domingo, 28 de junio de 2009

Anestesia local, pistola en mano



El 17 de noviembre de 2005, en el acto por el aniversario 60 de su ingreso en la Universidad de La Habana, Fidel Castro pronuncia lo que considero su discurso más importante del pasado año y uno de los más significativos sobre el futuro del régimen. En medio de una intervención cargada de referencias políticas, históricas y hasta filosóficas, confesiones personales y recuerdos lanza una pregunta: “¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? Luego otra y otra: ¿Lo han pensado alguna vez? ¿Lo pensaron en profundidad?”.
No son interrogantes que usa como un simple recurso de oratoria. Poco importan aquí las exclamaciones de “¡No!” de la concurrencia. Está advirtiendo a quienes le rodean: “Este país puede destruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos [Estados Unidos]; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”.
Volverá a esta idea explicando lo que para él son los aspectos objetivos y subjetivos capaces de posibilitar el derrumbe del sistema que ha creado. “Les hice una pregunta, compañeros estudiantes, que no he olvidado, ni mucho menos, y pretendo que ustedes no la olviden nunca…”.
Aunque todo el tiempo estará brindando respuestas, no deja fuera la duda: “Cuando los que fueron los primeros, los veteranos, vayan desapareciendo y dando lugar a nuevas generaciones de líderes, ¿qué hacer y cómo hacerlo? Si nosotros, al fin y al cabo, hemos sido testigos de muchos errores, y ni cuenta nos dimos”.
Tratar de evitar nuevos “errores”. Así quiere definir las medidas que está tomando. En un momento en que Latinoamérica ha dado un giro rotundo hacia la izquierda, que la situación económica de su gobierno ha mejorado, cuando parece recuperado de una peligrosa caída y desafiante a los pronósticos médicos adversos el Comandante en Jefe se muestra más desconfiado que nunca.
Ante todo, una desconfianza hacia quienes le rodean. Habla de la caída, la operación posterior. El hecho conocido de que sólo permitió anestesia local durante la intervención quirúrgica. Reconoce que siempre dispone de una Browning de 15 disparos. Confiesa: “He disparado mucho en mi vida”. Después agrega: “Lo primero que quise ver fue si mi brazo tenía fuerza para manejar esa arma que yo siempre usé. Esa está al lado de uno, usted la tiene”. La capacidad del Jefe de Estado, la astucia del gángster, los reflejos del guerrillero.
¿Por qué esa premura en saber si puede disparar? No por una amenaza externa. En todo el discurso no se menciona una sola vez el peligro de una invasión, la “agresión imperialista” o la posibilidad de una guerra: la isla ha alcanzado la “invulnerabilidad militar”. Invulnerable, pero no indestructible. Queda bien claro. La amenaza viene de adentro.
La primera amenaza es el propio ser humano: “El hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, […] el instinto de supervivencia es uno de ellos”. ¿Pero no es el apuro por agarrar la pistola la muestra de un instinto de supervivencia? ¿Dónde están las señales de alarma? No para quien considera que sobrevivir es asegurar la continuación de la revolución. Hay que estar de acuerdo a su lado, pero no es suficiente. El peligro está en todas partes. Para él y para quienes lo rodean. No le garantiza la vida a nadie. A todos los deja sin alternativas. El es la revolución. ¿Y después?
Castro pretende minimizar la idea de su muerte, aunque durante toda la intervención se coloca en una jerarquía superior, que le permite achacarle a otros —economistas, administradores, ministros— los errores cometidos. Poco cuenta a estas alturas repetir un recurso utilizado una y mil veces. Destaca en cambio lo que considera importante. Lo que no hay que olvidar nunca: él es el patrón moral del país, el hacedor del destino nacional. Y un creador nunca está tranquilo. Una vez más, hay que reinventar la revolución. No se excluye de los errores. De lo que se excluye es de las consecuencias por haber cometido errores. Queda para los economistas el no percatarse de lo incosteable de las zafras azucareras. Son los ministros los que han sido deficientes “y bastante deficientes”. Es en los poderes populares donde el “desastre es universal, el caos”. La ineficacia, la falta de interés y el descontrol son algunos de los factores subjetivos que pueden acabar con la revolución. Pero no los únicos ni los más importantes. Está el problema de la corrupción, explicación siempre a mano, que oculta deficiencias, críticas y causas políticas.
