que me la he ganado (…) He presentado una ponencia desde las posiciones de Trotsky”.
Quien habla así es Celia, la “troskera”.
“Una suerte de Laureen (sic) Bacall caribeña, con hermosa cabellera ondulada y ojos de miel que parecían centellas”. La describe Manuel Talens, al narrar su encuentro con la hija de Armando Hart en un reportaje de la revista Amauta, 29 de marzo de 2006.
Mejor sólo es posible si se dispone de una cámara y la guitarra de Carlos Santana para el fondo musical.
Responsabilidad eludidaLa tragedia aflora por un momento en la entrevista —“La sangre llegaba al suelo y había un sin de papeles a los que nunca tuve acceso, regados por doquier”— al hablar del suicidio de su madre, pero Celia Hart prefiere los términos de la novela rosa —“El trotskismo estuvo presente en la revolución. (…) Pero lo hizo de manera clandestina, silenciosa, así como la luz difusa del atardecer, como ese brillo que es tan solo un instante, que penetra sin permiso en nuestras pupilas.”— y la falsedad histórica —“La revolución cubana puede asumir la herencia trotskista sin que la tilden de oportunista”— para de esta forma eludir el enfrentamiento con la realidad.
Lo primero que tiene que hacer un verdadero trotskista cubano es denunciar la complicidad histórica del régimen castrista con los verdugos de Trotsky. Complicidad que obedeció no sólo a un oportunismo político, sino a la similitud de Moscú y La Habana en la elección de los medios que consideraron más adecuados para mantener el poder. El optar por un estalinismo sin Stalin, del cual era imposible desprenderse sin poner en peligro la hegemonía de quienes estaban al mando.
En su artículo “Welcome”… Trotsky, del 25 de agosto de 2005, Celia Hart se detiene por un momento en los hechos, y elude irresponsablemente tomar partido. En su intento, se mezcla la ignorancia con la cursilería: “Mercader después de cumplir la condena en México estuvo en Cuba. No me entero todavía con quién se reunió ni por dónde caminó, ni siquiera si pudo mirar de frente las palmas de Martí, ni las cenizas de Mella”.
De México a La Habana
La historia —o más bien, el final de Trotsky— pasa por La Habana. Su asesino, el español Ramón Mercader, era hijo de una cubana: Caridad Mercader. Esta a su vez era la amante del coronel de la NKGB Leonid Aleksandrovich Eitingon, quien en 1939 había recibido la orden de Lavrenti Pavlovich Beria de asesinar al dirigente exiliado en México. Luego del crimen, Caridad y Eitingon huyeron a Cuba. En 1941 estaban de vuelta en Moscú. Allí lograron el apoyo de Beria para intentar la fuga de Mercader de la cárcel de Lecumberri y su traslado a la Isla.
De acuerdo a una recopilación de mensajes secretos hecha por Guillermo Sheridan —y aparecida en el número de marzo de la revista Letras Libres—, los planes de evasión resultaron tan complejos como desastrosos. Mercader tuvo que resignarse a la prisión y a las dos palizas diarias propinadas por la policía, sin revelar ni su identidad ni la de sus jefes soviéticos.
Sheridan agrega que en 1946 una indiscreción de Caridad Mercader en la URSS permitió saber quien era su hijo. El trato en la prisión cambió después de eso y finalmente fue liberado en 1960. Para dejarlo salir se alegó su “buena conducta”, mantenida sin una falta ni un reproche de sus carceleros y compañeros de presidio, durante los veinte años de su condena. Fue sin embargo, expulsado de inmediato de México. Entonces viajó a Cuba, de paso hacia Moscú vía Praga.
En la entrevista concedida a Rita Guibert para el libro Siete Voces, Guillermo Cabrera Infante cuenta como una noche de ese año, él y el poeta José A. Baragaño le expresaron a Castro su preocupación por la presencia de Mercader en La Habana. El propio gobernante había autorizado la escala de una semana del asesino.
De acuerdo a Cabrera Infante, Castro respondió: “Bueno, lo hemos hecho en realidad porque nos lo pidió un gobierno al que debemos mucho, mucho”. Luego agregó el mandatario: “Además, nosotros no mandamos a matar a Trotsky”.
