Falleció en La Habana el músico Juan
Formell, informó el diario Granma.
Tenía 71 años. En Cuba había recibido el Premio Nacional de Música 2003 y en
fecha reciente, en Estados Unidos, se le otorgó el Grammy Latino a la
Excelencia. Su música es muy popular en todo el continente americano.
Formell, compositor, arreglista y
director de la famosa orquesta de música popular cubana Los Van Van, no solo
fue un célebre artista. En un momento se llegó a afirmar que su popularidad
rivalizaba con la de Fidel Castro, y que este último sería recordado como el
gobernante de la isla durante la época de Formell. El juicio no solo resultó una
exageración sino también irónico: una vez más, Castro sobrevive a un famoso de su
tiempo, más joven.
Varios fueron los méritos musicales de
Formell, pero voy a señalar dos: renovó el formato instrumental de la orquesta
de charanga francesa, modernizó sus sonoridades y aportó una dinámica nueva a
una música y un tipo de agrupación en franca decadencia, que se sostenía solo
por el apoyo gubernamental. En ese entonces, el gobierno de Castro estaba
interesado en evitar la influencia de la música extranjera, especialmente entre
los jóvenes. Ya lo había hecho con Pello El Afrokán y su “ritmo” mozambique, de
corta duración, y lo seguía desarrollando con el empecinamiento en mantener
vivas toda una serie de agrupaciones de sonido gastado, que en circunstancias
normales hubieran desaparecido desde hacía tiempo, y producto de esa política
era el estancamiento de la clave cubana en un modo repetitivo que subsistía por
la carencia de mejores opciones y la necesidad autóctona del cubano de preferir
el baile entre otras formas de recreación y también —de nuevo— por la
limitación a la hora de elegir en que pasar el tiempo libre. Formell cambió ese
panorama, para beneficio de los cubanos.
El otro mérito de Formell que me interesa
destacar fue que asumió la tarea del trovador tradicional y se convirtió en
cronista de su tiempo, sobre todo de La Habana.
Nunca fue un cronista inocente, desde el
nombre de la agrupación que creó —Los Van Van, en alusión a la consigna “Los
diez millones van”, de la fracasada cosecha azucarera de 1970— hasta su actitud
como artista y sus declaraciones públicas; en última instancia siempre fue
embajador, a veces de forma sumisa, otras con mayor independencia, no solo de
Cuba sino del gobierno de la isla.
Lo anterior no invalida sus logros
artísticos, pero no por ello desdeña el hecho de que ese talento sirvió para
paliar la sensación impositiva que representaba un canon musical caduco.
Paradójicamente, Formell actualizó ese
canon, pero al mismo tiempo lo preservó en su esencia retrógrada.
Quizá al escribir esto descubro una
esencia reaccionaria en mis palabras y una valoración elitista hacia un tipo de
música. En esencia, trataría de justificarme agregando que Formell hizo buena
música bailable, pero nada más que bailable. Trascender las formas bailables es
en buena medida la esencia de la música, no solo para los compositores de conciertos
sino para los populares también: en la actualidad, lo mejor del son se escucha,
no se baila. Ha sobrevivido no en los pies ni en los movimientos del cuerpo,
sino en el oído y la audición atenta. El jazz cubano, lo mejor que en la
actualidad tiene la isla dentro de los diversos géneros musicales, es para
escuchar.
Que las andaduras de la música bailable
de Formell siempre recorrieron una trayectoria política se evidencian en Cuba y
Miami.
No solo fue emblemático el año del
surgimiento de la agrupación y su sonido, en 1969, durante la efervescencia
preparatoria para la “Zafra de los Diez Millones” del año posterior, pero que
se extendió por 18 meses, culminó en uno de los mayores fracasos de Castro y en
cierto sentido estremeció a la sociedad cubana, así como fue el factor
determinante en la entrega sin reservas al modelo económico soviético. Economía
planificada por los “bolos” y la distracción garantizada por Formell.
