viernes, 5 de enero de 2007

La revolución de Henry Cartier-Bresson


Hay otra fotografía de Ernesto "Che" Guevara. No tan conocida como la famosa foto del Che, aunque la tiró un fotógrafo más célebre. Al contemplarlas unidas, las diferencias hacen evidente que lo importante no es el sujeto que aparece retratado, sino la fecha en que son publicadas. La primera estuvo guardada en un archivo por varios años y la posterior fue divulgada de inmediato.
La distancia entre ambas encierra la historia de la revolución cubana. La foto menos famosa nos muestra a un Che jovial y joven -pese a las arrugas prematuras del rostro. El llamativo reloj en el brazo izquierdo, las dos copas y la taza de café al frente contribuyen a humanizar el retrato. Pero es la sonrisa del guerrillero la que nos devuelve a la época en que aún era posible la duda: nada más alejado de las intrigas por el poder, los combates sin escapatoria en la aridez del campo latinoamericano y el empecinamiento en una lucha a muerte que ese argentino --porque la instantánea permite otorgarle una nacionalidad y no perderlo en un símbolo-- que mira confiado y risueño a sus supuestos interlocutores.
Una logra acaparar una eternidad que ahora se resume en camisetas y carteles para turistas y manifestantes tras una ilusión perdida. La segunda es apenas un documento histórico. La primera y famosa se identifica con un período convulso, que afectó a todos los países. La otra nos devuelve a una época de ilusión en sólo una isla; permite una mirada triste pero no un rechazo en blanco y negro.
Henry Cartier-Bresson llegó a La Habana en 1963, para captar el momento aún sostenido de una esperanza que se perdía irremediable en los excesos. Vino a mirar el despertar cubano --del que sólo sobreviven documentos como su fotografía del Che--, pero especialmente a transmitir al mundo sus imágenes, como una forma de entender lo que ocurría en un país enfrentado a una gran potencia y cada vez más aliado a otra. Viajó enviado por la revista Life, para realizar un reportaje gráfico de la Isla, gracias a su condición de fotógrafo de primera y ciudadano francés. Lo hizo con el entusiasmo que lo caracterizaba --siempre estar en la primera línea en cualquier lugar del mundo en que surgiera una noticia--, pero también con la prudencia del que sabe los peligros que acechan al que marcha en busca de la historia.
Antes de viajar a Cuba, se comunica con Nicolás Guillén -al que conocía desde 1934- e indaga las posibilidades que tiene de poder moverse sin problemas: ''lo que más me gustaría es no estar con las delegaciones y hospedarme en el viejo hotel Inglaterra --que probablemente esté muy destartalado--, donde se hospedó Caruso''. El poeta nacional apoya la idea: ''De acuerdo. Qué más''. ''Quiero que me asignen un intérprete'', añade el fotógrafo. ''¡Pero si tú hablas español!'', replica asombrado Guillén. "¡Sí, pero de este modo sabré dónde me meto!'', responde previsor.
No por gusto ''el ojo del siglo XX'' había estado en la guerra civil española, participado en la lucha de liberación de Francia de la ocupación nazi y presenciado el triunfo de Mao, el ''deshielo'' en la Unión Soviética, el asesinato de Gandhi y la construcción del Muro de Berlín.
A la muerte de Cartier-Bresson -el 2 de agosto deL 2004--, en Cuba no faltaron los elogios al hombre que había fotografiado el proceso revolucionario en sus inicios, pero tendiendo un "manto piadoso'' de silencio sobre el texto que acompañó las imágenes. Porque el reportaje gráfico aparecido en el número 54 de la revista Life (del 15 de marzo de 1963) no sólo contiene las fotos de HCB --las siglas con las que era conocido Cartier-Bresson, como si se tratara de la marca de una impresora-, sino también el testimonio de su visita. Palabras e imágenes que no pueden ser separadas, porque ambas responden a una visión desprejuiciada -por momentos aguda, en ocasiones ingenua- de lo que ocurría en la Isla.
HCB llega con los ojos del europeo que ha visto mucho y busca lo diferente. Lo resalta en todo momento: encuentra que hay un proceso en gestación que se diferencia del soviético y el chino. No por la falta de intención de quienes gobiernan, sino por la idiosincrasia del cubano. El francés nos ve dicharacheros, indisciplinados y astutos: incapaces de ser sometidos a la disciplina regia del totalitarismo.
Señala en favor de su tesis ciertas características que luego serían abolidas: noticias sobre religión publicadas en el periódico El Mundo, la persistencia de una prostitución permitida y la lotería. Pero destaca sobre todo la existencia de una doble moral, que lleva a que un importante funcionario del régimen le haga chistes contrarrevolucionarios y que un poeta lo lleve a un culto afrocubano, para confesarle luego que: ''Somos marxistas-leninistas durante la semana, pero el domingo lo reservamos para nosotros''. Al mismo tiempo, alerta sobre el peligro que representa una institución como los Comités de Defensa de la Revolución, que considera ''perniciosa, una invasión de la privacidad, en el mejor de los casos, y el comienzo del control del pensamiento y la cacería de brujas, en el peor''.
Donde se hace más patente esta visión --donde la comprensión de lo nuevo marcha pareja con un deslumbramiento superficial-- es en su percepción sobre el Che Guevara y Fidel Castro. Al Che no le ve como "un hombre violento pero realista'', para agregar: ''Un hombre persuasivo y un verdadero anarquista, pero no es un mártir. Uno siente que si la revolución en Cuba resultara aniquilada, el Che reaparecería en otro lugar de Latinoamérica, vivo y arrojando bombas''. De Castro afirma que es "un verdadero Mesías y al mismo tiempo un mártir. A diferencia del Che, creo que preferiría morir que ver desaparecer a la revolución''.
Es el fotógrafo en plan de apoderarse de la realidad con la mirada de su cámara, pero también el francés que ve a las mujeres -por delante y por detrás- con la codicia del mirón: las prostitutas redimidas, "la compañera'' que de pronto abre la puerta de una habitación --en el corredor de un hotel--, a la que devora con la vista y compara ventajosamente con Brigitte Bardot, para encontrar una respuesta cómplice de su acompañante cuando inquiere por ella: "Trabaja en el Ministerio de Industria''. Quien luego agrega: "Todas las noches estudia libros rusos de planificación industrial''.
Por eso, al describir un discurso de Castro, se permite un comentario irónico: "Tras hablar durante tres horas, las mujeres en su presencia aún temblaban de éxtasis, pero había puesto a dormir a los hombres". Se entiende la renuencia actual en Cuba a detenerse en sus palabras.
La foto del Che de Cartier-Bresson --publicada en la revista Life-- responde a esta visión humana, demasiado humana. La de Alberto Díaz Gutiérrez Korda llega a la leyenda por un camino distinto: es la representación perfecta del mito; se convirtió en un icono el pasado siglo y mantiene aún su vigencia en las protestas actuales contra la globalización y el libre comercio. Pero a diferencia de la del fotógrafo francés, en sus orígenes no fue reconocida como un "instante decisivo'' -la estética que hizo famoso a HCB-, sino que tuvo que esperar a ser descubierta por el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli, tras la muerte del "Guerrillero Heroico''.
En vida, Korda repitió a todo oído atento y entusiasta la historia de aquel momento: fue durante el entierro de las víctimas de la explosión del vapor La Coubre, en 1960. Era fotógrafo del periódico Revolución y fotografiaba a quienes estaban en la tribuna del acto. Descubre el rostro del Che, lo encuadra y oprime el obturador dos veces.
Por vocación u oportunismo, Korda dijo en más de una entrevista que consideraba a HCB una fuente de inspiración, y que de acuerdo al postulado de la importancia del "instante decisivo'' -aunque desconociendo entonces lo dicho por Cartier-Bresson- había logrado captar el rostro del Che en aquel momento revelador. Una declaración que hay que admitir con cierta reserva, si se tiene en cuenta su actividad profesional antes del triunfo de la revolución: fotógrafo de modelos con más o menos ropas, que aspiraba a convertirse en el Richard Avedon cubano.
Este escepticismo ante unas palabras muy convenientes a su merecida fama de reportero gráfico de los principales acontecimientos nacionales --las únicas imágenes que hay que creerle a los fotógrafos son las que salen de sus cámaras-- no intenta restarle valor a su obra. Korda fue famoso en todo el mundo por su fotografía del Che, pero en su carpeta hay muchas otras también de gran mérito. Entre estas se destacan la del campesino trepado en un farol, durante una concentración en La Habana, y la de Camilo Cienfuegos entrando en la capital con una caballería rebelde -por citar dos ejemplos bien conocidos.