La corrupción ante el poder
Durante el llamado “Período Especial”, el gobierno tiene que permitir ciertas parcelas de gestión económica, que funcionan con una relativa independencia estatal, ya sean privadas o autónomas. Lo hace obligado por una necesidad económica, pero también política. Se ha enfatizado —quizá demasiado— en los factores económicos. El sentimiento político de buscar una apertura —latente en la población y a punto de estallar— encuentra tres posibles salidas: la inmigración (Crisis de los Balseros), la disidencia y la posibilidad de ganarse la vida sin recurrir al Estado. De enriquecerse o al menos situarse por encima del resto de los ciudadanos. Una gestión económica que se desvía del patrón establecido hasta entonces, debido a las circunstancias del momento, y que enmascara la falta de libertad con una ilusión de independencia.
La apertura económica —adoptada a regañadientes según confesión repetida del gobernante— brindó no sólo dividendos monetarios. También una ganancia política fundamental: convirtió a las limitaciones de una sociedad cerrada en una fuente de enriquecimiento para algunos. Un “enriquecimiento” que sirvió para desviar la atención hacia problemas sociales más profundos. La falta o abundancia de artículos de consumo como parte de una operación de distracción: “resolver” en vez de hablar mal del gobierno, especular en lugar de oponerse. No importó entonces que el egoísmo llevara a la corrupción. La misma que ahora Castro hace eje de su campaña, porque se ha fortalecido en otros frentes y al mismo tiempo siente la necesidad de cambiar su táctica de ataque: la campaña contra la corrupción es el nuevo plan que le permite alejar la atención ciudadana —y de quienes le rodean— de otros factores fundamentales de la crisis nacional, así como reforzar el miedo en todos los niveles del Gobierno.
Con la inmigración controlada gracias a un acuerdo con el enemigo (que brinda beneficios mutuos, los cuales garantizan su permanencia) y la actividad disidente reducida a niveles mínimos, el mandatario ha decidido ampliar su lucha contra los que considera corruptos. No hay que olvidar que antes de las detenciones masivas de los opositores pacíficos del Grupo de los 75, en la primavera de 2003, se había acentuado la persecución de quienes realizaban actividades económicas al margen del orden establecido. Ahora son los funcionarios gubernamentales quienes están en la mirilla, porque éstos constituyen lo que podría llamarse la “disidencia oculta”, los cientos o miles de funcionarios menores —y algunos no tan menores— que desde hace años desean un cambio.
Si el temor o una supuesta falta de egoísmo generan la incompetencia, y por el contrario el egoísta es corrupto y antisocial, ¿en dónde radica la solución del problema? Castro dice que en la educación y la ética. Pero también en la economía. Vuelve una y otra vez sobre las deficiencias y los gastos de combustible que causan los camiones, ventiladores y otros artículos de la época de los subsidios soviéticos. Promete que durante este año se producirá un reemplazo paulatino de estos equipos y un aumento en los niveles de abastecimiento de alimentos.
De sus palabras se desprende que la solución que impedirá el derrumbe del modelo socialista cubano se fundamenta tanto en modernas tecnologías (factores objetivos) como en la existencia de una población joven, culta y educada, con una formación ética a prueba de tentaciones, así como el establecimiento de controles y la creación de una conciencia ciudadana que valore los costos y el valor monetario (factores subjetivos). “El dinero es sagrado”, dice el Comandante.
