Algunas
de las razones actuales para el levantamiento del embargo norteamericano hacia
el régimen cubano son malintencionadas en sus pronunciamientos y lógicas en su
práctica. Detrás de ellas se encuentran intereses comerciales, que no solo
buscan vender unos cuantos productos. A ello se une el interés de destacar un
principio: los embargos comerciales tienen poca utilidad, salvo excepciones, en
un país como Estados Unidos, una nación que propugna la economía global y el
liberalismo económico.
Otros motivos de rechazo pueden ser debatidos con argumentos similares,
pero de signo contrario. Entre ellos, la afirmación de que el embargo es
inmoral, que hay que suprimirlo para quitarle una excusa al régimen castrista y
la acusación de que éste es el causante de buena parte de la miseria en Cuba.
Desde el punto de vista político o militar, los embargos ―incluso los
bloqueos en el caso de guerras― no son morales e inmorales, porque la ética
nunca ha formado parte de la estrategia. También al gobierno de La Habana le
sobran las excusas y la pobreza que impera en la isla es una de las mejores
tácticas con que cuentan los hermanos Castro, al utilizar la escasez como un instrumento
de represión.
Pero
a estas alturas el embargo no es una medida que se valora de forma positiva, en
el país donde un mandatario la promulgó en 1962, luego de tener a buen
resguardo una provisión tal de tabacos que le sobreviviría.
Kennedy
no vivió lo suficiente para conocer que no era violar la ley, sino el tabaco
cubano lo que resultaba dañino. Fidel Castro lo supo a tiempo y dejó de fumar.
Por su parte, el embargo no se ha hecho humo en más de 50 años.
Sin
embargo, a los granjeros norteamericanos no les preocupa tanto el quedar fuera
del reparto de los puros, al final de la cena. Lo que ellos quieren es participar
en la venta de los comestibles que se pondrán en la mesa. Si no han avanzado
mucho en sus propósitos, se debe a dos razones fundamentales.
Una
es que declararse a favor del embargo hasta hace poco continuaba formando parte
de la agenda electoral —tanto del Partido Republicano como del Demócrata—,
porque constituía uno de los pocos incentivos que se les pueden ofrecer a los
votantes cubanoamericanos. Paulatinamente esta táctica electoral ha ido
debilitándose, e incluso un aspirante a la denominación demócrata de Florida
por el Partido Demócrata, el cambiante Charlie Crist, se ha atrevido a
declararse en contra del embargo. Todavía está por verse si hay un cambio
político en el electorado cubanoamericano surfloridano, que tenga una fuerza
tal como para reflejarse en las urnas. Por otra parte, este supuesto cambio demográfico
no afecta el poderío económico y de cabildeo del aún fuerte exilio cubano
tradicional.
Aunque
la reñida batalla de las primarias republicanas, durante las últimas elecciones
presidenciales, volvió a colocar al embargo en primer plano, no pasó de ser un
efecto local, y hasta anecdótico. En las elecciones, el tema del embargo ni
siquiera salió a relucir, aunque el candidato demócrata y actual presidente
reelecto siempre se ha declarado favorable a su mantenimiento mientras no se produzcan
cambios político sustanciales en la isla.
Durante
esas elecciones, las definiciones partidistas sobre Cuba no fueron marcadas a
través de un avance sino de un retroceso: el imponer de nuevo las restricciones
a los viajes y el envío de remesas, que se establecieron durante el gobierno de
George W. Bush, como parte de la agenda republicana, o el mantener el
levantamiento de iguales limites, decretado por el presidente Barack Obama,
entre los temas demócratas. Pero lo que constituye el embargo en sí, la ley
Helms-Burton, no fue cuestionado por candidato alguno.
El
segundo aspecto que favorece el mantenimiento del statu quo comercial con la
isla es que se trata de un mercado menor. Si Cuba fuera China, ya hace rato no
habría embargo.
Así
que durante estos últimos años los granjeros estadounidenses han visto aumentar
y disminuir sus ventas a la isla según las circunstancias políticas. Solo que
ahora las circunstancias internacionales les son menos propicias, y han
comenzado a perder sus pocas esperanzas ante la realidad de los grandes países
emergentes: ya Brasil ha superado a Estados Unidos como socio comercial con
Cuba. Más allá de los trajines políticos en Washington y La Habana, el mercado
global impone sus reglas.
Todas
estas consideraciones han gravitado con mayor o menor fuerza a la hora de
opinar sobre el embargo. En todas, los juicios pueden inclinarse en un sentido
u otro de acuerdo a las preferencias políticas, la ideología de quienes los
esgrimen y la situación reinante en los países implicados y en otros que se han
sumado al panorama nacional e internacional en que se definen los usos y
alcances del embargo.
