sábado, 19 de marzo de 2022

Fidel Castro: la escritura y el reino


Cuando Fidel Castro levanta en el aire una máquina de escribir, para luego hacerla pedazos contra el suelo durante el Bogotazo, sella su destino como escritor.

Nunca podrá llevar a cabo una obra literaria, los versos quedarán en los cajones, la autobiografía sin comenzar, las memorias habrá que buscarlas en miles de discursos y entrevistas y al final solo se podrán rescatar algunos párrafos. Pero la idea literaria sigue persiguiéndole siempre, sueña con reencarnar como escritor y no se resigna al destino más vulgar de líder continental y gobernante perpetuo.

 Aunque se vanagloria de su historial y el récord de permanecer en el poder por más años que ningún gobernante —solo superado por la reina Isabel II —apenas una figura decorativa para el turismo y la prensa sensacionalista británica— aspira a una trascendencia mayor. De joven fanfarronea con la idea de que la historia lo absolverá; al final sabe que el veredicto no es tan fácil y organiza su derrota con la esperanza de alcanzar un nuevo triunfo.

El 17 de noviembre de 2005, en el acto por el aniversario 60 de su ingreso en la Universidad de La Habana, hace públicas su duda: “¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse?”. Luego su principal temor: la “Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos [Estados Unidos]; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”. Ese temor lo obsesiona y día y noche elabora un libreto para exorcizar la idea. Luego queda el clímax de una obra teatral que se desarrolló por años.

De pronto la sucesión se convierte en un tema que se ventila en discursos y artículos de prensa. Un tema ignorado o prohibido adquiere una relevancia absoluta, intervienen actores secundarios y entra en escena Raúl Castro como segunda figura. Un drama masculino, sin mujeres y con la acción concentrada en momentos claves.

El toque dramático llega con el viaje a Argentina. El esfuerzo de trasladarse a un país distante para la firma de un acuerdo que solo consolida otros anteriores, el afán de aparecer en un pequeño balcón cuando los otros mandatarios y sus escoltas huyen de los periodistas, el intercambio con el periodista de Miami como un pequeño alivio cómico —un momento de farsa que relaja al espectador y al mismo tiempo lo torna desprevenido para lo que se avecina—, los actos públicos en un país distante que solo aspiran a demostrar que el gobernante se encuentra sino en pleno uso de sus facultades, al menos resuelto y combativo.

El regreso a Cuba y dos actos agotadores, con discursos de varias horas, el 26 de julio confirman la impresión de que hay Castro para rato. A estas alturas, el golpe de una operación de emergencia, su desaparición pública y la de su hermano —el anciano delfín— sorprende a todos, incluso la Casa Blanca admite la sorpresa y se ve obligada a confesar su falta de información.

Al golpe de efecto se une la naturaleza del mal. El gobernante invencible, el hombre que acaba de regresar de una visita a la casa donde creció Ernesto Che Guevara, el guerrillero “eterno”, se ve de pronto reducido por un mal que lo reduce a su condición humana más humilde: sangramiento intestinal. La metáfora de un destino demasiado humano. Tras un esfuerzo heroico, que el protagonista se encarga de destacar en la ya célebre Proclama, un enfrentamiento con la realidad más baja.

La mezcla de escatología y heroísmo de la trama no escapa a los significados medievales. La sucesión se establece según lo acordado por el texto constitucional pero reafirmando la voluntad del mandatario por encima de los poderes que él mismo ha establecido, dejando en claro que a las instituciones que ha creado solo les queda la opción de acatar sus destinos.

Toda esta elaboración, que solo ahora es posible contemplar a la distancia, guarda demasiada similitud con una obra de Shakespeare, con el afán de Hemingway por leer sus “obituarios” tras dos accidentes aéreos en África. Demasiada literatura.

Tanta obstinación en vencer la decadencia inevitable de la edad no escapó a que se hiciera evidente el mecanismo para intentar derrotar al tiempo. La fecha del cumpleaños, que algunos adulones se empecinan en celebrar, quedaba de pronto abolida. ¿Qué interés  en que le recordaran una y otra vez que cumplía 80 años, que era un anciano y que ese hecho resultaba irrebatible e irreversible? La única solución fue abolir el cumpleaños y convertirlo en efemérides. Transformar ese ajuste de cuentas anual que nos ocurre a todos en una ocasión para celebrar el nacimiento de un mito. El 2 de diciembre, Día de la Rebeldía Nacional, fecha de inicio de la epopeya que lo llevará al poder resultó un momento más tolerable que cualquier señal de que se le acorta cada vez más el tiempo.

Destino personal y destino revolucionario unidos en una misma figura, como siempre pretendió. La angustia de morir fundida con el temor de que la revolución podría ser destruida. Tratar de anticiparse a esa destrucción, abolir el destino con el socorrido paso de la censura. 

En la época final de su vida, más allá de los estragos de la enfermedad, el vejamen que constituye envejecer y las imágenes que presentaron un deterioro físico, siempre estuvo presente el hecho de que, pese a todo, Castro impuso las reglas del juego, hasta en su tozudez ante la muerte.

Luego de la muerte de Fidel Castro, tras el momento inicial de llanto y jolgorio —fenómenos temporales pero necesarios—, hubo un hecho que asimilar. Ahora, los años transcurridos han hecho poco para definir el alcance de esa muerte. Más bien, en la Isla y el exilio, se ha asistido a otro paréntesis, como si el velorio se dilatara tras el entierro y el inicio de una nueva vida fuera aún una prórroga para el cadáver.