Está por verse el desarrollo económico. Menos seguras aún son las soluciones que propone para eliminar esos factores subjetivos que han puesto en peligro su modelo revolucionario. El sustituir a los empleados de las gasolineras por trabajadores sociales significa sólo un cambio de personal, que no garantiza nada. Dentro de unos meses —o en estos momentos— quienes despachan las bombas de combustible comenzarán las mismas actividades ilegales de sus antecesores. Lo único que impide que un “pistero” se enriquezca es que la gasolina se venda a todo el mundo de acuerdo a los precios de mercado. La escasez y el racionamiento son los factores que posibilitan la especulación y el contrabando. Pero una abundancia sin restricciones no forma parte de las aspiraciones del régimen. Por eso, aunque en su lucha contra la corrupción Castro está empleado el dinero además de sus dos armas tradicionales —la represión y el control—, lo hace con el objetivo de convertir a Cuba en un ejemplo ante el mundo: la nación que más gasta en ahorrar.
¿Vale la pena la discusión sobre la corrupción, enfatizar que ésta se genera en las altas esferas del gobierno y que al final lo que impera en la isla es una lucha por la supervivencia? A todos los niveles. ¿No es la confesión de agarrar la pistola casi de inmediato la clave del discurso? No hay que desviar la vista de un hombre con una pistola. No importa lo que diga. Lo que cuenta es el arma.
Mostrar interés por el futuro, hacerle creer a los seguidores que se preocupa por la continuación del proceso cuando él ya no esté. Distraer a todos —en la isla y en el exilio y el resto del mundo— de la urgencia por mantener la pistola al alcance de una mano que sepa responder a tiempo y con precisión. Desde la llegada de George W. Bush al poder, Washington aparenta jugarse la partida a esa carta: organizar la transición. Con este discurso, Castro también entra en el juego y se sienta a esperar que alguien a su alrededor apueste: discutir el futuro, caer en la trampa del Comandante.
¿Cómo lograr ser la única garantía de supervivencia hasta el presente y al mismo tiempo convencer a otros de que hay un futuro? Inventar, reinventarse todos los días, pero sin confiar en nadie. La mano del Comandante que toma la pistola: “Moví el peine, la cargué, le puse el seguro, se lo quité, le saqué el peine, le saqué la bala, y dije: Tranquilo… Me sentía con fuerzas para disparar”. El resto sólo es apuntar con cuidado.
Coda: todo para perder
La pregunta de si el proceso revolucionario cubano pudiera derrumbarse tiene una respuesta —calificada por algunos ilusos de “inusitada”— en la intervención del ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Pérez Roque, durante el VI período ordinario de sesiones de la VI Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Tonto pensar que no se trata de un movimiento acordado por el propio mandatario. Pero algo en el documento llama la atención. Pese a la pobre oratoria y al cuidado de no apartarse de lo expresado por el Comandante en Jefe, lo interesante de los planteamientos del Canciller es que el enfoque de éste difiere en perspectiva. Si Castro habla desde un presente eterno, Pérez Roque piensa en el futuro. Para el gobernante todo se reduce a una cuestión táctica. El ministro lo ve en términos de estrategia. Sólo que la táctica de Castro es en realidad su estrategia de supervivencia y las aspiraciones de Pérez Roque terminan —van a ser eliminadas en el momento oportuno— cuando pone en evidencia que él ha comenzado a ver más allá de ese movimiento elemental definido por el mecanismo innato de conservar el poder. ¿O no forma todo parte del mismo juego: poner a hablar del futuro al menos apto?
Quien ejerce el mando sólo busca cambios que mantengan el statu quo. El que evidentemente aspira al cetro sabe que los cambios serán inevitables. El gobernante a punto de cumplir 80 años utiliza a los jóvenes en un simulacro de “revolución cultural”, para atemorizar a quienes lo rodean. El otro sabe que en los jóvenes está la clave del problema. El primero le habló a los jóvenes estudiantes. El segundo habla en representación de los jóvenes. Uno habla de la muerte, pero está convencido de que aún le quedan muchos años por delante. Otro no se atreve a mencionarla: “no son [estos días] para evocar noticias tristes, ni temas a los que se rechaza nada más de pensar en ellos”.