En realidad, los favores fueron más de uno y la relación de los Mercader con el gobierno cubano se mantuvo por casi dos décadas.
Caridad Mercader —a quien se le atribuye inculcarle a su hijo la fe revolucionaria y el odio despiadado— trabajó durante varios años de recepcionista en la embajada cubana en París. Entre las labores encomendadas a su modesta función estaba la de recibir a los trotskistas franceses, deseosos de obtener una visa para conocer la “Isla de la Libertad”. Al parecer ninguno vio nunca, mancha alguna en las manos que recogían los documentos.
Ramón Mercader, barcelonés de origen, regresó a la Isla a mediados de los años 70. Allí vivió hasta su muerte, en 1978. Luego sus restos fueron trasladados a la URSS. Allí está enterrado, con su nombre verdadero, un patronímico y un apellido ajeno: Ramón Ivanovich López, Héroe de la Unión Soviética. El cadáver de su madre, que había nacido en Santiago de Cuba, yace en el cementerio de Colón, en la capital.
Al final, no hay más que las tumbas de los desterrados.
El estalinismo del CheLa segunda denuncia necesaria es echar por tierra cualquier pretensión de que el Che Guevara era trotskista, o de que al menos simpatizaba emocionalmente con las ideas del revolucionario ruso.
Esto lo sabe Celia Hart, pero lo tergiversa. Cita la carta que su padre recibió del luchador argentino, y dice: “En 1965 el Che le escribe a Armando Hart estando en Tanzania acerca de sus convicciones para el estudio de la filosofía marxista. En el apartado VII le dice ‘y debería estar tu amigo Trotsky, que existió y escribió según parece’”.
Además de pasar por alto el tono irónico empleado por el guerrillero argentino, altera la cita. Desde una posición estalinista, Dante Castro le enmienda la plana.
Este segundo Castro hace referencia al comienzo del párrafo, omitido por Celia Hart. El Che empieza de esta manera: “Aquí vendrán los grandes revisionistas (si quieren pueden poner a Jruschov), bien analizados, más profundamente que ninguno, y debía estar tu amigo Trotsky…”.
Queda claro que el Che no mostraba simpatía alguna por Trotsky, que su desdén era enorme por la figura del pensador ruso. Sobre todo al tener en cuenta que el párrafo anterior de la carta citada —al que también hace referencia Dante Castro en el artículo reproducido en CubaNuestra Digital— se inicia de esta forma: “Aquí sería necesario publicar las obras completas de Marx y Engels, Lenin, Stalin [subrayado por el Che en el original] y otros grandes marxistas”.
Carlos Manuel Estefanía señala —en su trabajo El trotskismo: vida y muerte de una alternativa obrera no estalinista— que en mayo de 1962 el gobierno de Castro suprimió el periódico Voz Proletaria, del Partido Obrero Revolucionario Trotskista (PORT), y mandó a destruir las planchas del libro de Trotsky La Revolución Permanente, que el PORT pensaba publicar, debido a un comentario del Che.
Celia Hart afirma en “Welcome”… Trotsky que al final de su vida el Che pudo acercarse bastante a la literatura trotskista. Lo sustenta de esta manera: “Juan León Ferrer, un compañero trotskista que trabajaba en el Ministerio de Industrias me lo ha comentado. El Che recibía además el periódico de su organización y fue el Che quien lo sacó de la cárcel después de su regreso de Africa. El compañero Roberto Acosta, ya fallecido, tuvo gran camaradería con Guevara”.
Vale la pena detenerse en este dato, porque más allá de la anécdota sirve para ilustrar la relación del Che y el propio Fidel Castro con el trotskismo cubano.