Por los contrastes que crean las asimetrías, hay otras dos imágenes que permiten más de una comparación. Una es de HCB, y es su foto más famosa: un hombre corre sobre el suelo mojado en la estación Saint-Lazare en París. En la otra Fidel Castro -cubierto con un enorme abrigo de pieles, gruesas botas y una carabina en la mano- camina pausadamente por un paisaje nevado, durante una cacería en Rusia, en la época de Kruschev. Esta última es de Korda. No hay un mejor paralelo entre la indefensión cotidiana del ciudadano y el poder tropical absoluto trasladado de pronto a la estepa rusa.
Hay más en común entre la foto del Che de Korda y la de HCB, y es la máquina fotográfica -un término que pretende mecanizar un oficio nada mecánico, y mucho menos objetivo, que depende de la inspiración tanto como lo hacen la música y la pintura. Ambas fueron tomadas con una Leica. La cámara alemana que Cartier-Bresson impuso al mundo de los reporteros gráficos, por ser de gran calidad y al mismo tiempo portátil. Tres Leicas --la tercera en las manos de Jesse Fernández- se emplearon en la mayoría de los mejores retratos hechos en Cuba durante la segunda mitad del pasado siglo.
La fotografía de Cartier-Bresson que ha alcanzado el mayor precio en una subasta es de Cuba, pero no tiene nada que ver con la revolución, ya que fue hecha durante una visita anterior a la Isla. Se vendió el 16 de noviembre de 1999 por $24.030. Titulada Cuba, 1934, era su preferida. La eligió para abrir la exposición de homenaje por sus 95 años -que sabía era también su despedida del mundo que recorrió de arriba a abajo, una y otra vez. Catalogada como una de las más importantes de Europa el año pasado -con 350 fotografías, tres documentales y horarios de visita ampliados-, a la muestra se le considera la mayor representación antológica jamás montada.
Miles desfilaron entonces ante esa fotografía cubana en blanco y negro --de tonos oscuros--, que impresiona por su aridez: un tiovivo abandonado con unas paredes casi derruidas al fondo y una figura que se pierde en ese paisaje de ruinas. A quien había retratado los campos de concentración nazi, le bastó en esta ocasión con unos caballitos de madera sin cola, que aparentan saltar por los escombros, para escapar de la desolación.
Este artículo apareció por primera vez el 1 de octubre de 2004 en Encuentro en la Red.