El sonido nostálgico de la Orquesta
Cubana de Música Moderna, en 1967, no había sido más que un producto de la
persistencia y nostalgia de su director, Armando Romeu —un músico ejemplar del
que hay pendiente más de un homenaje—, siempre menospreciado por las
autoridades culturales, algo de lo cual fui testigo en más de una ocasión, y
del recuerdo que siempre mantuvo vivo el orquestador y pianista Rafael Somavilla,
comunista de siempre, hombre amable como pocos y arreglista sin par. Sin
embargo, el formato jazz band también
estaba más que pasado de moda, y fue necesario el surgimiento de los Irakeres
para conocer algo nuevo, pero eso es otra historia, popular pero no bailable.
De vuelta con Formell, ya desde antes, en
1968, con la Orquesta Revé —y en su condición tanto de compositor y arreglista
como de ejecutante en el contrabajo— venía desarrollando una mezcla de las
formas tradicionales de la música bailable cubana (changüi, cha-cha-cha) con
elementos actuales de la música extranjera. Había iniciado el camino que lo
llevaría al triunfo: actualizar la música cubana, incorporar lo foráneo y no
alejarse tanto de las formas tradicionales como para ser considerado como
“extranjerizante”. Desde el punto de vista artístico su camino resultó
correcto, pero al mismo tiempo complacía tanto al gobierno como al público. El
éxito estaba garantizado, y el apoyo del régimen también. No por gusto eran
“Los Van Van”. Pese a ciertos pronósticos, nunca cambió el nombre de la
agrupación, pese a que recordara un fracaso de Castro y una muestra de
oportunismo. Terminaron sonando más cercanos a un “Bang Bang” que a otra cosa,
y en esta ocasión la derrota fue huérfana como siempre, aunque nunca sorda: ahí
estaba la música de Formell, para olvidar lo que había deshecho el padre
putativo de todos los cubanos y seguir bailando.
Esa renovación musical, durante el
frenesí azucarero y la consecuente desilusión, actuó de vía de escape para la
población. No quiere esto decir que sin Formell se habría caído Castro y tampoco
catalogarlo de simple colaboracionista, pero es necesario señalar el contexto
—y los beneficios posteriores de que disfrutó el músico, documentados en muchas
ocasiones— para no hablar solo del hombre que acaba de fallecer sino de las
circunstancias en que se desarrolló.
Por supuesto que Formell fue ante todo un
músico con talento suficiente para triunfar en cualquier escenario, pero que
siempre actuó en concordancia con el sistema social y político que le sirvió de
plataforma. Este vínculo entre música y política aparece una y otra vez en su
trayectoria. Incluso en las ocasiones en que lo negó fue más fuerte que nunca.
En 1999 Formell actuó por primera vez en esta
ciudad, en la ya desaparecida Miami Arena. La ocasión sirvió para que el sector
más recalcitrante del exilio escribiera una de sus páginas más penosas:
botellas lanzadas contra los asistentes, una algarabía que no tenía nada que
envidiar a un acto de repudio en la isla y los canales de televisión locales
cómplices de aquel espectáculo bochornoso a la entrada del evento.
La noche de aquel concierto, la música de
Formell triunfó a toda regla y el exilio tradicional inició una retirada
ideológica que sobrevive hasta nuestros días.
Formell fue un embajador del futuro, pero
que en última instancia no es un futuro grato para los exiliados.
Años más tarde, en 2010, regresó y actuó
de nuevo con su agrupación, en plena calma. Se oyeron reproches, pero pocos
escucharon. En esa y en ocasiones posteriores manifestó estar de acuerdo en
compartir escenario con músicos exiliados, así como reiteró sus declaraciones
de separar la música y la política.
En un sentido general, y más allá de sus
indudables méritos artísticos, hay que reconocerle a Formell su actitud
anti-extremista, pero tampoco olvidar esa vinculación constante con el régimen.
No para vituperarlo, tirar piedras a los que iban a sus conciertos o tratar de
censurarlo. Simplemente para dejar constancia.
Este artículo también aparece en la edición del viernes 2 de mayo de Cubaencuentro.