Guevara y los trotskistas
Según el interesante testimonio de Domingo del Pino, —un español que en la década de los años 60 era empleado del Ministerio de Industrias—, “el Che no excluyó por motivos ideológicos nunca a nadie que pudiese ser útil”. En esta dependencia, entonces a su cargo, trabajaba el ingeniero Roberto Acosta, “de quien luego sabríamos que era el jefe del trotskismo cubano”. El ingeniero Acosta había conseguido autorización del Che para publicar un boletín semanal titulado Boletín Informativo de IV Internacional-Sección Cubana, que se distribuía personalmente por los ministerios de Industrias y Finanzas. Esto explica la referencia al ingeniero Acosta en el artículo de Celia Hart y también aclara de que no se trataba de un periódico, sino de un simple boletín. ¡El verdadero periódico había sido suprimido por el propio Che!
Dice Del Pino en su testimonio —titulado Che Guevara ¿El Trotski de Castro?— que el año de 1965, clave en la vida del Che, resultó también el año del final del trotskismo en la Isla. Tras las declaraciones del guerrillero argentino en una conferencia en Argel, donde se refirió a que la URSS se beneficiaba al igual que los países capitales del “intercambio desigual” entre países industrializados y subdesarrollados, Moscú le expresó sus quejas a Cuba.
“Los trotskistas cubanos, a quienes Fidel Castro nunca había tomado en consideración como fuerza, eran un boccato minore que no obstante sufriría las consecuencias de aquella irritación de la URSS y de Fidel con el Che. El líder máximo les infligiría un castigo ejemplar y público para satisfacer a la URSS porque ¿Qué podía agradar más a Moscú que un trotskista castigado?”, expresa Del Pino.
Acosta y otros connotados trotskistas del Ministerio de Industrias fueron encarcelados. Registradas sus viviendas, decomisadas sus bibliotecas. Al regreso el Che intentó la liberación de los detenidos, pero no lo logró. En el caso específico del ingeniero Acosta, consiguió que éste fuera sometido a un proceso de “rehabilitación por trabajo manual” y enviado a trabajar a una planta eléctrica situada a 20 kilómetros de La Habana.
Al igual que en el caso de Mercader, Castro actuó solícito para complacer a Moscú. Los trotskistas en Cuba no tenían nada que perder, salvo la libertad. Para el gobernante cubano, significaban poco a la hora de complacer a un aliado del que dependía por completo. En el caso del Che, más que de simpatía ideológica se podría hablar de deferencia hacia sus empleados. Es posible que compartiera las críticas al burocratismo, hacia la URSS y los países socialistas y la necesidad de un intenso trabajo de orientación política. Pero por encima de todo estaba de acuerdo con Castro en que el trotskismo era una fuerza insignificante en el panorama político de la isla.
Hay además otra conclusión necesaria. Al encarcelar a los trotskistas, Castro no sólo complacía a los soviéticos. También se quitaba del medio a un grupo políticamente insignificante, pero que desde una posición de izquierda estaba criticando los males —burocratismo, ineficiencia, nacionalizaciones innecesarias— generados por su régimen.
Aventurerismo permanente
Queda por mencionar el aspecto más conocido del trotskismo. Sobre éste fundamenta Celia Hart la necesidad de una revalorización de la figura del revolucionario ruso. También lo utiliza para defender su tesis de que el Che “llegó a instrumentar un trotskismo que no conocía”.
Más que cualquier otra conceptualización teórica, el hablar de revolución permanente —en oposición a la estrategia de socialismo en un solo país— divide al trotskismo y al estalinismo en dos mundos apartes. La caída del comunismo en la URSS y la Europa del Este ha vuelto a poner sobre el tapete si Trotsky no estaba en lo cierto, al propugnar la imposibilidad de una Rusia socialista sin la existencia de una Europa también socialista.
Revolución mundial, revolución permanente y revolución ininterrumpida —este último concepto fue empleado por Lenin en 1905, pero nunca más volvió a formularlo— no son más que la aceptación, por parte de Trotsky y Lenin, de la imposibilidad del triunfo del socialismo en un país atrasado y con una enorme masa campesina. Además de una propuesta política, era la unión del ideal de avanzar hacia una occidentalización del país —la aspiración de un sector avanzado de la inteliguentsia— con el mesianismo de la cultura eslava. Más que en las barricadas, sus raíces se encuentran en la literatura. El escritor “reaccionario” Fedor Dostoyevski consideraba a Europa como una segunda patria para los rusos y llamó a sus compatriotas verdaderos europeos. Pero al mismo tiempo consideraba que Rusia estaba destinada a realizar la unión de todas las naciones en una causa común. Para Dostoyevski, “ser ruso significa ser universal”.