Las palabras plañideras del cortesano lo denuncian: vislumbra la muerte del gobernante, la teme y la desea y se atreve a proponer un futuro sin Castro. ¿Cae en la trampa impulsado por su ambición, repite la impresión que causó al abalanzarse al podio cuando el desmayo del mandatario, o de nuevo cumple órdenes? El Pérez Roque de siempre: no es posible tanta osadía sin una autorización expresa.
El ministro ha hecho de la repetición un hábito. No le basta con volver a lo expresado por el gobernante: la isla ha alcanzado la “invulnerabilidad militar”. Afirma que se alcanzará la “invulnerabilidad económica”, pero no está tan seguro respecto a la “invulnerabilidad ideológica y política”. Ya aquí no hay repetición sino duda. Al decir esto comete el primer error de muchos. No sólo lo han colocado en la posición de ser una caja de resonancia, le han dado también cuerda para que se arriesgue a una nota disonante.
Si es necesario reinventar la revolución, la tarea no puede quedar en manos de los “veteranos”, cuyos errores ahora está pagando la población. Castro dice apostar a los jóvenes, ejemplificados en los trabajadores sociales. Pérez Roque rebate ese argumento. Quienes eran niños al inicio del “Período Especial” y los que en los últimos diez años han llegado a la adolescencia —aproximadamente dos millones y medio de la población nacional— tienen “más información y más expectativas de consumo que los jóvenes que al principio de la Revolución fueron a alfabetizar”, no se dejan conquistar por “el mismo discurso de siempre, que si la salud y la educación”, muchos pertenecen al grupo de gente que se “hace ilusiones con el capitalismo”. Nada más peligroso para un fonógrafo que creerse cantante.
El ministro teme que la “invulnerabilidad ideológica” se pierda “cuando no exista la voz que llame cuando los demás no se dieron cuenta” y propone salvar el Estado, porque si éste no se salva no se salva él. Quiere una legitimidad basada en la autoridad. Invierte los términos propios de un Estado de derecho, donde la legitimidad es la que otorga autoridad y apela a que los dirigentes sean honestos y no tengan privilegios. Llama al apoyo popular sobre la base de ideas y convicciones y pide predicar con el ejemplo. Propone impedir a toda costa el surgimiento de una nueva burguesía.
La estrategia del Canciller no se sostiene. Heinz Dieterich, en Rebelión, la hace pedazos: “Apelar a la disciplina revolucionaria y los valores éticos en las actuales circunstancias de Cuba, tener que ser como Fidel o el Ché, no cambiará el panorama general de la situación, porque las condiciones objetivas no sostienen ese discurso”. Y en otro párrafo: “la propiedad estatal es percibida por muchos como una propiedad ajena o anónima, que se puede privatizar a través del robo. Mientras esto sea así, será difícil acabar con la corrupción y el robo, como muestra el ejemplo de China”. Esto lo escribe un intelectual favorable al gobernante cubano y un ideólogo cercano al presidente venezolano Hugo Chávez. Si la izquierda tradicional rechaza el discurso del ministro, ¿qué futuro le espera a éste? Porque desde hace años esta misma izquierda puede no estar de acuerdo con las acciones o los postulados de Castro—las palabras de Dieterich son también una impugnación al discurso del gobernante—, pero se siente obligada a no rechazar su figura.
Pérez Roque convertido en una caja de resonancia desafinada, a la espera de la patada que lo quite del medio. Fue advertido a tiempo, cuando al ser nombrado ministro de Relaciones Exteriores dijo que lo único que él realmente conocía era la forma de pensar de Castro. En aquel entonces, el escritor Norberto Fuentes destacó que la afirmación era falsa. “Si realmente conoce la mentalidad de Fidel Castro, lo primero que hace es pedir asilo en el próximo país que visite”. Hay una enorme distancia entre conocer el pensamiento íntimo de Castro y obedecer a pies juntillas todo lo que el gobernante manda a decir: ¿Cuántos han sobrevivido a sus dictados? Una distancia enorme, que se mide con un paso al vacío.
Este artículo apareció originalmente en Encuentro en la Red, el 17 de enero de 2006.