Sin
embargo, este análisis no debe limitarse a fines y medios, sino también a su
capacidad como instrumento para llevar la democracia a la isla.
La
valoración positiva del embargo encierra por lo general dos equívocos: uno es la
subordinación mecanicista de la política a la economía, que se traduce en
aplicar un criterio estrecho al caso cubano. Repetir aquello de “lo bueno que
tiene esto es lo malo que se está poniendo”.
Esta
actitud siempre ha chocado contra la realidad cubana. Durante los largos años
de gobierno de Fidel Castro, éste siempre actuó como un gobernante, de forma
dictatorial y despótica, pero nunca como un empresario.
Fue
un político que se movió mejor en las situaciones de crisis que en las épocas
de “bonanza” (las comillas obedecen a que el régimen nunca ha conocido ni le ha
interesado establecer en Cuba un período de “vacas gordas”). Si Raúl Castro ha
emprendido una vía de ´´actualización´´ del modelo, que se interpreta como la
autorización de algunas reformas tímidas, no se pueden equiparar libertades
económicas y políticas, a partir de que ambas son necesarias. El desarrollo de
la disidencia en la isla ha obedecido a un desgaste político, no económico.
El
segundo error es hacer depender la evolución política del país de una medida
económica dictada desde el exterior, por otro gobierno y en otra nación. El
embargo es una ley hecha en Estados Unidos, no es una creación de los
opositores a Castro en la isla.
Desde
hace años el embargo ha perdido ―si alguna vez tuvo― su valor de palanca para
impulsar la democracia. Al ceder o estar reducido al máximo el poder
presidencial para cambiar la ley, quienes la defienden no dejan de repetir unas
exigencias que, de por sí, sitúan su final en un momento utópico, cuando tras
la desaparición de los hermanos Castro se establezca en Cuba una democracia
perfecta y un respeto a los derechos humanos intachable, además de un comercio
sin barreras y una industria privada sin límites. Muy bonito, pero también poco
práctico.
Cierto
que en su intolerancia, el régimen de La Habana no responde a incentivo alguno,
verdad también que hay un largo historial en que el gobierno castrista ha
puesto obstáculos y trampas a cualquier avance en las relaciones con
Washington, pero la ausencia de un plan manifiesto y conocido de incentivos
parciales no hace más que ayudar a las fuerzas reaccionarias en ambas orillas
del estrecho de la Florida.
De
lo que se habla aquí es de un problema que, en buena medida, tiene que ver con
la imagen. Para los ojos de buena parte del mundo, Estados Unidos es la nación
de las restricciones y el embargo norteamericano hacia Cuba no es popular en el
resto del mundo, incluso entre los aliados de este país. Basta solo consultar
cualquier votación en Naciones Unidas.
Es
verdad que un levantamiento total o parcial del embargo, sin exigir nada a
cambio, no traerá cambios políticos de inmediato. En igual sentido, la falacia
de que una mayor entrada de productos norteamericanos conllevará una mayor
libertad es otra utopía neoliberal, que tiende a asociar la Coca-Cola con la
justicia y a la democracia con los McDonalds. Mentira es también que el pueblo
de Cuba está sufriendo a consecuencia del embargo y no por un régimen de
probada ineptitud económica.
Nada
de lo anterior contradice el hecho de que continuar respaldando al embargo es
batallar a favor de la derrota. Algo que nunca hacen los buenos militares.
Defender una trinchera que es un blanco perfecto para el enemigo, desde la cual
no se puede lanzar un ataque y que solo protege un pozo sin agua custodiado por
un puñado de soldados sedientos. Se trata de una herramienta poco efectiva para
lograr la libertad en Cuba. Su ineficacia ha quedado demostrada por el tiempo;
su significado reducido a un problema de dólares y votos.
Otra cosa muy distinta es el otorgamiento de
privilegios comerciales y el reconocimiento de la participación del gobierno
cubano en organismos internacionales, porque tales medidas darían una
legitimidad que éste no se merece.
Hay que establecer el deslinde necesario entre las
medidas económicas y las políticas. Diferenciar la función del exilio y el papel
de Estados Unidos como nación. En el mundo actual, los embargos han demostrado
ser de poca utilidad, y en parte han servido para el enriquecimiento de
las clases gobernantes, a las que supuestamente
intentaban derrocar. Si seguimos martillando sobre una herramienta tan poco
efectiva, perdemos la oportunidad de desarrollar otros frentes, cuya eficacia
aún no ha sido puesta a prueba. La astucia debe imponerse sobre la testarudez.