No hay que olvidar que la idea de la revolución permanente surge durante la fracasada Revolución de 1905 —Trotsky tituló Resultados y Perspectivas a la obra en que apareció por primera vez formulada— y fue parte de la explicación una derrota, bajo la forma de un programa para el futuro. Como plantea Orlando Figes —en A People’s Tragedy, A History of the Russian Revolution— consistió en una “paradoja histórica elevada al nivel de estrategia”. El creer en la incapacidad de Rusia para llevar a cabo el socialismo por sí sola fue una idea menchevique y no bolchevique, de un ideólogo que aún no se había cambiado de partido.
También esta idea puede ser asociada al canto del cisne de la inteliguentsia, que ese año dejó de soñar con la liberación de las masas, y a temer más al pueblo que a las ejecuciones del gobierno zarista. Lo que vino después —por encima de una provisoria asociación entre vanguardia artística y revolucionaria— confirmó los temores. La revolución permanente pertenece al ideario intelectual, mientras que apostar por el socialismo nacionalista es propio del campesinado y los trabajadores. La meta del “internacionalismo proletario” es caldo de cultivo de demagogos e ilusos. Sólo los anarquistas son internacionalistas.
Durante cien años, la aspiración a una revolución permanente ha sido una idea muy tentadora, porque una y otra vez vuelve a surgir en las circunstancias más variadas. Así se explica la confusión de otorgarle al Che una aspiración similar, cuando en realidad éste era un hombre sin patria, a diferencia de Trotsky y Lenin, y lo que en realidad intentó fue extender un estado de subversión permanente. Ajeno al cosmopolitismo y a la humildad con que comprendieron los revolucionarios rusos las limitaciones para poner en práctica sus ideales, Ernesto Che Guevara quiso cambiar al mundo, pero no para que cambiara su país. Más que buscar el triunfo huía del fracaso, hasta que se convirtió en el fracasado más reverenciado del siglo pasado.
Castro, por su parte, no es un verdadero internacionalista aunque lo proclama. Mientras los postulados de los creadores de la Revolución de Octubre fueron fieles a un viejo axioma, que plantea que la política exterior de un gobierno es una prolongación de su política nacional, en el caso de la Cuba de Castro ha ocurrido precisamente lo contrario. Esta inversión de las leyes —que supuestamente rigen el acontecer de un país— le ha permitido sobrevivir a más de un cambio en el equilibrio de las fuerzas internacionales. Siempre ha tratado de no depender enteramente de otros países para sobrevivir —o al menos ha logrado imponer esa apariencia, con una mezcla de sumisión e independencia única—, pero sí ha sabido aprovecharse de las alternativas mundiales a su alcance.
Literatura y fracasoQuienes intenten hacer renacer el trotskismo en Cuba tienen que luchar contra una historia de fracasos y verdades a media. Desde la leyenda de que Julio Antonio Mella era partidario de las ideas de Trotsky en adelante, la trama de las vicisitudes del movimiento son muy tentadoras para el novelista —que ninguno haya escrito esta historia sólo se explica en parte por el manto de misterio y censura que la rodea—, pero exigen al político una visión crítica si quiere sacar alguna enseñanza al respecto.
La realidad es que el trotskismo nunca fue una fuerza política importante en la Isla, salvo en el frente sindical. Un grupo pequeño desde el punto de vista numérico, que no logró crear un cisma entre los comunistas cubanos y que jamás conquistó el apoyo de los sectores populares del país.
No se ha demostrado a cabalidad que Mella se mostrara partidario de las ideas trotskista. No deja tampoco de ser motivo de debate la posibilidad de que fuera asesinado por agentes comunistas y no por testaferros del dictador Gerardo Machado y que Tina Modoti estuviera al servicio de la KGB. Tampoco es cierto que los trotskistas cubanos apoyaran sin reserva al Gobierno de los Cien Días de Grau-Guiteras, la organización Joven Cuba y el programa de Antonio Guiteras. Más bien fue un intento de penetrar al grupo para desplazar a la pequeña burguesía cubana de la dirección de la lucha y controlar el proceso. El estudio de este proceso, durante los años 30, no puede realizarse sólo teniendo en cuenta la bibliografía trotskista, sino también la labor del fallecido historiador Rafael Soler Martínez. Más allá de las posiciones ideológicas, la conclusión es que tanto los seguidores de Moscú como los partidarios de Trotsky luchaban por el control del movimiento obrero y eran igualmente sectarios.
El festín oportunista
El pensamiento y la figura de Trotsky han sufrido la paradoja de atraer a los intelectuales de todas las edades, a los jóvenes aspirantes a revolucionarios y a los políticos frustrados. Al mismo tiempo, de permanecer como un ejercicio de minorías a la hora de una acción política de verdadera influencia en la sociedad.
Esta simpatía no es ajena a un aprovechamiento oportunista, practicado por los mismos trotskistas norteamericanos, que cada año acuden a la Feria del Libro de La Habana para exhibir sus libros, sin importarles un pasado de persecución de sus ideas en la Isla y encasillados en la defensa del régimen cubano como la forma más fácil y segura de practicar su antinorteamericanismo.
El barniz elitista no deja de ser seductor frente al fracaso. Si nunca triunfó la idea de una revolución mundial o fue imposible mantener una revolución permanente, echar mano a cualquier similitud para mantener la esperanza. El renacimiento de la izquierda en Latinoamericana y la existencia del gobierno del venezolano Hugo Chávez son las nuevas tablas de salvación. Sin embargo, ni siquiera en el caso supuesto de que todos los gobiernos latinoamericanos adoptaran una tendencia política similar podría hablarse de un renacimiento del ideal trotskista. Porque la inclinación hacia la izquierda no se presenta como el fin de las diferencias nacionales, sino como la vía hacia un desarrollo diferenciado, en que cada nación busca mantener la cooperación en determinados aspectos económicos y comerciales, precisamente como una forma de enfrentarse al integracionismo y la globalización propugnada por Estados Unidos. Chávez, por otra parte, no es un constructor de naciones —ni siquiera para su pueblo—, sino un aspirante a caudillo que se vale de los petrodólares para extender su influencia personal. En este sentido, resulta mucho más internacionalista el neoliberalismo. Para los que quieren buscar semejanzas, el plan norteamericano de conquistar a Irak y extender la democracia en el Levante y sus alrededores estaría más cercano a la estrategia trotskista. No es una casualidad el que muchos de los arquitectos del concepto fueron trotskistas en su juventud. Una vez más, la realidad ha demostrado que este tipo de estrategia está condenada al fracaso, no importa el signo ideológico con que se quiera llevar a la práctica.
Lo anterior demuestra que lo que predomina, en cualquier intento trotskista, es una relación más emocional que práctica. Por encima del valor intelectual de los ensayos y artículos de quien fuera la figura de pensamiento más brillante de la Revolución de Octubre y su mejor orador y jefe militar, desde el punto de vista intelectual muy superior a Lenin —quien resultó un hábil político y un astuto estratega partidista, pero un pésimo teórico que tampoco nunca alcanzó la brillantez del primero en el discurso público—, poco o nada hay que buscar como guía para mejorar la sociedad.
Ese acercamiento intelectual a Trotsky fue el que intenté en los años 70 en La Habana, cuando los últimos trotskistas de la Isla estaban enterrados, fuera del gobierno o a punto de cumplir sus condenas. Encontré en el revolucionario ruso una figura difícil de encasillar, un hombre afiebrado y con una sensibilidad que quizá le hubiera servido para frenar más de un error en caso de mantenerse en el poder. Pero también a un fanático que propugnó el establecimiento de “campos de concentración” —de acuerdo a Isaac Deutscher en The Prophet Armed— para encerrar a los trabajadores que abandonaran sus puestos, un militar que reprimió a sangre y fuego la primera sublevación popular contra el régimen soviético —la de los marinos de Kronstadt— y el artífice del comunismo de guerra. Luego en el exilio supe que Trotsky posteriormente acusó a Dzerzhinsky de ser el culpable de la represión en Kronstadt, aunque aclarando que “una guerra civil no es una escuela de humanitarismo”, y admitiendo en última instancia su responsabilidad histórica.
Los hechos van más allá de una justificación por la lucha de clases. Fue Trotsky quien entonces escribió a Stalin: “Los [rebeldes] querían una revolución que no hubiera conducido a una dictadura, y una dictadura que no empleara la fuerza” —según cita el historiador Dimitri Volkogonov en su biografía, Trotsky. Volkogonov agrega: “Trotsky y Stalin pueden haber sido diametralmente opuestos en términos personales, pero ambos siguieron siendo típicos bolcheviques, obsesionados con la violencia, la dictadura y la coerción”. Violencia no sólo sanguinaria sino inhumana. Durante esa campaña, el jefe del Ejército Rojo se negó a que la Cruz Roja llevara alimentos a Samara, en manos de los Rusos Blancos.
Sobre todo, hallé que Trotsky valoraba el poder por encima de cualquier otra consideración y que Lenin no estaba desacertado cuando dijo que era imposible debatir con él, porque un día se aparecía con argumento y al otro con el contrario.
Trotskismo antitrotskeroMás allá de cualquier vedettismo de ocasión —“soy trotskera y no trotskista”, afirma Celia Hart—, estudiar el pensamiento de Trotsky sirve para conocer mejor, aunque no para explicar por completo, las causas del fracaso del comunismo en la URSS y los países de Europa del Este. Las raíces del desastre y el crimen se encuentran no en el abandono de la revolución mundial, sino en el llamado “centralismo democrático” —un engendro de Lenin para justificar su autoritarismo, que Castro ha seguido al pie de la letra—, la abolición de cualquier forma de producción basada en la propiedad privada, la desaparición de un Estado de derecho y el establecimiento de una economía rígida. Si bien es cierto que Trotsky fue el mejor planificador entre los jerarcas de la Revolución de Octubre —y también el propulsor de la Comisión de Planificación General del Estado (Gosplan)— su habilidad no lo salva de no percatarse de la imposibilidad de una planificación económica centralizada.
Hay una cuestión dentro del análisis trotskista, de la que puede valerse tanto el régimen cubano —para distanciarse ideológicamente de la caída del socialismo en Europa Oriental—, como servir de fundamento a una izquierda no castrista para una crítica al gobierno de La Habana.
Trotski consideraba que el estalinismo era una fuerza contrarrevolucionaria, ajena al socialismo. Pero a la vez afirmaba que la URSS continuaba siendo un Estado de los trabajadores —que lo continuaría siendo al menos por un tiempo—, debido a la propiedad estatal de los medios de producción. Este segundo principio fue luego abandonado por los trotskistas ingleses, pero ha servido de excusa a quienes han tratado de aferrarse de cualquier explicación para justificar una defensa de la desaparecida Unión Soviética.
En ambos aspectos hay elementos para que fundamenten sus esperanzas quienes consideran posible un renacimiento del comunismo. Los que piensan que, en última instancia, el estalinismo significó el principio del fin —y que se trató de un fenómeno político aislado, no inherente al sistema y propio de la URSS— pueden estar conformes con seguir apoyando a Castro.
Por otra parte, los que creen que el problema radica en que de la forma que se ejerció, la propiedad estatal de los medios de producción no resuelve los problemas sociales y económicos, sino que los aumenta, deben buscar soluciones alejadas del tipo de capitalismo o “caudillismo” de Estado que en la actualidad impera en Cuba.
Hablar hoy en la Isla del revolucionario ruso asesinado puede ser una buena catarsis. Pero los remedios sentimentales carecen de ejecutoria política, y aunque alguna herramienta puede resultar útil —no precisamente un piolet—, las soluciones hay que ir a buscarlas fuera de Coyoacán.